La artillería verbal, una reflexión

I.- El nivel de enfrentamiento, de momento verbal, en el que está deslizándose nuestro debate político, empieza a ser peligroso. Recalco lo de “verbal” porque en la vida diaria de la sociedad española no observo, salvo excepciones, tal grado de crispación o espasmo. Insisto en que no siempre ha sido así, aunque cada vez que ha gobernado la izquierda se han producido fenómenos de deslegitimación del poder político. Aquel lejano “váyase, señor González” suena hoy a amabilidad versallesca. En mi larga experiencia, en diferentes etapas, en la vida pública, no recuerdo que se acusara a un gobierno democrático de violador sistemático del Estado de derecho, de golpista, de dictatorial, de traidor a la patria y, además, mentar a la madre del presidente y afirmar que adolece de desequilibrio mental. Y todo lo anterior dicho no por alguien ebrio de vino en la barra de un bar, sino por exponentes de cargos institucionales o responsables políticos que aparecen en los medios y pueden influir en el pueblo soberano.

II.- Ahora bien, ¿cuáles pueden ser las causas de este desenfreno o descarrío en la ofensa, el agravio o la descalificación? En mi opinión, unas son más estructurales o generales y otras quizá más coyunturales y propiamente hispanas. Entre las primeras situaría el crecimiento y desarrollo de la ultraderecha en el mundo en general y en la Unión Europea en particular. Una derecha radical, en su forma fascista, que fue derrotada en la II ª Guerra Mundial, estuvo amagada o soterrada durante treinta años hasta que empezó a levantar cabeza a partir de la contrarrevolución “liberal” de los años 80 del pasado siglo, liderada por Thatcher, Reagan y acólitos. Conviene, de vez en cuando, recordar que la ultraderecha suele ser hija del ultraliberalismo, en especial en la actual fase global o mundial del sistema capitalista. Los excesos en privatizar a troche y moche, desregular, desfiscalizar, desnacionalizar, desindustrializar y deslocalizar sólo han conducido a que una parte menor de la sociedad se forre y que la mayoría quede cada vez más desprotegida, es decir, que aumente la desigualdad y, ahí donde existe, a debilitar el Estado de bienestar. Una mundialización dirigida, en esencia, por las grandes corporaciones financieras, tecnológicas y mediáticas, ayunas de controles democráticos y de reglas a nivel eficiente. Lo cual, por paradójico que parezca, produce efectos perversos en forma de nacional populismos excluyentes del tipo “America first” de Trump que recuerda al alemán Deutschland über Alles de antaño. Esta coyunda entre ultraliberalismo económico y nacionalismo político tiene como fruto podrido, entre otros, la xenofobia antiemigración de tan nefastos resultados. Si comparamos los idearios de partidos ultras, por ejemplo en la Unión Europea, podremos observar ciertas constantes: desde luego bajar impuestos, euroescepticismo, negacionismos varios —cambio climático, violencia de género etc.—, aversión al movimiento LGTBI y al feminismo, repulsa del sindicalismo de clase, versión de una libertad negativa sin asomo de igualdad y rechazo de la emigración, aparte de una falsa exaltación del patriotismo. En una palabra, un cóctel explosivo que, por desgracia, atrae a amplios sectores de la población que se sienten desprotegidos, amenazados e inestables ante un incierto futuro. Todos ellos fenómenos tóxicos que también anidan en nuestros lares.

El gran mérito de la UCD de Suárez fue comprender que una Constitución de las derechas no valdría para todos, y optó por un consenso amplio que ha sido clave para el devenir de España y su democracia

III.- En su aspecto, esperemos, más coyuntural o hispano, el fenómeno tiene sus particularidades. El primero hace referencia a la evolución de la derecha española. En el llamado periodo de la Transición, que prefiero denominar de conquista de la democracia, el centro-derecha, agrupado en la Unión del Centro Democrático (UCD), contenía elementos ideológicos y programáticos que, de alguna manera, habían confrontado o disentido con la dictadura, junto con otros que procedían del régimen dictatorial. En la UCD recalaron la mayoría de los actores que habían participado en lo que el franquismo y sus voceros mediáticos llamaron, despectivamente, “el contubernio de Munich”, y que fueron reprimidos con destierros y exilios. Entre ellos se encontraban personalidades cristianodemócratas, monárquicos liberales, socialdemócratas, nacionalistas catalanes y vascos, que ocuparían cargos relevantes recobradas las libertades. Esto explica, en buena medida, el que se pudiera llegar, con la izquierda, a los consensos de 1977/78, a la amnistía, a los Pactos de la Moncloa y a la estupenda Constitución que tenemos. No hay que olvidar que, en las primeras elecciones democráticas de 1977, la UCD, junto con la alianza Popular que lideraba Fraga y los “siete magníficos” ministros de Franco, obtuvieron la mayoría absoluta de escaños. Sin embargo, la Constitución de 1978 fue, esencialmente, un pacto entre el centro derecha –UCD— y la izquierda —PSOE, con apoyo del PCE—. Porque, a veces, conviene refrescar la memoria y constatar que Alianza Popular se opuso a la legalización del PCE —creo que también lo calificó de “golpe de Estado”—, no votó a favor de la amnistía de 1977 —eje central de la reconciliación nacional—, no asumió el Título VIII de la Constitución —el sistema territorial de autonomías— y varios de aquellos “ magníficos” votaron en contra de la Carta Magna. Por eso, el gran mérito de la UCD de Suárez fue comprender que una Constitución de las derechas no valdría para todos, y optó por un consenso amplio que ha sido clave para el devenir de España y su democracia. Lástima que al final los sectores más a la derecha, política y económica, dinamitaron a la UCD y crearon, años después, el Partido Popular con Fraga Iribarne a la cabeza. El presidente Suárez intentó salvar los muebles con el CDS —Centro Democrático y Social— pero no tuvo éxito. 

