¡Insostenible!
La liquidación de la Agencia de Evaluación de las Políticas Públicas
A propósito de la desaparición de la Agencia para la Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios (AEVAL) me parece procedente realizar, esquematizados, algunos comentarios.
AEVAL nace, en efecto, en el primer gobierno Zapatero pero, ni con el mayor entusiasmo, podría afirmarse que se tratara de una propuesta estrella. La victoria socialista en el 2004 que, si no me equivoco, no era esperada por quienes dirigían entonces el partido, parece admitido que se debió más a la magnífica reacción popular posterior al atentado del 11M y las burdas manipulaciones del gobierno del PP sobre su autoría. Viene a cuento recordarlo porque la propuesta de creación de AEVAL en el marco de la Ley de agencias derogada por la Ley 40/2015, de régimen jurídico del sector público, no venía integrada en una estrategia integral de reforma de las administraciones públicas tras 12 años de vigencia de la Ley 30/1992 de régimen jurídico y procedimiento administrativo común, promulgada asimismo bajo mandato socialista.
Dicho aún más claramente, la propuesta de creación de una agencia debe entenderse como aquellas que —los que han trabajado en la redacción de programas electorales lo saben bien— se hacen “a beneficio de inventario”, en la casi seguridad de que no tiene oportunidad de llevarse a la práctica.
El modelo agencia no ha encajado en la realidad de nuestro ordenamiento jurídico administrativo por un complejo conjunto de factores, entre los que aquí es de justicia citar la escasa disposición de la mayor parte de los políticos a autorizar un modelo con tan alto nivel de autonomía funcional, de gestión y financiera. Y ello con independencia de la adecuación de tal modelo a los objetivos y los propósitos de la función evaluadora de las políticas públicas, por cierto aún pendiente de ser definida de forma precisa especialmente en lo que concierne a los efectos que se esperaban de su implementación.
Con la AEVAL, como tantas veces en las administraciones españolas, “se empezó la casa por el tejado”.
Lo primero que cabría decir es que en absoluto se trataba de una reforma administrativa. Se trataba, por el contrario, de la incorporación de una nueva función entre las funciones estatales que tenía o debía tener por cometido, ni más ni menos que arbitrar los medios que permitieran valorar las políticas públicas con vistas a poner a disposición del electorado y su representación elementos de juicio que hicieran posible adoptarlas, rechazarlas o mejorar su dotación y recursos. En breve, se trataba o debía tratarse, de una propuesta para mejorar la calidad de la democracia. Y al respecto quiero hacer una consideración que estimo pertinente en este punto.
Juicio sobre la viabilidad de una inversión
En la abundantísima literatura producida en las últimas décadas bajo el rótulo de la nueva gestión pública, la función evaluadora ha sido asimilada a la que en el mundo de la economía mercantil realizan los mercados, singularmente los financieros, sobre la viabilidad de una inversión o un proyecto económico, dentro de un proceso en el que una parte creciente de las decisiones públicas eran hurtadas a las instancias electivas para atribuírselas a aquellas otras que trabajan con herramientas más objetivas que las ideas políticas, preferentemente la respuesta de los mercados. En el marco de un proceso de desdemocratización de las decisiones públicas para mejorar la calidad de las mismas, se pretendía disponer de una “caja de herramientas” útil para garantizar al Ejecutivo una decisión objetiva sobre las mejores políticas a adoptar.
El subrayado anterior es relevante. Esa administrativización/ tecnificación de la función evaluadora tenía como corolario que su implementación se entendía como “cosa de expertos” al interior del ámbito de ejecución de las políticas, el Gobierno y las administraciones públicas. Coherente, como digo, con esa vocación desdemocratizadora de las políticas públicas y contraria a la que postula que las políticas que implementa el Ejecutivo deben estar sometidas al control, el seguimiento y la evaluación de los representantes del electorado, depositarios de la soberanía popular.
Se partía de que la evaluación de las políticas públicas debía corresponder al legislativo y no al Ejecutivo, ya que el Ejecutivo no podía ser juez y parte, salvo en esa visión no democrática de la gestión pública. Era la consecuencia lógica que el gobierno de la época ni los que le siguieron nunca adoptaron. Resalto algunas consideraciones para encajar la nueva agencia en el marco de la Administración General del Estado (AGE).
