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De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (II)

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No pretendo sostener que los seres humanos estamos en disposición de dominar las catástrofes y acabar con ellas. Por supuesto que, más bien, parece que –siguiendo la advertencia de Rousseau en su carta a Voltaire– los seres humanos estamos contribuyendo a que se desencadenen catástrofes más intensas o incluso nuevas catástrofes que perturban las fuerzas de la naturaleza. A fin de cuentas, es a eso a lo que llamamos Antropoceno. Bajo el impacto del cambio climático, se intensifican los rasgos que permiten definir a las nuestras como “sociedades de riesgo”. Sabemos que hay fenómenos naturales catastróficos que es imposible eliminar, como lo que antes denominábamos gota fría y ahora Dana

Pero no es menos cierto que hoy contamos con capacidad científica y tecnológica que nos permitirían otro tipo de respuesta. De un lado, nos permitirían atajar el rumbo de incremento del cambio climático, o, al menos, establecer medidas para prever cómo anticiparse y así reducir las consecuencias de esos desastres: el ejemplo es la riada que siguió a la Dana en la provincia de Valencia. Porque las catástrofes, como la de Valencia, no deben ser entendidas como producto inevitable y exclusivo del azar, sino más bien como un fallo sistémico (tal y como definió la Dana de Valencia el director del Instituto de Hidráulica Ambiental de la Universidad de Cantabria, Iñigo Losada, en una entrevista reciente), que es en gran medida el resultado de la ausencia de políticas preventivas que tengan en cuenta los avisos de la ciencia, frente a un modelo de crecimiento y explotación ilimitada de los recursos naturales, aún decimonónico, que explota sin freno la naturaleza, espoleado por la lógica del beneficio. Y, por supuesto, se agravan en función de la arrogancia insensata y de la ignorancia frente a los avisos de la ciencia, por parte de quienes han de anticiparse a ellas para poder gestionarlas y tomar decisiones que salven vidas y reduzcan daños.

Insisto: ya no podemos seguir sosteniendo esa concepción del azar desgraciado, la impotencia del hombre ante los fenómenos naturales. Los conocemos y sabemos bien las posibilidades de ser previsores, de acuerdo con el principio de prudencia y así, aunque no podamos evitar que se produzcan, anticipar la prevención para poder responder mejor a ellos. Pero el problema es que nos falta la voluntad política para actuar decididamente ante aquello que nos enseña la ciencia. Y esa falta de voluntad política tiene mucho que ver con una lógica (la del fundamentalismo neoliberal de mercado, en su afán desregulador) que prima el beneficio de algunos frente a los derechos de los más, comenzando por los más vulnerables, aquellos que necesitan la protección del Derecho y del modelo del Estado social. Es una dolorosa paradoja: si bien, de un lado, ya no aceptamos que el hombre no puede intervenir para prevenir o minimizar los efectos de las fuerzas de la naturaleza, de otro lado, no actuamos en consecuencia. Y por eso, aunque ya no vale aquello de que no hay responsabilidad humana: moral, política e incluso jurídica, porque la hay, por arrogancia e ignorancia ante los avisos de la ciencia y por incompetencia en la gestión de las catástrofes, algunos rasgos de nuestro sistema jurídico y político, como apuntaré en el tercer apartado, complican considerablemente el ejercicio real de la exigencia de responsabilidades políticas y acrecientan entre la ciudadanía la impresión de impunidad de los responsables políticos que no han sabido gestionar el desastre. Eso es letal para el vínculo de confianza entre los ciudadanos y sus gobernantes. 

Insisto: ya no podemos seguir sosteniendo esa concepción del azar desgraciado, la impotencia del hombre ante los fenómenos naturales

Pues bien –como he anticipado más arriba–, por todo ello me parece de todo punto necesario plantear el interés de una cuestión conectada al debate sobre las catástrofes, que es la de la necesidad de revisar las relaciones entre ciencia, técnica y política, sobre todo ante las catástrofes y no sólo ante las calamidades. 

