Volvemos a votar la existencia de Dios (sobre los críticos acríticos)
No tengo por costumbre, por razones que no hacen ahora al caso, leer los comentarios a mis artículos (ni a los de nadie, por cierto), pero por indicación de un amigo leí los dedicados al último que publiqué aquí mismo la pasada semana (Contra la polarización a perpetuidad, 15/01/2023). Agradecí la sugerencia porque hubo uno de ellos que me dio que pensar, muy probablemente en una dirección distinta a la que pretendía su autor. En concreto, me aconsejaba esto: «Señor Cruz, tal vez debería usted, antes de escribir sus artículos para infoLibre, ser consciente de las “simpatías” de un número más que considerable de sus suscriptores y lectores». A continuación, otro corresponsal remachaba este mismo clavo con la siguiente demoledora afirmación: “Igual este señor debería escribir en otra parte“.
El asunto carecería de la menor importancia si no fuera porque en sí mismo resulta revelador de una actitud en relación con las ideas cada vez más extendida y asumida, incluso con entusiasmo, por un número creciente de ciudadanos. Al parecer se trata, según estos, de que los medios que tenemos por nuestros nos carguen de razón, nos aporten argumentos de refuerzo para ratificarnos en lo que traíamos pensado de casa, pero en ningún caso para que pensemos de nuevo y nos planteemos la posibilidad de rectificar en algún sentido aquello de lo que estábamos tan convencidos.
Lo paradójico —y divertido, a qué ocultarlo— del asunto es que semejante actitud constituye una ilustración casi insuperable de lo que intentaba señalar en el artículo. Que no aspiraba a constituir ni una apología del consenso a cualquier precio, ni defender las presuntas virtudes de la equidistancia, ni, menos aún, deslizar una sutil sugerencia de un futuro gobierno de coalición PP-PSOE. En el fondo, la tesis que se pretendía sostener era extremadamente sencilla y tenía que ver con otra cosa, de muy diferente naturaleza. Se trataba de llamar la atención acerca del hecho de que la forma crispada que viene adoptando últimamente entre nosotros una, por otra parte, inevitable polarización (obviamente, en cuestiones de calado, relacionadas, por ejemplo, con el papel e importancia de lo público, resulta tan lógico como deseable que las grandes formaciones políticas discrepen) no viene a ser otra cosa que un inútil juego especular que, como señalábamos hace un momento, solo sirve para ratificar en sus opiniones a los ya previamente convencidos.
Pues bien, hete aquí que esta era la sustancia de la crítica de mis (poco atentos) lectores: “Haga usted el favor, Sr. Cruz, de no plantear argumentos que pudieran inducirnos a cambiar de opinión” se diría que coincidían en afirmar. La actitud tiene poco de nuevo, ciertamente, pero tal vez resulta particularmente lamentable en personas que se reclaman de un sector político-ideológico —de izquierdas, se entiende— que históricamente había reivindicado cosas tales como la necesidad de “criticar los valores dominantes”, vieja reivindicación que ahora, por lo visto, incorpora un matiz sustancial: siempre que no sean los dominantes en el ámbito de quien critica, en cuyo caso el mecanismo de la cancelación es de aplicación casi automática.
Lo significativo de nuestros días es el nivel alcanzado: se puede mantener un discurso desatadamente victimista, no ya solo desde un alto cargo sino desde un mismísimo sillón ministerial, como si no hubiera más valores dominantes que los del adversario
Así, vemos a diario en estos tiempos cómo muchos de los que, con absoluta desenvoltura y desparpajo, tanto alardean de poner en cuestión los valores dominantes, a menudo lo hacen sin, al parecer, ser conscientes de que ellos no se encuentran en absoluto en una posición objetivamente subalterna, sino incluso al contrario. Es cierto que siempre los ha habido, desde luego, que se dedicaban a hacer apología de la virtud de los vencidos y que, sin cambiar una coma de su discurso, terminaban alineados, de manera indefectible, con los vencedores. Lo significativo de nuestros días es el nivel alcanzado: se puede mantener un discurso desatadamente victimista, no ya solo desde un alto cargo sino desde un mismísimo sillón ministerial, como si no hubiera más valores dominantes que los del adversario.
El desenlace final de esta curiosa deriva teórica-política es que aquella retórica insistencia, que acompañaba indefectiblemente a la mencionada reivindicación, en que el pensamiento ha de ser crítico o no será tal sino mera ideología legitimadora de lo existente, termina significando que hay que ser indesmayablemente crítico… con el adversario, pero en ningún caso con las propias ideas, con las que solo parece aceptable una adhesión inquebrantable (hasta que quien corresponda —¿el líder o lideresa de la formación política con la que simpatizan los adheridos?— decida que hay que cambiarlas y entonces estos peculiares críticos correrán a alinearse, de nuevo sin fisuras, con las nuevas).
Solo puedo tener, por tanto, palabras de agradecimiento para los autores de los comentarios a mi artículo, los cuales, de forma tan generosa como, sin duda, involuntaria, se han ofrecido a ejemplificar con su propio testimonio lo que yo intentaba argumentar sin señalar demasiado. Pero el agradecimiento se ve empañado por un cierto sentimiento de pesar en la medida en que la actitud que sus manifestaciones reflejan no solo parece contaminada de una intolerancia fronteriza con el dogmatismo, sino que, lo que es aún peor, da por descontado en todo momento algo que debería inquietarnos severamente, a saber, que los medios de comunicación genuinamente libres y abiertos, como este, deberían dejar de serlo, arrojarse en brazos del sectarismo y acoger tan solo las opiniones compartidas por una presunta mayoría. Como si lo de tener razón (si algún sentido conserva todavía la expresión) fuera al peso y no dependiera en absoluto de la consistencia de los argumentos aportados. A este paso, ya sabemos cómo se acaba: como en el Ateneo de Madrid en 1936, votando la existencia de Dios.
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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro 'El virus del miedo' (La Caja Books).
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