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Todos llevamos un morisco dentro

La literatura siempre ha sido rebelde contra sí misma, porque su razón de ser es la imaginación moral que nos permite sentir el dolor o el amor ajeno, la posibilidad de ponernos en el lugar del otro sin dejar al otro sin lugar. Cuando a través de la lectura llegamos a sentir por dentro la vida de un personaje, resulta inevitable un proceso de autorreconocimiento, un modo de saber sobre nosotros mismos. Y este proceso de imaginación, hospitalidad y ejercicio sentimental de conciencia implica un modo de rebeldía que se abraza con la vida más allá de los sermones, los dogmas, los panfletos, las estadísticas y las teorías abstractas.

Supongo que importa mucho la forma de ser y estar de cada lector, pero la literatura es un modo de ser y estar que nos interpela de forma precisa. Sabemos que el antisemitismo recorre nuestra historia, desde los orígenes literarios medievales hasta las complicidades nazistas del franquismo. El Cid, el héroe castellano de nuestra épica, fue condenado al destierro. Se acordó entonces de que era posible robar a dos ladrones para conseguir el dinero que le permitiese sobrevivir. Y allí estaban los judíos Raquel y Vidas, dos personajes definidos con todas las características de la maldad, precisamente las características de avaricia desmedida que utilizó el buen Martín Antolínez para sacarles 600 marcos a cambio de un cofre lleno de arena. El Cid y los suyos utilizaron el consabido gusto por el dinero de los judíos para robarles una buena cantidad. Aprendemos no sólo que las caricaturas son injustas, sino también las trampas a las que nos somete nuestra identidad. En los timos, por ejemplo, la avaricia ajena es la mayor aliada del tramposo. Y el odio ajeno puede ser la mayor justificación de nuestro odio más feroz.

Digo que la literatura es rebelde porque frente a la dominante calumnia medieval contra los judíos y los moriscos, abrió también camino a la posibilidad cervantina de ponerse en el lugar del otro para conocer unas vidas por dentro, vidas que merecen respeto. Después de vivir en Nueva York, Federico García Lorca confesó en una entrevista de 1931: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío… del morisco que todos llevamos dentro”. Hablaba no sólo de la historia de Granada, sino de la experiencia humana sobre la identidad que había ido conformando sus poemas, porque pensar en sí mismo significó entender a los demás. Todos llevamos dentro un morisco.

La literatura se resiste al olvido, porque sabe que nos conviene conocer el pasado y el presente para que no se acomoden en la tranquilidad de las mentiras los que tienen motivos para avergonzarse

Pero también digo que la literatura es rebelde porque ayuda a conocer los procesos históricos que convierten las identidades en un peligroso viaje de ida y vuelta. Lo que merece respeto humano puede elaborarse de una manera tramposa para cometer injusticias. El Cid fue víctima de una injusticia que le permitió justificar un robo, primero porque necesitaba dinero para sobrevivir y, después, porque quien roba a un ladrón, según los tópicos, parece que tiene derecho a ser perdonado. La manipulación se produce entonces en otros sentidos: la avaricia extrema, bien utilizada por el enemigo, se convierte en una estrategia que convierte a los avaros en víctimas de estafa. Y los asesinos pueden convertirnos en enemigos de las leyes y los derechos humanos cuando nos despiertan el apetito asesino.

Son cosas que siguen ocurriendo. Es estremecedora la manera en la que se recuerdan el nazismo y los crímenes de Hitler para suavizar o apoyar la barbarie de los bombardeos de Israel sobre la población civil palestina. Esta farsa histórica está a la orden del día en las discusiones de la actualidad. Forma parte del cotarro de cotorras que provocan los interesados en sustituir la información veraz por un enjambre de síes y de noes. Estamos acostumbrados a ver cómo la extrema derecha destaca el crimen o la mala acción cometida por una mujer para justificar sus dudas sobre los cientos de crímenes provocados por la violencia machista.

La literatura es rebelde porque se sumerge en las estadísticas para anidar en la experiencia de cada vida humana. Con motivo del cincuentenario del golpe de Estado de Pinochet he leído buenas novelas y poemas, libros en los que se recuerda el sufrimiento de una niña, un joven, un hombre o una mujer, personas torturadas y desaparecidas en una barbarie militar contra la población civil. La literatura se resiste al olvido, porque sabe que nos conviene conocer el pasado y el presente para que no se acomoden en la tranquilidad de las mentiras los que tienen motivos para avergonzarse.

La literatura estará ahí para recordar la vida humana que latía bajo las estadísticas de los miles de cadáveres que hemos llorado en Israel y en Gaza. Y para responsabilizar a los cómplices. Por fortuna, recordará también a los muchos árabes que rechazaron el terrorismo islámico y a los muchos judíos que salieron a la calle para gritar que en su nombre no. La literatura sirve para hacer historia humana, conocer las causas y reconocer a cada persona, no para crear equidistancias.

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