Diversidad audiovisual, un debate ausente

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La semana pasada se presentaba el libro Diversidad e industria audiovisual, el desafío cultural del siglo XXI, de los investigadores Luis Albornoz y Trinidad García Leiva, editado por Fondo de Cultura Económica. En él participan un equipo de investigadores del Grupo Diversidad Audiovisual de la Universidad Carlos III, que mapean la situación de la industria audiovisual contemporánea y aportan herramientas para la protección y fomento de la diversidad cultural. En la presentación participaron figuras como Manuel Palacio o Gumersindo Lafuente.

Estamos ante una de esas obras que los políticos dedicados a esta cuestión deberían estudiar y debatir a fondo, de la que pueden sacar infinitas ideas para marcar goles concretos en su acción parlamentaria y apuntarse esas medallas que tanto necesitan de cara a próximas elecciones y primarias internas. Claro, la pregunta inmediata es, más allá de alguna honrosa excepción, ¿realmente hay políticos en España dedicados a esta cuestión?

Albornoz y García Leiva evalúan el panorama actual una década después de aprobarse la Convención de la Unesco para la Protección y Promoción de la Diversidad en las Expresiones Culturales. Junto a su equipo, identifican los factores que limitan la diversidad y analizan instrumentos de medición y buenas prácticas regulatorias al respecto. Son cuestiones vitales para las autoridades competentes en la materia, a las que les han dado mucho trabajo hecho. Sólo tienen que leerlo.

El texto abre con el prólogo de una autoridad en la cuestión, uno de los padres de los estudios sobre diversidad audiovisual en España, Enrique Bustamante. Fue uno de los cinco sabios a quienes Zapatero encargó diseñar el nuevo modelo de televisión pública, a los que después tampoco haría demasiado caso porque cedió ante presiones de lobbies muy potentes.lobbies "En la era digital y de crisis de legitimidad de la democracia representativa", afirma Bustamante, "la lucha por la diversidad simbólica de nuestras sociedades se configura como un proceso capital para el destino de la humanidad". Advierte que "las mayores amenazas para la diversidad radican en la visión economicista radical de la cultura, que disuelven su dimensión social, y específicamente en los tratados de libre comercio que contemplan la cultura y la comunicación como un servicio más". En este sentido, según Bustamante, el TTIP constituye hoy una amenaza cuyas consecuencias suponen "la extinción de las políticas públicas nacionales en cultura y comunicación". Atención, sus señorías, esto ya no solamente va de medallas y goles: va de supervivencia.

Según Bustamante, los procesos de desregulación, concentración y financiarización global de la comunicación en las últimas décadas han tenido nefastos efectos en la diversidad cultural ofertada y consumida, haciendo la vida imposible a productores alternativos o innovadores, a las óperas primas, lenguas minoritarias, emprendedores, pymes, al sector público y al tercer sector, "poniendo en peligro la ecología históricamente asentada" en el tejido cultural. La transición a la era digital y la aparición de nuevos actores globales (re-mediadores, compañías over-the-top y Big data, televisión no lineal, consumo bajo demanda, etc.) exige nuevas regulaciones para las que los partidos, viejos y nuevos, deben fijar líneas y planes estratégicos que tendrán consecuencias inmediatas sobre sus posibilidades de éxito.

Como señalan Albornoz y García Leiva, la diversidad cultural "guarda una relación directa con la cuestión de la identidad individual y colectiva" y por tanto con la construcción política y la identidad nacional. Los debates académicos sobre media diversity no hablan solo de diversidad de contenidos, sino también sobre estructura de mercados y agentes implicados en los procesos de creación y distribución de esos contenidos. La intervención estatal en este marco, por tanto, no sólo es deseable, sino que es del todo ineludible, dado que afecta a una serie de bienes comunes limitados que deben ser gestionados para beneficio de toda la sociedad, como por ejemplo el radioespectro. En este sentido, el dogma neoliberal de que "la mejor regulación es la que no existe" no sólo es utópico, es también hipócrita y dañino, pues favorece directamente a los más poderosos.

Para muestra, un botón. Hoy las pequeñas y medianas empresas nacionales y regionales se ven discriminadas en su competición con los gigantes digitales globales, puesto que ellas cumplen con obligaciones e impuestos (para financiar los medios públicos, la producción local, etc.) que corporaciones como Google, Amazon o Netflix eluden mientras siguen ganando terreno. Ante este tipo de conflictos, gobierno y oposición no pueden sencillamente ponerse de perfil por mucho tiempo. Dicho de otra manera, no intervenir a tiempo y fijar posición en estos debates sería, de facto, ponerse del lado de los grandes poderes homogeneizadores globales frente a las industrias nacionales y los derechos culturales de la ciudadanía.