Si aceptamos que vivimos en sociedades de riesgo global, en las que está más claro que nunca que, sin una presunción de fiabilidad, la vida en estas sociedades se desmoronaría, parece evidente la necesidad de obtener esas referencias fiables que nos proporcionan la ciencia y la tecnología, como es el caso de los sistemas expertos, tal y como expuso Anthony Giddens. Mediante ellos, que requieren un uso extensivo de la tecnología de las comunicaciones, hemos alcanzado la presunción de cierta eficiencia y capacidad de reducción de riesgos, que hemos incorporado a nuestra vida cotidiana a cambio de convertir nuestros datos personales en mercancía de ese nuevo y próspero mercado de los sistemas de comunicación tecnológica y la inteligencia artificial y de correr riesgos de fraudes. Como decía Giddens, se trata de “compromisos anónimos sobre los que se sostiene la fe en el manejo de un conocimiento del que una persona profana es en gran parte ignorante”. Cada vez que acudimos a un hospital, consultamos nuestras cuentas bancarias o hacemos gestiones con ellas, preparamos online un viaje, o, desde luego, cada vez que los gestores públicos quieren prevenir o gestionar emergencias, acudimos a esos sistemas expertos, y aunque no conozcamos a quienes responden a nuestras gestiones o interrogantes, en hospitales, bancos o agencias de viajes, depositamos nuestra confianza en esos sistemas. 

El problema, a efectos de las catástrofes, no es tanto el fallo de esos sistemas, sino –como señala Ernesto Garzón– la arrogancia insensata, la ignorancia injustificable y la incompetencia de quienes deben adoptar decisiones políticas basándose en los análisis de la ciencia y no lo hacen, por alguno de esos motivos. Y es un problema porque no sólo contribuyen a la magnitud de la catástrofe, sino que fomentan muchas veces un populismo basado en la desconfianza ante la ciencia, tal y como ha explicado Richard Seymour en su Disaster Nationalism. The Downfall of the Liberal Civilisation. Porque creo que la gestión política de esta catástrofe se relaciona con la ignorancia que Garzón Valdés llama “presuntuosa”, pero también con la “ignorancia querida”. 

Me parece evidente que, en el caso del que hablamos, era muy fácil superar la ignorancia de los gestores políticos acudiendo a los avisos de la ciencia

El profesor Garzón Valdés se inspira en Jonathan Glover para definir los dos requisitos que concurrirían en la primera: que sea fácilmente superable y, al mismo tiempo, que esa superación tenga efectos desagradables. Me parece evidente que, en el caso del que hablamos, era muy fácil superar la ignorancia de los gestores políticos, acudiendo a los avisos de la ciencia, mucho antes, inmediatamente antes y durante el desencadenamiento de la Dana. Y no hace falta hablar de los efectos desagradables: es evidente que esos mismos responsables han tratado de negar tener conocimiento de esos avisos o incluso restarles importancia hasta el límite del negacionismo. Para ilustrar lo que llama “ignorancia querida”, que entiende como una forma de autoengaño, Garzón Valdés se apoya en Strawson: en nuestra vida cotidiana, al adoptar continuamente decisiones, preferimos “no saber” algunas cosas, o fingir que no están a nuestro alcance (lo que estaría paradójicamente cerca de la ignorancia presuntuosa): ese tipo de ignorancia “nos envuelve en una niebla protectora de la que no podemos prescindir mientras seamos como somos, es decir, seres vulnerables a las reacciones de los demás y a la verdad desnuda que no pocas veces nos ofende”. Ni qué decir tiene que, en una vida política como la nuestra, convertida en demasiada medida en espectáculo, esa niebla protectora puede parecerle al responsable político un escudo benéfico, pero lo cierto es que se trata de la evidencia de la incompetencia. 

Lo que quiero señalar es que, con frecuencia, las catástrofes son desencadenadas por fenómenos naturales, pero no estrictamente causadas sólo por ellos y, sobre todo, sus consecuencias tienen mucho que ver con las decisiones de políticas públicas. Desde luego, creo que es el caso de esa riada que ha destrozado las vidas de una buena parte de casi un millón de ciudadanos que viven en esas comarcas próximas a la capital, que consiguió salvarse gracias a lo que conocemos como “Plan Sur”, el reencauzamiento del río Turia, una obra de enormes proporciones que se emprendió tras la gran riada de 1957 en la ciudad. No era mucho esperar que el sistema de emergencias valenciano y español (con piezas fiables científicamente, como la Agencia Estatal de Meteorología, AEMET), con el conocimiento y los medios informáticos y de comunicación que permiten monitorizar en tiempo real los episodios meteorológicos, y con el marco normativo jurídico que los toma como referencia, pudiera responder en términos de prevención y de reducción de las consecuencias de la riada. Pero es evidente que se producen y se han producido en este caso disonancias importantes entre las aportaciones de la ciencia y la tecnología de un lado, y las decisiones políticas, de otro. Aun teniendo esos datos en la mano, ni la administración autonómica ni el Gobierno central emprendieron acciones de prevención suficientes a lo largo de los últimos diez años por las que, por ejemplo, se preguntaba al Ministerio de Transición Ecológica en una pregunta parlamentaria de 28 de julio de 2018, poniendo de manifiesto los riesgos que padecían poblaciones como Torrent, Picanya, Massanassa, Catarroja y Paiporta. 

