Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
IDEAS PROPIAS
Ni siquiera la traición es lo que era (ahora es solo volantazo)
… de la misma manera que ha dejado de haber traidores y ahora, como mucho, hablamos de simples tránsfugas. No parece, desde luego, que sea cuestión únicamente de un cambio en las palabras de las que nos servimos para seguir designando la misma cosa. Como tampoco da la sensación de que nos encontremos ante uno de esos procesos, tan a la orden del día, de mera banalización de lo que antaño se juzgaba como trascendente por completo.
Si hoy parece haber decaído la acusación de traidor, hasta el punto de que muchos tienden a juzgarla como una exageración retórica por completo anacrónica, con toda probabilidad se deba a que, previamente, habían decaído los principios doctrinales, valores fundamentales o referencias teóricas globales cuyo abandono justificaba tan contundente reproche. Sin duda, repudiar todos aquellos convencimientos, o incluso abrazar los de signo contrario, recibía la más dura de las consideraciones públicas, en justa correspondencia a la importancia que se le atribuía a lo que se abandonaba. La distancia que nos separa de aquellos momentos no puede estar más clara: mal se puede en nuestros días condenar a alguien como traidor a la causa cuando ha dejado de haber causas en sentido fuerte a las que traicionar.
Para tomar en consideración cualquier propuesta, los ciudadanos reclaman algo tan sencillo como saber a qué atenerse. A tal punto han llegado los niveles de deterioro de la política
Aunque hay que decir, en aras a la precisión, que el alejamiento de semejante actitud no fue repentino, sino gradual. Hasta llegar a la situación actual hubo como mínimo un paso intermedio relevante, el de las promesas incumplidas. También acerca de eso hemos ido acumulando una notable experiencia. Incluso ya nos sentimos en condiciones de anticipar el argumento al que recurrirá, con total seguridad, aquel que prometió en falso. A buen seguro nos dirá que si incumple lo prometido en su momento es “por responsabilidad”, un mantra de inspiración weberiana que suele ser de aparente eficacia, al menos para intentar aliviar o cuando menos desviar las críticas (aunque, paradójicamente, haga a quien se sirve de él merecedor de otro reproche no menor, el de irresponsable por haber prometido lo que no debía).
Sin descartar que pudiera haber otras estaciones intermedias hasta llegar al punto, ciertamente bajo, en el que ahora estamos, parece claro que la estación término en este proceso de devaluación de los compromisos que asumían los representantes públicos ante la ciudadanía viene representado por esos volantazos que hoy se reprochan entre sí todas las formaciones políticas. Porque, efectivamente, a poco que se analice, el reproche parece funcionar en todas direcciones, aunque si hubiera que centrarlo en los dos grandes partidos a nivel nacional, resulta incuestionable que ambos se disparan con idéntica munición.
Que se disparen con idéntica munición no significa forzosamente que se disparen con idéntica intención. Cuando la izquierda reprocha al líder de la derecha sus volantazos lo hace con el inequívoco propósito de denunciar su inconsistencia, su falta de criterio, su debilidad política o cualquier otra supuesta carencia de parecido tenor. Cuando es la derecha la que reprocha lo mismo al líder de la izquierda lo hace con el claro objetivo de destacar su ambición pura y dura, su apego al cargo, su cinismo político o cualquier otro rasgo que certifique su presunta ansia de poder desnuda.
Pero si nos hemos referido a los volantazos como el último episodio en un proceso de devaluación es porque, a diferencia de los momentos anteriores, en los que el reproche era la traición a unos valores o principios, o el incumplimiento de unas promesas, ahora lo que está en juego es algo menos importante. El alejamiento de la senda prevista que supone el volantazo es de otra naturaleza que lo comentado hasta aquí. Para desviarse del camino anunciado con anterioridad no hace ya falta presentar poderosísimas razones, desplegar elaborados argumentos o remitir a trascendentales valores. Basta y sobra con apelar a la conveniencia, al interés inmediato o la oportunidad coyuntural.
Quizá de este proceso lo que más interese destacar sea lo que se ha ido perdiendo por el camino. Porque nada de lo señalado constituye en sí mismo novedad ni, mucho menos, sorpresa. De hecho, ha dejado de atribuírsele la condición de traidor al que abandona una ideología e incluso una fuerza política para abrazar la teoría y la práctica de la hasta ese momento adversaria principal. Hoy son ya bastantes los representantes públicos que han llevado a cabo dicho viaje sin ser objeto de tan grave reproche por parte de sus antiguos camaradas. Y, por supuesto, si tamaña benevolencia se le dispensa al que mudó por completo, nada tiene de extraño la que recibe el que se limitó a cometer el pecado venial de no cumplir lo prometido.
Ahora bien, si, de acuerdo con lo anterior, por un lado en modo alguno cabe afirmar que estas actitudes les vengan de nuevas a los ciudadanos y, por otro, no hay formación ni líder que escape a los reproches mencionados, la pregunta que parece desprenderse, de manera casi inevitable, de estas dos premisas es: ¿Qué votan exactamente tales ciudadanos cuando se deciden a apoyar una determinada opción política?, ¿unas siglas?, ¿una marca?, ¿un líder que les inspira confianza? Descartados los grandes principios e ideales, desaparecidos por el sumidero de la historia, y generalizado el escepticismo hacia los programas (que solo comprometen a quien se los cree, como decía aquel cínico), apenas se espera que los representantes públicos no añadan, con sus volantazos, más confusión a la ya existente. Igual todo se resume en que en épocas de incertidumbre como la que nos está tocando vivir nada se valora más que la certidumbre, incluso con independencia de su contenido. O, por decir esto mismo apenas con otros términos, para tomar en consideración cualquier propuesta, los ciudadanos reclaman algo tan sencillo como saber a qué atenerse. A tal punto han llegado los niveles de deterioro de la política.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual' (Galaxia Gutenberg)
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