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Perversión

En los relatos infantiles –y no tanto– existen unos personajes menores de aspecto siniestro y talante malévolo. Pienso en la historia de La Bella Durmiente que Disney llevó al cine de manera magistral. La hechicera Maléfica guardaba recluida en su castillo siniestro una horda de seres incalificables a los que utiliza en el momento oportuno, armados de picas y alabardas, para intentar detener la huida del príncipe e impedir que salve a la princesa dormida.

Dicho sea de paso, me parecen totalmente machistas los cuentos que presentan a las princesas y los príncipes bellos e impolutos de pureza virginal y adorables, mientras que las brujas resultan ser perversas y rematadamente malas. Pero para el objetivo de este artículo me vale el símil inicial.

Se diría que aquellos individuos contrahechos y distorsionados, en apariencia menores, son fruto de la deformación de la mente humana y de la febril imaginación de sus autores cinematográficos o, en este caso, del propio escritor, Charles Perrault. Pues como todos sabemos, las brujas no existen ni tampoco los entes del submundo de las tinieblas. (¿O sí?) A pesar de ello, estos personajes me han dado siempre que pensar. ¿Viven almacenados en las dependencias de su señora hasta que son llamados a la acción? ¿La finalidad de su existencia es atender a la petición que se les exija? Y un gran interrogante: ¿qué ganan con ello?

Muchas veces, la realidad supera a la ficción, y en nuestro contexto terrenal he podido darme cuenta de que los que creía meras entelequias o seres infernales, tales como los íncubos, súcubos y gárgolas (las de Notre Dame son impresionantes) existen no solo en los frisos, columnas, cubiertas y arbotantes de las iglesias y catedrales, sino en la vida real, con forma humana, pero obedeciendo a similares criterios. Solo que, en nuestro caso, adoptan las formas de organizaciones, asociaciones y colectivos con supuestos y embarullados estatutos, normas e ideales que formalmente respetan las normas jurídicas que las sustentan, pero en su última ratio (su verdadera finalidad) son sumamente preocupantes para un Estado de Derecho democrático, en el que se mueven como pez en el agua y al que, a la larga, socavan y eventualmente destruyen sus estructuras más básicas. En tiempos de tranquilidad pululan por ahí haciendo y deshaciendo asuntos menores, pero cuando les llaman aquellos a los que se deben, se activan como legión fiel al líder y actúan como soldados de terracota hasta el final, disponiendo todas sus armas, que en los tiempos actuales no son de destrucción física sino constituidas en argumentos jurídicos más o menos disparatados, o incluso aparentemente solventes, a modo de utensilios letales dirigidos a obtener la destrucción del enemigo.

Actores imprescindibles

En esta configuración de las denominadas guerras híbridas se precisan, además, dos actores indispensables que son el judicial, que se encarga de acoger tales planteamientos y sancionarlos, y el mediático, que asume el papel de difusor de la resolución definitiva y previamente definida.

Tal pléyade de autómatas, casi siempre los mismos, acceden a las salas de los tribunales en muchas ocasiones solo para hacer el ruido necesario que precisan aquellos concretos medios informativos para esparcir la especie. Se podrían llamar Manos Limpias, Hazte Oír, Abogados Cristianos, Liberum, Libertad e Identidad u otras varias más de sello ultraderechista e intenciones en apariencia ocultas. Su actuación tiene como beneficiario principal directo o indirecto al Partido Popular, que intenta desplazar al presidente del Gobierno actual de la Moncloa, para que su líder ocupe su puesto. Y por descontado, al partido de extrema derecha Vox, integrado en una red internacional de formaciones con los mismos criterios, con escasos escrúpulos en cuanto a preservar a las instituciones y no menos desparpajo para desechar la verdad. El bulo se convierte aquí en una herramienta básica y el recurso a los tribunales en algo habitual, corrompiendo el discurso político que se allana al judicial y este retroalimenta a aquel, dando lugar a lo que en la actualidad se conoce como lawfare o instrumentalización del derecho con fines políticos.

La acción popular

El arma con el que se producen estas actuaciones, perfectamente coordinadas, simultáneas o motivadoras de la apertura de ciertos procesos judiciales es la acción popular, prevista en la Constitución Española como un mecanismo de participación del pueblo en la justicia, en su artículo 125. Se da el caso de que alguno de los líderes de estos colectivos estuvo recluido en prisión provisional con varias acusaciones graves por sentencia de la Audiencia Nacional, hasta que el Supremo decidió absolverlo y ponerle en libertad. Casualmente, coincidiendo con los momentos en que se estaba gestando una operación de la derecha para acosar al presidente del Gobierno desde varios frentes. La exoneración vino acompañada de la inmediata puesta en marcha de una batería de acciones en los juzgados por parte del grupo de marras. Me maravilla en este punto no solo el hecho judicial que tuvo lugar, sino la prontitud con la que el autodenominado sindicato de funcionarios fue capaz de reponerse de la ausencia de su líder y presentar los fondos suficientes como para iniciar su cruzada, coincidente con la de la oposición.

Todo lo anterior asombra, produce extrañeza e inquieta. Pero, desde mi punto de vista, hay un problema mayor y es la forma en que actúan. Verán, como he dicho, nuestra Constitución consagra el derecho de la ciudadanía a participar en la Administración de Justicia. En el Título VI de la Norma fundamental, que se refiere al Poder Judicial, el precitado artículo 125 expone la forma de tal participación: “Los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales”.