Tenemos un grado suficiente de conocimiento científico sobre las amenazas que comporta el cambio climático. Baste pensar en los informes científicos que explican su evolución y que están transformando en alto grado las condiciones ambientales, como los impulsados por las Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial, que fundaron el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, IPCC, para proporcionar actualizaciones periódicas sobre la evidencia científica sobre el calentamiento global. Basta echar una ojeada, por ejemplo, al informe United in Science, de septiembre de 2019. Esos informes muestran que en Europa hay dos puntos particularmente sensibles: el cambio de las corrientes del Atlántico Norte y la transformación del Mediterráneo en zona cero. Por supuesto, sabemos de la existencia de mapas de zona inundables, de “manchas de inundación” sobre el mapa de territorios habitados, en las que se ha construido sin cesar y sin tomar prevenciones, desechando los estudios como el informe de la OCDE de 2018, sobre infraestructuras resilientes al clima, o iniciativas mixtas de I+D, como el proyecto Adaptare, emprendido en 2022 por Ferrovial y el Instituto de Hidráulica Ambiental de la Universidad de Cantabria, que trata de identificar y evaluar los riesgos a corto, medio y largo plazo, para prevenir y adaptar infraestructuras que puedan resistir a los riesgos del cambio climático, en vertiginosa evolución. La cartografía permite establecer con precisión los mapas de zonas de riesgo, de zonas inundables. Ya en 2003 se estableció un Plan de Acción Territorial sobre prevención de riesgo de inundación en la Comunidad Valenciana: Patricova, que se revisó diez años después y cuya filosofía se incorporó en 2014 a la nueva ley de ordenación del Territorio, Urbanismo y Paisaje de la Comunidad Valenciana que textualmente señala: “Se ubicarán espacios libres de edificación junto al dominio público hidráulico, a lo largo de toda su extensión y en las zonas con elevada peligrosidad por inundaciones”. En el mismo 2013, se creó el Sistema nacional de Cartografía de zonas inundables, resultado de una directiva europea de 2007 sobre prevención de inundaciones: es tan sencillo como consultar la web del Ministerio para la transición ecológica y reto demográfico, que  alberga el Sistema Nacional de Cartografía de Zonas Inundables (SNCZI). 

Lamentablemente, todos estos análisis no se tuvieron en cuenta para introducir modificaciones legislativas, por ejemplo, en la ley del suelo, ni en las ordenanzas municipales sobre construcción, que se aceleró en los últimos años, no sólo en la costa del Mediterráneo, sino en particular en esas comarcas que han sufrido el desastre. Ni las autoridades autonómicas ni las del gobierno central ejecutaron con diligencia las actuaciones que se venían exigiendo desde esas instancias científicas.

Continuará

(Aquí puede ver la primera entrega de esta serie de tres artículos).

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.

No pretendo sostener que los seres humanos estamos en disposición de dominar las catástrofes y acabar con ellas. Por supuesto que, más bien, parece que –siguiendo la advertencia de Rousseau en su carta a Voltaire– los seres humanos estamos contribuyendo a que se desencadenen catástrofes más intensas o incluso nuevas catástrofes que perturban las fuerzas de la naturaleza. A fin de cuentas, es a eso a lo que llamamos Antropoceno. Bajo el impacto del cambio climático, se intensifican los rasgos que permiten definir a las nuestras como “sociedades de riesgo”. Sabemos que hay fenómenos naturales catastróficos que es imposible eliminar, como lo que antes denominábamos gota fría y ahora Dana

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