Los asombros y la tristeza democrática

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Tenía razón Jorge Luis Borges al señalar con modesta alegría que todo ser humano es un descubridor. Borges no era modesto, pero su sabiduría le ayudaba a apreciar los sucesos modestos de la vida. No hace falta descubrir un continente o navegar por el espacio para reconocer que convivimos con el asombro. Los lectores no olvidamos la primera vez que un libro, bueno o malo, en prosa o verso, se adueñó de nosotros.

Los asombros pueden ser rutinarios o agitados. Hemos visto amanecer y atardecer muchas veces, asistimos con normalidad a los movimientos pacientes del sol que sale y se oculta delante de nuestros ojos. La luz roja de diversos matices cumple con su función y tiñe las distancias, según nos enseñó García Lorca, como el vino derramado empapa los manteles. Se trata de un acontecer cíclico, de una hermosa rutina, pero el asombro llega de la mano del presentimiento. La vida nos manda por adelantado un mensaje a la piel; nos invita a intuir los rincones y las profundidades de nuestra existencia.

Otras sorpresas surgen en los viajes o en las caminatas por los mercados. Todas las distancias acaban devolviéndonos un olvidado sabor a nosotros mismos. A ciudades como Buenos Aires, Nueva York, Tokio o Tetuán le debemos el momento de soledad y extrañeza que nos invita a volver sobre nuestras razones. El asombro supone un cuestionamiento de las ideas que guardamos en el equipaje. Ocurre lo mismo cuando entramos en la agitación de cuerpos, voces, tenderetes y curiosidades que ofrecen los mercados. Nadie sabe qué puede decirnos el vocabulario de las sortijas, los cofres, las lámparas, los relojes, las telas y los alimentos.

Los descubrimientos cotidianos nos ayudan a vivir con su alegre estupor y sus discursos silenciosos porque aportan una humilde profundidad. Remueven el sedimento de la memoria, la cara oculta de la luna o los pliegues ignorados de lo ya sabido. Nos hablan del amor, la vida, la muerte y la esperanza. Nos sorprenden, pero nunca nos dejan a la intemperie.

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Por eso son tan penosos otro tipo de asombros que no nacen de la modesta profundidad, sino de la soberbia vacía. Acostumbrado por vocación a las metáforas y los descubrimientos, cada vez me siento más a la intemperie por culpa de las sorpresas hueras y superficiales que reparten sin pudor algunos políticos españoles. Por desgracia nos vamos acostumbrando a la barbarie y la mentira, peligrosas epidemias que degradan la democracia. Pero, por mucha que sea la costumbre con la que soportamos estos males, no puedo evitar la sorpresa al enterarme de que una banda de neonazis se constituye en manifestación para cruzar el barrio de Chueca e insultar a maricones y lesbianas. Y la sorpresa llega al asombro cuando el líder de un partido, que pacta los gobiernos de Madrid, incita de forma sistemática con sus discursos al odio y afirma que esa manifestación la han organizado las cloacas socialistas y los partidos de izquierdas. Tan asombrosas sus declaraciones como un mar sin peces o un cielo nocturno sin estrellas. ¿A qué tipo de contaminación estamos sometiendo la democracia?

También es sorprendente que partidos democráticos que se llaman constitucionales no quieran respetar uno de los primeros mandatos de la Constitución: todos los poderes del Estado emanan de la soberanía popular. Decir que los jueces deben elegir a los jueces no supone asegurar la independencia judicial, sino convertir el Consejo General del Poder Judicial en un comité de empresa y la constitución de un poder del Estado en unas elecciones sindicales. No deja de asombrar que la voluntad de manipular a los jueces en beneficio propio se venda con una simpleza tan llamativa. Por ese camino no sólo se dinamita la renovación constitucional del Poder Judicial, sino cualquier reflexión seria que equilibre la soberanía popular con la independencia.

Esta noche ha llovido de manera copiosa en Madrid. Borges nos enseñó en un soneto que la lluvia es una cosa que sucede en el pasado. Con sus golpes en la ventana nos conduce a la infancia, a la voz de un padre, a un rincón perdido en la memoria. Con los modestos asombros de la vida, llenos de profundidad, intento consolarme de la intemperie que me provoca la asombrosa soberbia superficial de algunos políticos.

Tenía razón Jorge Luis Borges al señalar con modesta alegría que todo ser humano es un descubridor. Borges no era modesto, pero su sabiduría le ayudaba a apreciar los sucesos modestos de la vida. No hace falta descubrir un continente o navegar por el espacio para reconocer que convivimos con el asombro. Los lectores no olvidamos la primera vez que un libro, bueno o malo, en prosa o verso, se adueñó de nosotros.

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