Perder el juicio

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Juan de Valdés hizo unas distinciones interesantes entre el ingenio y el juicio en su Diálogo de la lengua. Se refería a asuntos de estilo emparentados con las formas de pensamiento. Las ocurrencias llamativas del ingenio le interesaban menos que el buen juicio, la sostenida modestia de pensar de una manera más coherente que llamativa.

Me acuerdo del humanista español al escuchar las conversaciones que se han puesto de moda en España a la hora de valorar las sentencias de los tribunales o de exigir que se aplique la ley contra algunos comentarios de Twitter o contra un autobús adornado por el integrismo católico. En España se están encontrando argumentos muy ingeniosos para justificarlo todo, pero estamos perdiendo el juicio (o los juicios).

La ley es el marco de la vida social. En sociedades feudales o totalitarias, domina la ley del más fuerte. En sociedades democráticas, se procura una ley justa que dibuje un marco de convivencia. Pero como las situaciones reales no son justas y como la igualdad es un deseo más que un hecho, las interpretaciones de las leyes, incluso en la democracia, son un síntoma de los vientos que corren. Sí, las leyes del derecho y el deber no son leyes físicas, dependen de la interpretación humana y siempre queda un margen para la voluntad del que toma decisiones sobre los delitos y las penas.

Durante las épocas progresistas el derecho se fuerza dentro de la ley para favorecer la libertad de la ciudadanía y el apoyo a los de abajo; durante las épocas reaccionarias, la ley se fuerza, e incluso la ley queda fuera de la ley en defensa de las élites, convierte los derechos en delitos y trata con mano dura a los más desfavorecidos. Mientras se flexibilizan las posibilidades fiscales para que las grandes fortunas eviten pagar impuestos justos, se rompen los convenios internacionales a la hora de tratar de forma digna a los refugiados. Mientras se juzga de manera blanda a los corruptos que saquean el patrimonio público, se emplea una contundencia desmedida para una sindicalista que participa en una huelga general o para el ratero que roba en un supermercado o que intenta sacar 100 euros del banco con una tarjeta que acaba de encontrarse.

Leyes duras para los desahucios, leyes mordazas para la libertad de expresión y protesta, leyes justicieras para impedir la reinserción de los condenados o convertir en un infierno la vida en las cárceles, leyes…

La ley es algo más que una noticia en la prensa. Una vez olvidados los titulares, el espíritu de la ley marca la vida cotidiana de las personas. Llegamos a respirar su aire limpio o su humo contaminante.

Aunque haya dejado de ser actualidad, recuerdo con frecuencia a Alfonso Fernández Ortega, Alfon, un muchacho de Vallecas que fue detenido el 14 de noviembre de 2012, un día de huelga general. La policía lo acusó de llevar en la mochila dos aerosoles, dos botellas de gasolina y petardos. Pasó 56 día en la Prisión de Soto del Real hasta salir en libertad provisional. El juicio se celebró en noviembre de 2014 y la Audiencia Provincial de Madrid lo condenó a 4 años de cárcel. Muchos representantes de la izquierda política y de la cultura nos movilizamos para protestar por el trato que se le daba a Alfon. Como demostraron otros casos de sindicalistas, se había puesto de moda que la policía inventase pruebas falsas para cumplir las órdenes de un ministerio decidido a autodefenderse de sus excesos y a convertir la protesta política en delito.

El espíritu de las leyes mordaza se encarnó en la figura del ministro Fernández Díaz, católico integrista capaz de justificar que las fuerzas de seguridad cumplían con su obligación cuando disparan balas de goma sobre inmigrantes que se estaban ahogando en las costas de Ceuta, o capaz de montar una policía paralela para incriminar a políticos de ideología contraria, o capaz de poner multas desorbitadas por un chiste en una red social o por la participación en una protesta pública.

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Esta interpretación reaccionaria de la ley es la que estos días estamos viendo en los tribunales. Se puede ser durísimo con un muchacho activista, pero la blandura se adueña de las sentencias, las libertades provisionales y las fianzas cuando se trata de juzgar al cuñado de un rey o al entramado económico del PP.

Me temo que el humo nocivo de Fernández Díaz se apodera de nosotros cuando pedimos la criminalización de un autobús propiedad del integrismo católico que expresa sus ideas sobre la sexualidad y la educación de los niños y las niñas. Tenemos derecho a exigir al Gobierno que deje de prestar ayudas públicas a fundaciones de carácter cavernícola. Pero no podemos convertir en delito la expresión pública de un credo religioso. Si amparar los derechos de las minorías es un signo de interpretación progresista de la ley, convertir en delito la libertad de opinión puede empujarnos a un vértigo contrario.

Conviene delimitar muy bien lo que es la libertad de expresión, el atentado contra la inocencia infantil o la incitación al odio y la violencia… A ver si vamos a acabar todos en la cárcel.

Juan de Valdés hizo unas distinciones interesantes entre el ingenio y el juicio en su Diálogo de la lengua. Se refería a asuntos de estilo emparentados con las formas de pensamiento. Las ocurrencias llamativas del ingenio le interesaban menos que el buen juicio, la sostenida modestia de pensar de una manera más coherente que llamativa.

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