La acción popular, una herramienta que debe servir para defender la democracia, se ha ido deformando a causa del abuso y el sesgo indebidos que han ido teniendo lugar

De otra parte, la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim, art. 101, 270) hace posible que un ciudadano o una persona jurídica se persone en un procedimiento penal aun cuando no se vea directamente perjudicado por los hechos que se investigan. Se trata de alegar que pretende defender el interés público o la legalidad. Eso es suficiente. Por supuesto también tiene su reflejo en el art. 19.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Controversia

Ha habido excepciones. En el año 2007, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo sobreseyó el proceso contra el banquero Emilio Botín en una reñida sentencia que contó con nueve votos frente a cinco. El fiscal y la acusación particular no acusaron al imputado, sólo lo hizo la acusación popular y el argumento para el sobreseimiento fue el artículo de la LECrim que mantiene el deber de archivo por parte de los jueces, si la Fiscalía y la acusación particular no plantean acusación alguna.

Un año más tarde, y también con un proceso en que intervenía la acusación popular, el denominado caso Atutxa, el Supremo tomó una decisión diferente. En esta ocasión no existía acusación particular y el fiscal retiró los cargos, pero el tribunal mantuvo la acción popular. De este modo sentó doctrina en cuanto a que, a falta de un perjudicado claro, la norma es que la acción popular encabeza la acusación. En el caso Noos, en que la infanta Cristina, hermana del actual monarca, se sentó en el banquillo, el juez consideró que la acusación popular era suficiente para continuar el proceso.

Es complejo, ¿verdad? Y también genera controversia entre los propios juristas. La idea inicial de los legisladores fue que la ciudadanía pudiera disponer de un mecanismo cívico para que se persiguieran conductas que la sociedad considera reprochables. El problema es que de una herramienta que debe servir para defender la democracia, la acción popular se ha ido deformando a causa del abuso y el sesgo indebidos que han tenido lugar. Y todo ello redunda en la politización/instrumentalización de la justicia.

Cito aquí el procès en que los jueces hicieron el trabajo a los políticos, o la barra libre de asuntos que se prodigan actualmente cada día, de la mano de acusaciones populares de mal perfil y peores maneras.

Es decir, lo que el artículo 125 pretendía –que el pueblo fuera titular de la Administración de Justicia– se ha convertido en un medio para el ataque político en base a intereses personales o corporativos, volviendo irreconocible a la Justicia, aparte de que esta distorsión se produce también por otras causas relacionadas con el sesgo conservador de aquella y la gran mayoría de sus representantes. Para ellos, la defensa real de los derechos humanos y los de las víctimas (por ejemplo, en los casos de la Memoria Democrática) no existen o se desconocen.

Pisotear el derecho

Mirando atrás, la situación no tiene nada que ver con aquellos casos de Jurisdicción Universal en que la acción popular sirvió para combatir la impunidad de unos crímenes que afectaban a una generalidad de personas, víctimas universales.

Echo de menos aquellas acciones populares en casos como los GAL, los de Jurisdicción Universal (Argentina, Pinochet, Guatemala, Sahara, El Salvador, Tíbet, Gaza, Couso, Guantánamo etc.), crímenes franquistas o Gürtel, entre otros.

Paulatinamente, los oponentes políticos, en especial la derecha y la extrema derecha, utilizan esta figura como medio de acoso y derribo, instrumentalizando lo que significa la institución. Esto, amigas y amigos míos, es lo que está ocurriendo: una apropiación de la acusación o acción popular por parte de determinados grupos y organizaciones que contribuyen al lawfare y a destruir lo que se pretendía fuera una legítima participación ciudadana.

La extrema derecha, como la bruja del relato, cuida y recupera a sus siervos y los lanza a la batalla en persecución de fines espurios. Los juristas debemos reaccionar reclamando cuanto menos una unificación de criterios en los tribunales y juzgados que elimine a esta turba que pisotea el Derecho y degenera los conceptos legales. Han utilizado la Constitución a su capricho, en un ejercicio intolerable de perversión, a la vez que la denostan sin recato.

Mientras tanto, el Poder Judicial y sus representantes permanecen inanes ante los casos reiterados en los que las acusaciones populares se han demostrado hueras, malintencionadas o claramente fraudulentas. Curiosamente, lo que sucede es que en determinados casos que tienen poca prensa o se refieren, por ejemplo, a la memoria democrática, se dificultan por los jueces las acciones populares, exigiendo fianzas absurdas, innecesarias según la propia ley y el Estatuto de las víctimas. Son además desmesuradas, de modo que las asociaciones dedicadas a las exhumaciones de familiares desaparecidos y compuestas, por lo general, por personas con pocos recursos, no las pueden cubrir, abocándolas a la desaparición.

Sin embargo, se admiten acciones populares de asociaciones de fiscales claramente contrarias y opuestas al Fiscal General, que persiguen intereses particulares, como en casi todos los casos. Ello nos deja a los ciudadanos y ciudadanas perplejos ante tal desmesura y descontrol, que celebran los coros mediáticos de siempre, quienes anuncian a la vuelta de la esquina lo que pasa, va a pasar y ocurrirá con un arte mágico de conocimiento propio de aquella maléfica figura del principio.

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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, de 'Los disfraces del fascismo'.

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