‘El odio’ y las reglas de la no ficción

Del libro El odio (Luisgé Martín, Anagrama, 2025) se han dicho estos días muchas cosas pero una no de manera suficiente: que no es literatura a secas, que no es una novela a secas, que no es ficción. El odio es literatura de no ficción: su materia prima no es la imaginación del autor sino los hechos reales. Nadie ha negado estos días que una propuesta como la suya (escribir un texto únicamente a partir del relato de un asesino, sin más miradas) sería inaceptable en cualquier forma de periodismo, también en la que más se acerca a la literatura, que es el periodismo narrativo. Como ese género, que usa las herramientas de la literatura para contar hechos ciertos, es tan próximo, creo que es interesante que sometamos la idea de Martín a un sencillo ejercicio.

Cuando los periodistas queremos escribir un reportaje o una crónica o incluso un libro, le planteamos a nuestros editores un pitch, una presentación breve. Cuál es el enfoque, qué aporta de nuevo, por qué ahora (la percha), cómo lo vamos a armar (en qué fuentes se sustenta), qué planteamiento de estructura y estilo tenemos en mente. El enfoque de El odio, según Anagrama, es “la exploración de la condición del asesino”, pero no hace falta dedicarse a ninguno de los oficios de la escritura para deducir rápidamente que la palabra exploración es incompatible con el abordaje de un solo punto de vista. Hasta para hacer algo tan corriente en la práctica periodística como un perfil (contar quién fue alguien que ha muerto o quién es alguien ha ganado algo o ha destacado por alguna razón), lo que hacemos es incluir una visión tan poliédrica como sea posible para acercarnos al máximo a la realidad. 

El autor ha reconocido que no ha sido despiste, sino propósito: “Me resultaba distractivo cualquier punto de vista, especialmente el de Ruth Ortiz”. Una asunción que evoca directamente aquello de “no dejes que la realidad te estropee una buena historia”. Darle todo un libro al relato de una sola fuente, cuyas credenciales son además ser maltratador de su exmujer y asesino de sus hijos, es el error fundacional de Martín y uno que no me explico cómo pudo avalar una editorial tan exquisita como Anagrama. Si su primer contacto no hubiera sido el asesino, sino su víctima viva, seguramente ahí habría acabado el libro y eso es exactamente lo que tendría que haber pasado. No es fácil, pero nuestra primera responsabilidad como personas que escribimos es saber cuándo no hay camino.

Darle todo un libro al relato de una sola fuente, cuyas credenciales son además ser maltratador de su exmujer y asesino de sus hijos, es el error fundacional de Martín y uno que no me explico cómo pudo avalar una editorial tan exquisita como Anagrama

No en el primero, pero sí en el segundo comunicado, Anagrama reconoce que “las obras que se inspiran en hechos reales, como es el caso de El odio, requieren de una dosis doble de responsabilidad y de respeto”. A mí me parece que un libro que reproduce el testimonio de un asesino sobre su crimen no es exactamente una obra sólo “inspirada” en hechos reales, pero aceptemos barco. Manejar una materia tan sensible y poderosa como los hechos reales conlleva responsabilidad, respeto y, añado yo, honestidad. Los periodistas hace tiempo que ya no decimos eso de la “objetividad”, que no existe, sino que hablamos de la honestidad: esto es lo más cercano a la realidad que, con mi oficio y trabajo, he podido presentarle. La propuesta de El odio es deshonesta de base: no sólo no buscó el valiosísimo testimonio de la víctima viva, ni contrastar con ella informaciones que perfectamente podrían ser mentiras del asesino a las que se les ha regalado el pábulo del papel de buena calidad, sino que tanto autor como editorial ocultaron a Ruth Ortiz que iban a publicar un libro sobre el hecho más devastador de su existencia, su vida privada y la de su familia basándose en las palabras del asesino.

Y ahí ya hablamos no sólo de oficio, sino de ética y, lo dilucidarán los tribunales, de ley. La creación literaria no está por encima de todo y sus límites los marca el mismo artículo 20 de la Constitución que la protege: el respeto al derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia. Si el autor sólo quería explorar la condición del asesino, podría haber elegido tantos otros. Pero escogió uno que no es un asesino a secas. Es un asesino en el marco de la violencia de género y la violencia vicaria. Un contexto fundamental que Martín obvia cuando esboza algunas razones que, a su juicio, pueden haber provocado el “entusiasmo” de José Bretón por darle un libro (¿o quién le está dando un libro a quién?). Se olvida de una que quizás termine declarada como quebrantamiento de condena: seguir haciendo daño a su víctima, hacer lo que tenía prohibido para que eso no ocurriera, que era comunicarse con ella. Qué mayor altavoz que un libro y una polémica nacional. 

El autor dice que no contactó con la víctima porque no se habría “atrevido a mortificarla con indagaciones”, a lo que es fácil responder que un libro con el relato de su maltratador y asesino de sus hijos sin duda tiene mayor potencial mortificador. A sus preguntas podría no haber respondido, pero ante la bomba de la publicación ella no ha tenido opciones, se enteró por los medios. De todas las cosas que se han dicho una se ha dicho demasiado, irritante: que proteger los derechos fundamentales y la memoria de una víctima viva y dos víctimas muertas es “censura”. 

La creación literaria tiene herramientas para contar el horror humano sin la necesidad de provocarlo. La literatura y el periodismo, y sus creaciones mestizas, no están por encima de todo, y lo que clama al cielo es que haya que recordar eso. El asesino de marras le dice al autor que se alegra de que sea un escritor y no un periodista. Y ahí, me parece, está todo.

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