1.– La originaria orientación ha determinado fuertemente la labor de AEVAL. Con esa visión tecnificadatecnificada se imponía un procedimiento de selección y recluta que permitiera contar con los perfiles más adecuados a la función o, habida cuenta de las dificultades para ello con el vigente régimen de función pública, encontrar un ámbito de la administración que mejor se adaptara a tales requerimientos. La Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) podría haber sido uno de esos ámbitos y quien esto escribe así se lo propuso al entonces presidente de AEVAL y hoy firmante del artículo de Cinco Días, que motivan estas reflexiones.
La razón me parecía y me sigue pareciendo de peso: se trata de una unidad y una función administrativa consolidada, cuya naturaleza y contenidos así como la formación y la experiencia de quienes la ejercen parecía la más adecuada a la incorporación de la nueva función. Los costes de formación para el desempeño de la misma —asunto este en absoluto baladí— parecía serían inferiores a los de levantar una nueva función desde cero. El hecho de que, a través de las intervenciones delegadas, estuvieran presentes en todos los departamentos, organismos y empresas públicas constituía una ventaja adicional frente a una unidad nueva y, por desconocida, carente del prestigio y la aceptación de una función de tan larga tradición como la interventora/fiscalizadora.
2.– Por razones que desconozco y que, por tanto, no puedo juzgar, tal propuesta no fue tomada en consideración y la AEVAL quedó adscrita al Ministerio de las Administraciones Públicas, lo que denota bien ese rasgo administrativizante antes señalado. El mismo que le privó, desde el principio, del conocimiento y el arrope del conjunto del Gobierno, cayendo en una sectorialización que despertaba los recelos de los departamentos a los que se pretendía evaluar.
3.– La selección de las políticas a evaluar merece un comentario específico. En primer lugar hay que señalar que la única definición de las políticas públicas presentes en el ordenamiento jurídico administrativo es la contenida en las leyes que aprueban los Presupuestos Generales del Estado de cada año y son las políticas de gasto. Fuera de ellas no es posible encontrar un cuadro de objetivos, funciones, políticas y resultados esperados que estructuren las actuaciones de la AGE.
4.–Al carecer de una enumeración de las políticas a evaluar por el órgano competente para ello (debo insistir en la relevancia que tal órgano fuera el legislativo y que tal enumeración se hiciera a continuación de la investidura del presidente del Gobierno), no quedaba otro remedio que “salir a buscar clientes”, lo que resultaba coherente con la inspiración neoliberal que en el fondo animaba la propuesta. La selección de los clientes resultaba arbitraria y dependiente de factores tan aleatorios como el conocimiento previo de algún responsable que voluntariamente quisiera someterse al procedimiento evaluador.
El problema estaba en que, salvo contadas excepciones en un ámbito muy reducido, los clientes a los que se contactaba no parecían especialmente interesados en someter a evaluación sus políticas, era otro tipo de producto el que demandaban, con frecuencia el evaluador advertía que pensaban más bien en auditorías de gestión o, especialmente, no acertaban a saber la renta que podían obtener por someterse a tal ejercicio de evaluación.
5.– Los efectos de la evaluación merecen también un comentario aparte. Al principio tenía cierto valor invocar que el Informe de Evaluación tenía como destino el Consejo de Ministros. El responsable de turno podía ver en ello tanto la oportunidad de que su labor fuera conocida en el más alto nivel administrativo y, por ende, que los efectos de tal conocimiento pudieran traducirse en una mejor dotación de recursos para el desempeño de su tarea y hasta, por qué no, en una valoración positiva para su propia carrera política. Pero la experiencia pronto mostró a los clientes que no aparecía ningún género de retribución, ni positiva ni negativa, por efecto del Informe de Evaluación.
