En el punto álgido del consumismo capitalista, antes del Black Friday y las próximas Navidades, miles de trabajadores de la confección de Blangladesh, epicentro de la explotación de la industria textil, emprendieron una huelga contra las grandes firmas mundiales para reclamar mejoras en sus ínfimos salarios (70 euros al mes) y sus pésimas condiciones de trabajo. Una movilización masiva sin precedentes logró que más de 300 fábricas interrumpieran su producción y no pudieran abastecer a sus clientes internacionales. En términos generales, admitamos que la huelga nos afecta positivamente, pues tiene dos consecuencias beneficiosas para el medio ambiente: disminuye el transporte en aviones de carga de toneladas de ropa y evita que se acumulen parte de los noventa y dos millones de toneladas de residuos textiles que se desechan cada año. Estas cantidades astronómicas dan idea del grave efecto que la moda, la segunda industria más contaminante del mundo, añade a la crisis climática. Pedir a las empresas de moda más grandes del planeta que dejen de abusar del transporte aéreo de mercancías es clamar en el desierto y, sin embargo, habrá que hacerlo por no perder la esperanza de que llegue algún día.
Cada vez que se publican las condiciones en las que se fabrica la ropa que vestimos o se producen tragedias como el derrumbe del Rana Plaza, un edificio de ocho plantas en Bangladesh donde hace más de diez años murieron 1.130 personas, las grandes firmas implicadas hacen propósito de enmienda y aparentes lavados de cara, firman acuerdos de prevención de riesgos y, sobrecogidas por la magnitud del accidente y por la repercusión internacional de las protestas, presionan al Gobierno de Bangladesh para mejorar las condiciones de sus trabajadores. Sin embargo, pasado no mucho tiempo, vuelven a las andadas, porque tienen que competir en un mundo globalizado, necesitan aumentar beneficios, reducir costes y exigir cada vez plazos de entrega más cortos para renovar la oferta cada semana. La disculpa de las compañías es que las normas se vulneran en origen, porque para que sus códigos sean efectivos tienen que redactarlos en lengua local, exponerlos en un lugar visible, comunicárselo a los trabajadores y supervisar su cumplimiento.Por más que impongan códigos de conducta, la mayoría se conforman con poner en la etiqueta de la ropa “made in Sri Lanka”, pero no saben finalmente qué manos confeccionan la ropa, porque los proveedores ocultan los datos más desfavorables, el submundo que se esconde tras ese tipo de rótulo, a veces, seres enfermos, malnutridos, expuestos a gases tóxicos, con yagas en la piel, encerrados en habitaciones mugrientas donde trabajan durante 16 horas diarias.
Tendríamos que hacer un esfuerzo titánico por cambiar nuestros hábitos de consumo desaforado y meditar sobre las consecuencias de la moda mala y barata
Existen continuas denuncias de que cierta ropa es tóxica porque está fabricada con sustancias químicas peligrosas para la salud. Las marcas de moda, para contrarrestar la mala reputación, intentan garantizar el cumplimiento de los derechos laborales tanto como la calidad de los materiales, de modo que lanzan impactantes campañas publicitarias para convencer a los consumidores de que trabajan con materiales reciclados, algodón ecológico y otros componentes orgánicos que apenas contaminan. Con la etiqueta de greenwashing o lavado verde pretenden crear una imagen ilusoria de responsabilidad ecológica para convencernos de que sus productos respetan el medio ambiente. Se trata de argucias publicitarias para vender más y abrirse paso entre sus competidores menos astutos a la hora de utilizar el marketing verde.
La realidad es que las colecciones con materiales reciclados son una parte mínima de su producción y de sus ventas. Lo denuncia Ropa limpia, una red de ONGs que lleva décadas intentando mejorar las condiciones laborales de la mano de obra de la industria textil, demostrando las falacias de las grandes firmas de moda y luchando contra la sobreproducción y el sobreconsumo. ¿Cómo lo hacen? Elaboran listas negras de las empresas que fomentan el consumo excesivo con precios muy bajos, constante renovación del stock, fugacidad del ciclo de producción y distribución global de las promociones. La llamada moda rápida es la que nos incita a consumir como locos, porque los precios son ridículos y el material de mala calidad; ropa desechable o de un solo uso que compramos sin necesidad y sin tener la desagradable sensación de que despilfarramos el dinero. Nuestro poder adquisitivo apenas se resiente si nos gastamos cinco euros en la camiseta de moda. Sería necesario un gran parón planetario para replantearnos el dispararte que supone tirar a los vertederos millones de toneladas de ropa. Tendríamos que hacer un esfuerzo titánico por cambiar nuestros hábitos de consumo desaforado y meditar sobre las consecuencias de la moda mala y barata, confeccionada con el esfuerzo sobrehumano de trabajadores situados en el último eslabón de la cadena de producción, que trabajan a un ritmo infernal, sin derechos, sin contratos, sin baja por enfermedad y con pésimos salarios.
La moda basura contamina por fuera y por dentro. Además de dejar toneladas de residuos, provoca efectos colaterales en el cuerpo y en la mente no solo de quien la fabrica, también de quien la consume; en ambos casos son principalmente las mujeres. Después de tantos años de denuncias, siguen existiendo trabajadoras que viven esclavizadas y compradoras compulsivas incapaces de cambiar de hábitos. Para mejorar la situación de las trabajadoras, reducir el impacto generado por el transporte de mercancías y la contaminación medioambiental, las consumidoras tenemos parte de la solución en nuestras manos: promover la moda circular, reciclar, reutilizar y alquilar prendas de segunda mano para frenar la adquisición innecesaria de la ropa de moda. Un gesto tan simple como revolucionario.
__________________________
Nativel Preciado es periodista, analista política y autora de más de veinte ensayos y novelas, galardonadas con algunos de los principales premios literarios.
En el punto álgido del consumismo capitalista, antes del Black Friday y las próximas Navidades, miles de trabajadores de la confección de Blangladesh, epicentro de la explotación de la industria textil, emprendieron una huelga contra las grandes firmas mundiales para reclamar mejoras en sus ínfimos salarios (70 euros al mes) y sus pésimas condiciones de trabajo. Una movilización masiva sin precedentes logró que más de 300 fábricas interrumpieran su producción y no pudieran abastecer a sus clientes internacionales. En términos generales, admitamos que la huelga nos afecta positivamente, pues tiene dos consecuencias beneficiosas para el medio ambiente: disminuye el transporte en aviones de carga de toneladas de ropa y evita que se acumulen parte de los noventa y dos millones de toneladas de residuos textiles que se desechan cada año. Estas cantidades astronómicas dan idea del grave efecto que la moda, la segunda industria más contaminante del mundo, añade a la crisis climática. Pedir a las empresas de moda más grandes del planeta que dejen de abusar del transporte aéreo de mercancías es clamar en el desierto y, sin embargo, habrá que hacerlo por no perder la esperanza de que llegue algún día.