Enero, 1977, Atocha

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Se han cumplido 40 años de la matanza de Atocha. Tres fascistas relacionados con el Sindicato Vertical del Transporte entraron en un despacho de abogados y dispararon sobre 9 personas. Aunque los abogados estaban indefensos, no puedo escribir con rigor que los asesinos actuaran a sangre fría. Llevaban la sangre muy caliente por más de 40 años de soberbia y matanzas. A veces la retórica ampulosa (Dios, Patria, Rey, Imperio) es una primera forma de la crueldad: la sintaxis está preparada para pasar de las palabras a los hechos. Hay balas que son el complemento directo de sus sujetos.

Por si faltaba algo en la hoguera de la extrema derecha, CCOO, el sindicato de los comunistas, su peor enemigo, acababa de conseguir un éxito laboral muy notable con una huelga masiva en el transporte. Los abogados del PCE, vivo ejemplo en los años 70 de que la lucha por la democracia social resulta inseparable no sólo de la defensa de los derechos cívicos, sino también de los laborales, fueron castigados. Los matones iban buscando al líder sindical Joaquín Navarro. Al no encontrarlo, no dudaron en ejecutar el castigo sobre el cuerpo de sus camaradas.

Yo era entonces estudiante en la Universidad de Granada. Los recuerdos que tengo se parecen mucho al sentimiento de desamparo, desolación y miedo que hay escondido en la palabra matanza. Decir que el atentado de Atocha (5 muertos y 4 heridos) fue una matanza es algo más que una obviedad. La matanza había sido la ley impuesta por el franquismo desde el golpe de Estado de 1936. La matanza era inseparable del costumbrismo reaccionario español que nos había alejado de Europa. En uno de sus libros sobre la guerra civil, España partida en dos (Crítica, 2013), Julián Casanova estudió el nacimiento de la anormalidad histórica española con la matanza franquista y su victoria en 1939. Hasta entonces la España del siglo XX, con sus violencias y sus reivindicaciones, no había sido muy distinta a Francia o Inglaterra. Pero en nuestra nación vencieron el fascismo y las matanzas.

La gran matanza estaba ausente de la historia contemporánea española. El golpe de Estado de Primo de Rivera se había impuesto en 1923 casi sin sangre. Los escritores opinaron sin miedo contra el dictador porque lo máximo que podía ocurrir era un destierro a Fuerteventura o una detención no muy larga. La crueldad del poder se practicaba en hechos aislados, en víctimas desafortunadas…, pero no se santificó en el terror de la matanza colectiva hasta 1936. Desde entonces fue la costumbre española. Y la matanza de Atocha vino a decirnos en 1977, al borde de la libertad, que esa debía ser todavía nuestra costumbre.

Otros dos recuerdos de aquellos días de enero tienen que ver con los sentimientos de camaradería y orgullo. Ahora que muchos personajes cuentan sus historias del antifranquismo, parece que todo el mundo fue demócrata y antifranquista durante los 40 años de dictadura. La verdad es que los luchadores estuvieron muy solos, quemando sus sueños entre las cárceles, los paredones, el miedo y la indiferencia de la mayoría. Pero en los años 70 las cosas habían cambiado, resultaba posible sentirse en compañía, vivir casi a las claras tu militancia en la Universidad, en el trabajo, en las asociaciones vecinales. Y los despachos de abogados eran el mejor ejemplo de esa nueva dignidad cívica, no sólo porque estuviesen defendiendo a los trabajadores con las grietas que dejaba la ley franquista, sino porque profesionales como Manuela Carmena, Cristina Almeida, Paca Sauquillo o José María Mohedano se habían ganado el respeto personal y jurídico del Colegio de Abogados. No suponían una representación mayoritaria del país, pero sí encarnaban una parte muy sólida de su tejido social. Las balas de Atocha iban contra eso, aunque sólo perforaran el cuerpo de 9 camaradas.

Y la fuerza cívica del PCE era tan alta y tan respetable que el Partido, con Víctor Díaz-Cardiel a la cabeza de Madrid, pudo responsabilizarse todavía en la clandestinidad de organizar un entierro multitudinario con servicio de orden incluido. Nos compensó de las colas callejeras para despedir a Franco.

Hubo un momento en el que de forma natural el Partido Comunista reunió a lo mejor de la sociedad civil. El derecho, la cultura, los movimientos sociales, el sindicalismo y una parte notable del periodismo se habían refugiado en las siglas del PCE para combatir por la libertad. No me apetece ahora analizar los errores y las condiciones objetivas que llevaron a aquel Partido hasta la insignificancia. Tampoco quiero señalar las limitaciones y los logros de la Transición española. Mi homenaje a los abogados de Atocha se limita aquí a confesar tres deseos:

Perder el juicio

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1.- Que nadie cometa la felonía y la simpleza histórica e intelectual de llamar izquierda domesticada a personas de diversas sensibilidades que durante años estuvieron dispuestas a sufrir torturas y a dar su vida para luchar contra el fascismo.

2-. Que el lastre de la degradación del PCE de hoy, ya muy marginal, enfermo de autoconspiraciones y con los mejores camaradas expulsados o en peligro de expulsión, no infecten el nacimiento de una nueva izquierda bajo el paraguas falso de la convergencia.

3.- Que la experiencia profunda de la democracia pase alguna vez por nuestra historia y deje huella como pasó por España entre 1936 y 1977 la costumbre de la matanza.

Se han cumplido 40 años de la matanza de Atocha. Tres fascistas relacionados con el Sindicato Vertical del Transporte entraron en un despacho de abogados y dispararon sobre 9 personas. Aunque los abogados estaban indefensos, no puedo escribir con rigor que los asesinos actuaran a sangre fría. Llevaban la sangre muy caliente por más de 40 años de soberbia y matanzas. A veces la retórica ampulosa (Dios, Patria, Rey, Imperio) es una primera forma de la crueldad: la sintaxis está preparada para pasar de las palabras a los hechos. Hay balas que son el complemento directo de sus sujetos.

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