Bienvenidos al 'Imperio Trump': cada país negociará a partir de ahora con EEUU el precio y peso de sus cadenas

Tenía que ser grandioso. Para este día de la liberación que marca “el primer día del regreso de Estados Unidos”, Donald Trump puso especial cuidado en escenificar uno de los grandes momentos de su incipiente presidencia. Ante un auditorio de industriales, ricos y trabajadores, sacó, como llevaba semanas prometiendo, la que considera su arma mágica, la que puede solucionarlo todo: los aranceles.
Todos los países del mundo estarán sujetos a un arancel mínimo del 10%. Pero sesenta de ellos recibirán un trato especial. Empezando por China, que está sujeta a derechos de aduana del 34%, además del 20% existente. Países supuestamente amigos de Estados Unidos, como Vietnam y Taiwán, se enfrentarán a aranceles del 46% y 32%, respectivamente. Las exportaciones europeas estarán sujetas a un arancel adicional del 20% a partir del 5 de abril. Los productos de Liechtenstein –cuya fuerza comercial se desconocía– pasan a estar gravados con un 37%. Abundan los ejemplos de estas rarezas.
Desde la presentación de esta lista surrealista, analistas y economistas intentan comprender las reglas utilizadas para elaborar las decisiones de la administración Trump. A estas alturas, su veredicto es bastante simple: no hay ninguna.
Todo se ha sumado, fusionado, con un dedo mojado: a los derechos de aduana normales se han añadido derechos específicos para proteger determinados sectores y productos, impuestos específicos como el del transporte, e incluso el impuesto sobre el valor añadido (IVA), que la administración Trump clasifica ahora como barrera aduanera, aunque se aplique a todos los productos. El resultado son los tipos medios más rocambolescos para cada país. Por lo general, la administración estadounidense ha optado por tomar la mitad de la cifra para fijar sus “derechos recíprocos”.
Porque, según Donald Trump, no hay voluntad de poder, ni deseo de represalia o ataque en estas decisiones. En su ya familiar retórica del victimismo, esto no es más que el ajuste de cuentas después de décadas de “robo y saqueo”. “Durante años, los trabajadores estadounidenses se han quedado atrás, mientras otras naciones se enriquecían y se hacían poderosas, a menudo a nuestra costa. Ahora nos toca a nosotros prosperar”, afirmó.
Aunque estas medidas arancelarias habían sido ampliamente anunciadas y, en algunos casos, ya aplicadas contra Canadá y México, los anuncios de la presidencia estadounidense han petrificado el mundo económico y financiero: todo el mundo esperaba que Donald Trump, sin dar marcha atrás del todo, suavizara su postura. “Estamos cerca del peor escenario que temían los mercados”, declaró Ajay Rajadhyaksha, jefe de investigación de Barclays Bank, al Financial Times.
En Wall Street, los índices bursátiles (S&P 500, Nasdaq) se desplomaron en los últimos minutos de negociación del 2 de abril, cayendo más de un 2%. El desplome se hizo global el 3 de abril, y todos los continentes sintieron la réplica uno tras otro. Las acciones de los grupos que más han prosperado gracias a la deslocalización masiva de las últimas décadas, como los fabricantes de ropa deportiva Nike, Adidas y Puma, son las más afectadas. Todos temen el contagio.
Imperialismo más que proteccionismo
Desde hace semanas, los estudios han planteado escenarios a cada cual más catastrófico. El propio Donald Trump no ha descartado “algún trastorno” durante algún tiempo. Todos hablan de un repunte de la inflación, de una ralentización económica en Estados Unidos y luego en todo el mundo, o incluso de una recesión.
Muchos evocan los efectos nefastos del aislacionismo estadounidense de los años treinta y advierten de una vuelta al proteccionismo y a una guerra comercial generalizada que solo puede perjudicar a la economía mundial.
Sin embargo, escuchando al presidente estadounidense y a sus asesores, no se trata de proteccionismo en sus medidas, sino de imperialismo desenfrenado. Convencidos de que “tener acceso al mercado estadounidense es un privilegio”, Donald Trump y sus allegados pretenden hacer pagar a todos los demás países por este “inmenso honor”.
Son tanto más reacios a cerrar las fronteras cuanto que están construyendo toda su política fiscal sobre estos aranceles: en su mente, deberían ayudarles a pagar las bajadas de impuestos que han prometido a los más ricos y servir para reducir la enorme deuda estadounidense. Según las confidencias de un asesor de la Casa Blanca el 2 de abril, la administración presidencial cuenta con al menos 6 billones de dólares de ingresos aduaneros durante la próxima década.
Se trata sólo de una primera estimación. Porque los aranceles anunciados el 2 de abril no son más que la primera base de negociación en la mente de la administración estadounidense. Como señaló Donald Trump en su discurso, pueden cambiar “al alza o a la baja” en función de las discusiones bilaterales que Estados Unidos quiera abrir con otros países.
Los mercados se calmarán, predice el republicano Mike Johnson, presidente de la Cámara de Representantes, cuando los dirigentes extranjeros “se sienten a la mesa” y rebajen sus aranceles a las importaciones estadounidenses.
Negociar el precio y el peso de nuestras cadenas
Para utilizar la expresión del presidente de la República Italiana, Sergio Mattarella, Donald Trump nos está llevando a una época de “servilismo feliz”. Espera que cada país defina su lugar en el imperio estadounidense, que prometa lealtad y que alinee las concesiones económicas y políticas que está dispuesto a hacer. En resumen, que negocie el peso y el precio de sus cadenas al señor estadounidense.