En sus nueve capítulos y tres apéndices, el libro incursiona en los nuevos desafíos para la gobernanza, en la revisión de acuerdos como el Fondo Internacional para la Diversidad, la definición de buenas prácticas (de la mano de Ana Segovia, presidenta de Ulepicc-España) o el estudio de casos de acción para la diversidad desde el cine hasta el videojuego, pasando por la radio, la televisión y la grabación musical, a cargo del especialista Ignacio Gallego. También analiza y propone herramientas para medir la diversidad, incluyendo el nuevo paisaje digital, como hace en el último capítulo el investigador en industrias cinematográficas Asier Aranzubia.

Se trata de un libro sobre el que han llamado la atención autores de prestigio internacional en la materia como Martín Becerra, quien ha señalado que "por su documentación exhaustiva, su profundidad analítica y su exposición comparada, es una contribución de referencia y enorme utilidad para la producción de políticas públicas y la reflexión social".

Está claro que el tema es crucial y exige debates urgentes de los que depende la calidad de nuestra democracia y ciudadanía. Hoy se ciernen sobre nuestro ecosistema mediático riesgos acuciantes e intervenciones impostergables. La pregunta es, ¿se debate en nuestros parlamentos de estas cuestiones decisivas? ¿Se debate en el seno de los partidos? En la Comisión Parlamentaria sobre RTVE se evalúa la radiotelevisión pública, pero lo cierto es que, a diferencia de otros países, no hay comisión alguna para el resto de sectores de la comunicación de masas. Obviamente, la comisión de Cultura o la de Economía, Industria y Competitividad están estrechamente relacionadas, pero si uno sigue su actividad, no encuentra muchas trazas de este debate. La Secretaría de Comunicación sigue dependiendo directamente de Presidencia y no hay un ministerio específico como en el modelo francés. Tampoco se llegó a crear un Consejo del Audiovisual como los que existen en el resto de países europeos. En cuanto a regulación de la comunicación, la institucionalidad española se parece más a una república bananera que a los países de su entorno. Hemos comprado el mantra de que la mejor regulación (e institucionalidad) es la que no existe. Ello explica en parte los alarmantes niveles de concentración y falta de independencia que denuncian estudios como el Media Pluralism Monitor de la Unión Europea.

Regocijo y jolgorio

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Como los partidos políticos tienden a replicar en su interior las estructuras parlamentarias e institucionales por una cuestión práctica, este asunto queda fuera de las agendas tanto de los partidos tradicionales, que no están para abrir nuevos melones en un terreno espinoso en el que tienen ya vergüenzas que tapar, como de los nuevos partidos, que bastante tienen con ponerse las pilas y guardar el tipo en el resto de cuestiones que impone la agenda institucional, y acertadamente tratan de sortear cualquier charco para centrarse en sus temas prioritarios de campaña. Quizá por ello cuesta tanto que estos asuntos salgan de la universidad y bajen de las instituciones europeas para concretarse en un debate nacional de amplio calado.

En esto tienen también su parte de culpa los grupos de comunicación asentados en España, que apenas tocan el tema. Aquí se cumple el dicho, perro no come perro. ¿Para qué querrían analizar cómo se reparte un pastel ya repartido los ganadores del reparto? Por suerte, nuevos digitales como el que alberga esta esta columna sí apuestan por abrir el melónel, aunque no resulta fácil.

Por eso infoLibre no podía dejar de reseñar esta nueva obra de referencia y aprovechar para poner deberes a nuestros representantes: léanla, incorpórenla, inviten a sus autores. La van a necesitar para lograr que la España oficial se parezca a esa España real que ya empuja, para gestionar de manera solvente y realista su plurinacionalidad y diversidad cultural. O al menos para tener propuestas serias y no hacer el ridículo en debates que la sociedad civil ya está teniendo. En una cultura global crecientemente dominada por las GAFAs (Google, Amazon, Facebook, Apple), la posibilidad misma de soberanía nacional y de cambio social progresista depende de que tengamos políticos capaces de traducir en acción institucional estos diagnósticos y de meter en agenda las recomendaciones que instituciones como la Unesco hacen en materia de diversidad cultural. Periodistas y políticos, dejen de relegar el tema, no hay tiempo que perder, esta lectura es un excelente punto de partida.

La semana pasada se presentaba el libro Diversidad e industria audiovisual, el desafío cultural del siglo XXI, de los investigadores Luis Albornoz y Trinidad García Leiva, editado por Fondo de Cultura Económica. En él participan un equipo de investigadores del Grupo Diversidad Audiovisual de la Universidad Carlos III, que mapean la situación de la industria audiovisual contemporánea y aportan herramientas para la protección y fomento de la diversidad cultural. En la presentación participaron figuras como Manuel Palacio o Gumersindo Lafuente.

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