Urge volver a València Pilar Portero
El rey se olvida de Gaza, del CGPJ… y de aclarar sus propios temores
Con los discursos del rey por Nochebuena pasa casi todos los años lo mismo. Están diseñados de modo que partidos muy diversos vean en ellos una frase que interpretar a su favor o en contra del adversario. En ocasiones, la misma.
Por supuesto, nadie que crea en el papel que le reserva la Constitución al jefe del Estado puede esperar un posicionamiento de parte. Aunque haya parte de la derecha que sí parezca pretender dejar claro que el rey es de los suyos (o que es suyo, directamente). Aunque el propio monarca haya protagonizado el discurso del 3 de octubre de 2017, que no contribuyó a acercar a la Constitución o a la idea de la unidad de España a españoles que se sentían alejados de ella y, después de ese discurso, más.
El discurso del rey navega en una tensión difícil de sostener: la de defender que la Constitución garantiza ya, en la actualidad, una España “fuerte” y al mismo tiempo alertar sobre los riesgos para la Constitución y la unidad del país. ¿En qué quedamos? ¿Cree el rey que estamos cayendo por el precipicio o, por el contrario, que vivimos pese a los profetas del apocalipsis en el “gran país” al que se refiere al final de su intervención? Parece evidente que las dos cosas al mismo tiempo no son posibles.
El rey defiende una Constitución que consagra en su articulado el derecho de todos a la sanidad, la educación y la vivienda y al mismo tiempo reconoce las “dificultades económicas y sociales” para acceder a lo público. Es decir, la saturación de centros de salud y hospitales, listas de espera interminables y cierre de consultorios (con el consecuente boom de la privada); la precariedad del profesorado y falta de financiación de la escuela o el verdadero drama de intentar tener un techo en condiciones dignas en casi cualquier ciudad. Ojalá un discurso dedicado a defender que la vigencia de la Constitución y la cohesión social de España debe pasar por fortalecer los servicios públicos que debería blindar la propia Carta Magna, y no menciones de pasada.
Porque no nos olvidemos: de los 31 párrafos que tiene el discurso, 27 han sido consagrados a la defensa de la Constitución y la unidad de España y sólo en dos se han tratado asuntos de corte más social.
En resumen, no es que el rey no defienda uno u otro camino político para hacer frente a los problemas (eso ya no se esperaba) sino que es deliberadamente ambiguo en el diagnóstico de la situación y lo reduce a indirectas que se pueden interpretar de forma contradictoria. Una declaración de admiración por los valores de la Constitución, por más solemne que sea, difícilmente hará gran cosa por solucionar esos problemas (dentro de la Constitución, claro) y, en consecuencia, por garantizar la vigencia de la Carta Magna otros 45 años más.
El gran elefante en la habitación es la amnistía, por supuesto, pero hacen falta muchos zarzuelólogos para aclarar si para el rey entra dentro de la apuesta por la “convivencia” dentro de una “democracia abierta e integradora”, los “vínculos sólidos del Estado con nuestras Comunidades Autónomas” y el respeto a las “instituciones en el ejercicio de sus propias competencias”, como puede ser legislar, en el caso del Parlamento, o dictaminar su constitucionalidad, que sólo atañe al Tribunal Constitucional.
El artículo 56.1 de la Constitución dice que el rey “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. ¿Qué mejor momento para recordar que es imprescindible garantizar el funcionamiento de la Justicia renovando en los plazos constitucionales el gobierno de los jueces? Nada se lee, ni como indirecta, en las palabras del monarca. ¿De qué manera se puede esperar que las instituciones se respeten unas a otras, como pide el rey en su discurso, si el Consejo General del Poder Judicial lleva más de cinco años caducado, operando con equilibrios que nacieron de una mayoría absoluta de Rajoy y emitiendo opiniones sobre leyes antes incluso de que se registren, y mucho menos debatan, en el Parlamento? Como diría José Antonio Marina, todas las personas son respetables, pero no todas las ideas y comportamientos lo son. La duda es el punto de vista del rey en su misión de árbitro y moderador del “funcionamiento regular” de las instituciones.
La admiración por la Constitución, por más solemne que sea, no hace gran cosa por solucionar (dentro de la Constitución) los problemas que tiene España"
Se dice mucho que vivimos en una sociedad de economía de la atención en la que una crisis sepulta a la anterior, aunque siga sin solución. Un buen ejemplo es la guerra en Ucrania, eclipsada por el genocidio en Gaza que siguió a los atentados de Hamás. El discurso de 2022 contenía cinco menciones a Ucrania y el pueblo ucraniano. El de este año no es que haya sustituido Ucrania por Gaza sino que no hace mención a ninguno. Nada. Y todo ello pese a reconocer que España tiene la “responsabilidad de influir en el rumbo de la Humanidad”.
Parece incomprensible la ausencia del conflicto en las palabras del jefe de Estado de un país que mantiene relaciones diplomáticas con Israel pero históricamente ha sido sensible a los derechos de los palestinos. Ese silencio parece otro eslabón en la pasividad internacional ante el asesinato indiscriminado de tantos miles de personas: niñas y niños, periodistas o trabajadores de la ONU y cooperantes incluidos (aquí una brillante reflexión de Edwy Plenel sobre cómo muere nuestra humanidad que viene bien leer, precisamente, entre belenes).
Por último, desde mi punto de vista es evidente que hay asuntos muy controvertidos sobre la mesa pero, igualmente, deberían debatirse con mayor serenidad. La crispación es la gran olvidada de este discurso en una semana en la que Javier Ortega Smith protagonizó un episodio de violencia física y explícita en un parlamento, en este caso el Pleno municipal de Madrid, y tras asistir a semanas de asedio y violencia contra las sedes de un partido que ocupa la presidencia del Gobierno (con gritos contra la Constitución y el rey incluidos).
Todo eso por no hablar de un día a día político entre acusaciones de ilegitimidad, fraude electoral, complicidad con el terrorismo, sugerencias de asesinato del presidente del Gobierno (o salida del país en un maletero), pasando por llamar “hijo de puta” a un candidato a la investidura desde la tribuna de autoridades durante un pleno del Congreso y reírse después como si tal cosa.
Quizás algo menos tibio que llamar a “evitar que nunca el germen de la discordia se instale entre nosotros” hubiera sido conveniente. Porque hay algo más que un “germen” instalado “entre nosotros”. Es un monstruo que conocen bien en otros países y que en España emerge constantemente desde el mismo lugar del espectro ideológico, por más que algunos se quieran amparar en el “y tú más” o una supuesta equidistancia (“todos lo hacen”, “todos son iguales”) que parece más un ejercicio de autoafirmación y superioridad.
Existe ya un combate por la democracia, su respeto en sentido amplio y sus valores, frente a una crítica destructiva que no presenta más alternativa que la de detentar el poder para echar a los que ahora están en virtud de lo expresado en las urnas. Como la rana en la olla, quizás algunos, tan metidos dentro, no se den cuenta de lo que está subiendo la temperatura y el riesgo de asfixia. No debería ser el caso del rey.
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