Algunos gobiernos ya han iniciado conversaciones e incluso han tomado medidas antes de los anuncios. Israel, por ejemplo, ha anunciado la supresión de los derechos de aduana sobre todas las importaciones estadounidenses. La Argentina de Javier Milei ya ha iniciado conversaciones con la administración Trump para establecer un “comercio equilibrado” entre ambos países. El gobierno vietnamita ha rebajado algunos aranceles a las importaciones estadounidenses. El Reino Unido dice estar dispuesto a dialogar «lealmente» con la administración Trump para obtener un trato preferencial.
Incluso dentro de Europa, hay tentaciones. Eslovaquia ya ha iniciado conversaciones con Washington. La italiana Giorgia Meloni estudia cómo preservar los lazos especiales que ha forjado con el presidente estadounidense, Elon Musk y sus séquitos. Irlanda, que sabe que está en el punto de mira de Trump, busca la manera de protegerse.
El riesgo de una escalada sin fin
”Tras el día de la liberación llegará el día de las represalias”, predice Luca Paolino, estratega jefe del Banco Pictet. Tras los anuncios de EEUU, el gobierno chino ha declarado su intención de tomar represalias severas. Otros podrían verse tentados a seguir su ejemplo.
La administración Trump ha advertido de que cualquier contramedida provocaría nuevas represalias. Incluso si el presidente exagera su fuerza, puede que no tenga una mano tan fuerte como le gustaría creer: Estados Unidos ya no es el actor archidominante que pudo haber sido en los años ochenta y noventa. Ahora sólo representa el 10% del comercio en un mundo que se ha vuelto multipolar.
Estos riesgos de escalada han llevado a algunos economistas a temer una guerra comercial mundial. “Las reglas del comercio mundial ya no existen. El orden mundial ha desaparecido”, lamentan.
De hecho, las reglas del comercio internacional se abandonaron hace varios años. Los aranceles aduaneros han aumentado más de un 40% en todo el mundo en los últimos cinco años. En cuanto a la Organización Mundial del Comercio (OMC), lleva más de diez años en muerte cerebral. Las negociaciones de Doha, que debían establecer una nueva ronda de liberalización comercial, nunca llegaron a buen puerto.
Un sueño de libre comercio encantador
De hecho, la OMC nunca se ha recuperado de las desastrosas condiciones en las que negoció la entrada de China en el comercio mundial en 2001. Abrir todos los mercados sin ninguna restricción, poner a todos los países a competir entre sí, sin tener en cuenta las diferencias salariales, sociales y medioambientales, en nombre de los beneficios del libre comercio, creó una agitación social y política sin precedentes en los países occidentales. El trumpismo y el auge del populismo en Europa y el resto del mundo se alimentan de esta desestructuración.
“Se han subestimado las consecuencias de la globalización. No se ha querido ver la destrucción social y política, sobre todo entre las clases medias, que ha provocado en los países industrializados”, reconocía recientemente el politólogo estadounidense Francis Fukuyama. El autor de El fin de la Historia es uno de los pocos que reconoce su error.
En las últimas semanas, es más común ensalzar las virtudes del encantador libre comercio, de la “feliz globalización” con sus inconmensurables beneficios. Sin embargo, la globalización ha creado una concentración de la riqueza en unas pocas manos, y una ampliación de las desigualdades que no tiene comparación histórica. Y la competencia no ha impedido la formación de monopolios y oligopolios mundiales cuyo peso e influencia se dejan sentir ahora en todas las actividades humanas.
El probable fracaso de Donald Trump
Al lanzar sus “aranceles recíprocos”, Donald Trump sabe que responde a una cólera popular en Estados Unidos que no ha encontrado otra salida. Más allá de responder a una aspiración populista, ¿cree que sus medidas tienen la más mínima posibilidad de éxito?
Incluso si lo cree, su deseo de reindustrializar el país tiene pocas probabilidades de éxito. Toda política industrial requiere tiempo, visión estratégica, tenacidad, calma y paciencia. Las decisiones inoportunas y confusas de Donald Trump son todo lo contrario.
¿Qué empresario puede plantearse invertir en el caos que es hoy Estados Unidos? Nada es estable, nada es previsible, ni siquiera dentro de unas semanas. Quién puede tener la tentación de aventurarse en un territorio donde el gobierno se entromete en todo, decidiendo arbitrariamente, con métodos dignos del macartismo, controlando las prácticas sociales y medioambientales de las empresas, interfiriendo en todas partes hasta el punto de obligarlas a abandonar cualquier política de igualdad y respeto a la diversidad? ¿Quién puede confiar en el gobierno de Donald Trump?
Sin demora, los ardientes defensores del libre comercio desenfrenado y descontrolado anuncian lo que muchos venían anticipando: el probable fracaso de la política comercial y económica de Donald Trump. Empeñados en que todo vuelva a ser como antes, repiten una frase trillada: las barreras aduaneras son intrínsecamente perjudiciales.
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Sin embargo, hay ocasiones en las que la protección aduanera es necesaria. Corea del Sur nunca habría logrado despegar económicamente si hubiera permanecido abierta a todos los vientos en sus inicios. Del mismo modo, el desarrollo de ciertas tecnologías, de ciertos sectores, requiere la existencia de defensas mientras despegan. Por poner sólo un ejemplo de la industria de los paneles solares, Europa tardó en comprender el coste de una competencia totalmente desequilibrada con China.
La protección del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático forman parte del mismo proceso: el impuesto sobre el carbono en las fronteras no es más que una barrera aduanera para favorecer la deslocalización de la producción. Son sólo algunos ejemplos. Todas estas cuestiones están sobre la mesa desde hace mucho tiempo.
En nombre del peligro y la irracionalidad de la política aduanera de Donald Trump, se reaviva la narrativa de los beneficios del libre comercio. Pero no puede obviar una realidad: es una de las causas del imperialismo que reivindica el presidente Trump.