6.– Por lo demás, el formato y las características de los informes, les hacían inhábiles para ser elevados al Consejo de Ministros. Y ello, en buena medida, porque por causa de una muy deficiente teoría sustentadora de la labor de los redactores, se convirtió en una acumulación de información, gran parte de ella de escasa pertinencia política, que desalentaba su lectura. En efecto, la teoría alimentadora de la redacción de tales informes se basaba en que la obtención de los criterios de valor que permitían juzgar una política era obtenible de los llamados stakeholders, aquellos sectores de interés en la ejecución de una política que podían tener juicio sobre la misma. Los criterios de valor se amontonaba con escaso orden lógico y más que escasa pertinencia. Sin una previa definición del bien público a cuya producción la política pública pretende contribuir, los criterios para valorarla se convierten en arbitrarios y subjetivos, con frecuencia escasamente relacionados con la naturaleza de tal bien público.
Pero una teoría de los bienes públicos solo puede ser consecuencia de una definición política con amparo constitucional. Es decir, es de suponer que la Constitución vigente define y consagra un elenco de bienes públicos a cuyo servicio deben ponerse las políticas públicas. Si la conservación de la diversidad biológica fuere un bien público constitucionalmente amparado, el éxito de la política para su defensa y conservación debería medirse mediante criterios e indicadores que tengan que ver con el bien a producir y no con consideraciones de carácter general como los permanentemente invocados de las eficacia, eficiencia, etc.
7.– Con este bagaje de inconvenientes y debilidades y perdido el impulso inicial, en buena parte debido al factor sorpresa y al desconocimiento, el proceso de evaluación entró pronto en la inanidad. Las evaluaciones que se hacían no llegaban a donde pudieran tener algún efecto y el interés de los organismos potencialmente objeto de evaluación decrecía en forma acelerada. Por esta razón, las “políticas” objeto de evaluación cada vez fueron disminuyendo su interés objetivo y, desde luego alejándose de cualquier criterio de relevancia política.
El ejemplo más expresivo de lo afirmado es que desde mayo del 2010 —fecha en que la política económica del Gobierno español cambia bruscamente en dirección de lo que luego se ha llamado políticas de reforma estructural y austeritarias— no se ha realizado ninguna evaluación que guardara cualquier tipo de relación con las mismas. Así, hechos tan importantes como la práctica paralización de algunas de las políticas del bienestar de la competencia de las CCAA o la presión operada sobre las administraciones locales, subordinando la autonomía que les otorga la Constitución al principio estructurante de la estabilidad presupuestaria, no han merecido la atención de la AEVAL. Al contrario, se encuentran “evaluaciones” relativas a la formación de los empleados públicos, etc. Lo que muestra dos rasgos que, creo, definen la relevancia objetiva de AEVAL más allá de las declaraciones retóricas.
El primero, bastante obvio, es que el Gobierno del PP nunca ha tenido la menor intención de someter a juicio, por limitado que este pudiera ser, el contenido esencial de sus políticas. Nadie se creería a Rajoy evaluando los resultados y efectos de las políticas emprendidas desde que accedió al Gobierno, particularmente las que supusieron recortes de gasto público tales que han terminado por asfixiar la actividad de las administraciones competentes en materia de salud, educación, vivienda o dependencia. Es esto, creo, lo más relevante a reseñar de los déficits en el desempeño de AEVAL.
El segundo es que tan displicente actitud del Ejecutivo, que en el fondo preparaba la liquidación efectiva de la función evaluadora, ha sido facilitada por el enfoque tecnocrático de la evaluación, un enfoque que ha permitido un nivel de compromiso político nulo del Gobierno y una ausencia absoluta de prácticas de seguimiento de las evaluaciones realizadas por parte del legislativo.
La cultura de la evaluación
Quiero detenerme en este punto porque lo considero de la mayor importancia. A pesar de la enfática declaración de la norma que crea la AEVAL, al propósito de introducir la cultura de la evaluación le faltó, precisamente, ganarse el apoyo y, por qué no decirlo, la complicidad del poder legislativo.
Que se realizara una evaluación sobre el Plan Nacional de reformas que implementaba la Agenda de Lisboa y el Parlamento español no tuviera la ocasión de realizar siquiera un mínimo debate sobre sus conclusiones con la posibilidad de realizar algún tipo de pronunciamiento, creo que pone de manifiesto la inocuidad a la que se condenaron quienes tuvieron las máximas responsabilidades políticas para impulsar la función evaluadora.