IV.- Parece evidente que dentro del PP han coexistido diferentes tendencias, como suele suceder en grandes organizaciones. Una de ellas era la ultrarradical de derechas que, en un momento determinado, se desgaja o escinde y crea Vox. Un partido que se funda en 2013 con personas procedentes del PP y que adquiere un fuerte impulso a partir, sobre todo, del llamado procés catalán, pues antes no obtuvo ninguna representación. Un proceso secesionista, el catalán, que también estuvo en el impulso que adquirió Ciudadanos, fundado en Barcelona en 2006, pero que sólo alcanzó una mayoría inútil en la comunidad autónoma hasta 2017 y 57 diputados en las generales de 2019. Ejemplo único en la historia de una formación política que, en un cortísimo espacio de tiempo, ha pasado de obtener millones de votos hasta desaparecer. Lo que pudo haber sido y no fue, debido a una mezcla de todos los errores posibles sin mezcla de acierto alguno. Es más que probable que la mayoría de sus votos hayan emigrado al PP o hayan caído en la orfandad, en espera de tiempos mejores. De esta manera, la política española ha quedado delineada por dos grandes espacios con posibilidades de gobierno. De un lado PSOE y Sumar, donde se han integrado los restos del naufragio de Podemos, y de otro el PP y Vox. El primero necesita, de momento, el concurso de diversas fuerzas nacionalistas, de distintas tendencias ideológicas, pero con el denominador común del rechazo a cualquier colaboración con la ultraderecha. Los segundos, por lo tanto, se encuentran, en la actualidad, bloqueados a nivel nacional por cuanto mientras VOX sea necesario para gobernar ninguna otra fuerza política aceptará entrar en la ecuación.

V.- Y este es el dilema de la derecha española y, en gran parte, la razón del griterío espasmódico del debate político actual. O inclinarse cada vez más hacia la derecha con el fin de “tragarse” a VOX y acercarse, o alcanzar la mayoría absoluta o girar hacia el centro, apartándose del discurso de derecha radical, salir del búnker y ser capaz de acordar con partidos nacionalistas de centro derecha o de derecha. Creo que, de momento, la decisión está tomada. La derecha española, fiel a su tradición más inveterada, ha decidido aliarse con los ultrarradicales para gobernar en las autonomías, ayuntamientos y, si fuera posible, a nivel nacional. Y mientras se mantenga en la oposición intentar, por todos los medios, irle quitando votos a VOX adoptando buena parte de sus políticas, lenguaje y descalificación sistemática del gobierno vigente. Esta es la razón, en mi opinión, del fuerte giro hacia la derecha del PP y, en consecuencia, de la crispación actual. Una política que tiene sus riesgos, como todas, pero que en este caso los riesgos se están transformado en daños para las instituciones, para la cultura democrática del país y para su propia unidad. El escándalo de la renovación del CGPJ; la deslegitimación del sistema político —dictadura, violador de la separación de poderes, España se rompe etc.—; la demonización de fuerzas políticas parlamentarias; las falsas denuncias como si España no fuera una democracia plena, pueden producir estropicios de costosa reparación. Además, no está escrito que la derechización del PP vaya a quitarle los suficientes votos a VOX para permitirles gobernar sin su apoyo, y tampoco está claro que, al final del recorrido, el partido que resulte sea capaz de establecer acuerdos con fuerzas nacionalistas más templadas. Por la razón de que una de las claves de la aproximación a la ultraderecha es, precisamente, un radical nacionalismo español incompatible con una visión más plural de España. En fin, no soy nadie para dar consejos y menos a la derecha, pero sería de gran alivio que, dada su “querencia” por la Transición, la Constitución, etc., se aproximara algo al espíritu y las formas de aquella época. Quizá las izquierdas podrían ayudar en esta tarea, por supuesto no entrando al trapo, pero también echando una mano, de vez en cuando, a ese centro que me temo se está quedando bastante huérfano.

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