La legislatura iniciada en noviembre del 2011 transcurrió, para el desarrollo de la función evaluadora, en un lento pero continuado declive del que son testigos la irrelevancia creciente de las evaluaciones que se encargaban a la Agencia, sin que por parte de la oposición se realizara la menor iniciativa para detener este declive. Así que, cuando forzado por la pérdida de apoyo electoral, el PP tuvo que buscar el apoyo parlamentario negado en las urnas, el partido —Ciudadanos— que primero había formalizado sin consecuencias un acuerdo con el PSOE, en el que se señalaba la necesidad de dotar con más medios y más independencia dicha función, ahora aceptaba reducir el rango e independencia de la institución2, incluyendo además una referencia explícita a políticas sobre las que la AGE no tiene competencias y que parece explicarse solo en el contexto de la ofensiva por vaciar de contenido el Título VIII de la Constitución que comparten los dos partidos de la derecha.
Se trata de un paso más que ni el PSOE en sus momentos más neoliberales ni el PP, ocupado en tareas “más serias”, se atrevieron a dar. Con el impulso de Cs y la aquiescencia cómoda del PP, la evaluación recupera, sin avergonzamiento alguno, la originaria condición que tenía entre los teóricos de la gobernanza, una posibilidad de excluir del ámbito de las decisiones políticas, esto es, de las que corresponden adoptar a la ciudadanía, una buena parte de las mismas so pretexto de su complejidad técnica. Solo la opinión de aquellos sectores que tengan intereses acreditados en el desarrollo de la política serán consultados, en un evidente salto cualitativo en la tendencia a sustituir la legitimidad democrática por la legitimidad mercantil3.
Resultan algo patéticos los lamentos de quienes ahora descubren el valor de la evaluación al margen de los procesos de des democratización de los que forma parte. La legislatura que comenzó con las elecciones de marzo del 2004 venía arropada por un momento de esperanza colectiva que alcanzó su zenit en la magnífica respuesta del pueblo de Madrid ante los salvajes atentados del 11M y el repudio ante los intentos de manipulación sobre sus responsables por el Gobierno del PP de la época. Todos los propósitos reformistas del primer Gobierno de Zapatero eran saludados por una parte mayoritaria de la sociedad española, asustada por la deriva autoritaria de los Gobiernos de Aznar. La evaluación de políticas hacía parte objetivamente de este propósito reformista y democratizante, pero sus responsables políticos confundieron este contenido con el de una vaga y equívoca oleada modernizante que sería, con el tiempo, fácil presa de la hegemonía ideológica neoliberal. Aquellos barros trajeron estos lodos.
Al pensar y discutir la función evaluadora en esta segunda década del siglo XXI, no hay más remedio que inscribir esta reflexión en el marco de las transformaciones que está sufriendo el Estado y las administraciones públicas. Su supeditación a los imperativos de los mercados financieros y la lógica de la deuda (“deudocracia”) no permite ser excesivamente optimistas respecto a la recuperación de una función evaluadora que mejore la calidad de las políticas y los servicios públicos.
Quienes se encuentren comprometidos con esas aspiraciones deben saber que las mismas no son siquiera pensables al margen del compromiso histórico con la democracia amenazada.
8.– Es necesario y posible instituir con plenitud de facultades una función evaluadora digna de tal nombre pero, para ello, será indispensable pensarla y diseñarla como una expresión del derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, tal y como establece el artículo 23 apartado 1º de nuestra Constitución.
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Creo que es este el único punto en el que estoy de acuerdo con el texto de Garde.
Es difícil advertir cuanta “independencia” se pude ganar cuando una unidad administrativa pasa de ser una Agencia con autonomía de gestión y patrimonio propio a una Subdirección General. Cualquiera que conozca un poco las administraciones públicas podría responderlo.
¿Quién controla que las políticas sirven de algo? La falta de evaluación dispara el riesgo de una reconstrucción a ciegas
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Se ha llamado a ese proceso la sustitución del pueblo de las urnas por el pueblo del mercado.
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José Errejón es administrador civil del Estado.