La prioridad es la salud. ¿De quiénes?

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Una de las pocas afirmaciones que nadie pone en duda, sea cual sea su sesgo ideológico o partidario, es ésta: la prioridad de prioridades, en esta pandemia, es la salud. Menuda obviedad, me dirán. Sí, porque es obvio que, frente al covid-19, todos los esfuerzos se han de ordenar a garantizar al máximo posible la vida de los ciudadanos. Y en aras de esa única certeza, se han pedido sacrificios a la población, se ha producido un auténtico vuelco en los hábitos de vida de los particulares y las administraciones han reconducido sus objetivos y recursos a obtener el mejor resultado: salvar vidas

Semejante obviedad, que hace pasar como evidente que se trata de un esfuerzo común en aras de un bien común, no carece, sin embargo, de zonas grises o, por mejor decir, de algunos aspectos menos visibles sobre los que conviene tratar de ofrecer criterios o, al menos, argumentos para establecerlos. Voy a referirme a tres de esas zonas grises, algunas de las cuales deberían encontrarse, a mi juicio, en zona de la máxima certeza.

Sigamos con el universal: las vidas de todos, sí. Pero hay vidas que hemos de garantizar primero si queremos asegurar las vidas de todos. Me refiero, claro, al personal sanitario, al que, además de aplaudir a las ocho de la tarde, hay que ofrecer seguridad en su trabajo, proporcionar los mejores recursos posibles y asegurar, en la medida en que sea factible, rotación y descanso. Nadie lo discutirá, creo. En buena medida, el juicio sobre la gestión (que, recordaré, no debe recaer sólo ni aun prioritariamente en el Ministerio, aunque la esté dirigiendo, sino en las Comunidades Autónomas), tiene este primer punto de referencia: ¿estamos poniendo todos los medios adecuados al respecto?

Una segunda zona gris afecta al riesgo de lo que, a falta de otro término, acepto en llamar edadismo y sobre el que han escrito con mucho acierto los profesores Cabezas, Cardona y Flores, coordinadores de un libro a mi entender imprescindible: Edad, discriminación y derechos. Me refiero a esa forma de discriminación que se ha revelado en toda su crudeza con motivo de la pandemia y que parece considerar justificado relegar como prioridad a quienes han superado una edad (al menos 65; no digamos de 80 en adelante), casi como si aceptáramos el lamentable argumento de que, "al fin y al cabo, ya han vivido lo suyo" o, peor, "es natural, ya era muy mayor".

En un primer momento parecía que no nos preocupábamos tanto –quiero creer que ahora sí– cuando las cifras de muertos afectaban a ancianos, porque era “natural”. Pero esa “naturalidad” adquirió las dimensiones de algo parecido a un infierno cuando comenzamos a conocer la ferocidad con la que se cebaba la pandemia en las residencias de ancianos. No ejerceré el cinismo del “no hay mal que por bien no venga”, pero algo que parece que ahora todos tenemos claro es que una prioridad política es la revisión del régimen de concesión, funcionamiento y supervisión de esos establecimientos, sin duda necesarios, sin duda en su mayoría bien gestionados (aunque el debate sobre las prestaciones médicas obligatorias en centros concebidos como meramente asistenciales está lejos de concitar unanimidad), pero que presentan zonas no grises, sino de auténtico espanto. El extraordinario trabajo de investigación que esta realizando el equipo de infoLibre que dirige Manuel Rico será, creo, de gran utilidad para esa inaplazable tarea.

Sé que hay otras muchas zonas grises. Por ejemplo, las vidas de quienes trabajan y de quienes viven en las prisiones, en centros de los que no está permitido salir (los CIE, que no todos han sido desalojados) o de los que no pueden marchar a un lugar más seguro que en el que viven amontonados (el ejemplo del CETI de Melilla). Las de los que viven en la España supuestamente vacía, a distancia de centros y equipos de salud. Las de los que carecen de hogar... Pero permítanme que llame su atención sobre grupos que, casi por definición (por injustificable definición) escapan del universal, porque no son parte de ese "nosotros" que, en realidad, lo usurpa. ¿Qué sucede con quienes no son ciudadanos, con quienes son ciudadanos de segunda, es decir, con los inmigrantes a la espera de un permiso de residencia estable y que se han quedado sin trabajo? ¿Y con los que, lisa y llanamente, no tienen papeles y a los que algún político sigue empeñado en llamar ilegales, todavía hoy? Sé que, afortunadamente, el Gobierno de Pedro Sánchez enmendó el disparate perpetrado por el Gobierno Rajoy mediante el RD 16/2012 que acabó con la sanidad universal. Sé de la existencia de redes solidarias y de la fidelidad al juramento hipocrático del personal sanitario. Como me constan los esfuerzos del equipo ministerial que dirige el Sr Escrivá en el Ministerio que ha unido la Inclusión con la Inmigración, algo que tiene muy claro la Secretaria de Estado, la señora Hanna Jalloul. Pero no basta. Entre otras razones, porque la llave para las soluciones depende de una normativa manifiestamente mejorable, la denominada Ley de extranjería y de una interpretación –a mi juicio desproporcionadamente lastrada del lado del orden público– que administra, obviamente, Interior.

Y no debe ser así. Las razones son evidentes y lo han explicado los firmantes de un manifiesto publicado recientísimamente en Francia, en Le Monde: trabajan para asegurar que se recogen los cultivos que nos permiten alimentarnos, en preparar, distribuir, hacer llegar esos alimentos a nuestras casas, en cuidar de nuestros mayores y de nuestros enfermos, practican la solidaridad aunque no tengan un trabajo regular (los manteros que fabrican mascarillas o EPIs), arriesgan sus vidas por las nuestras, porque se sienten agradecidos por poder estar con nosotros. Como dice el manifiesto, “son parte, al lado de los ciudadanos nacionales, de los que toman el riesgo de enfrentarse a la enfermedad, en primera línea, pero como invisibles. Integran ese salariado precario y desvalorizado que en realidad permite la continuidad de la vida de todos nosotros. Con una diferencia: su situación administrativa los hace más frágiles, más vulnerables. La pandemia nos ha dado una lección inolvidable sobre nuestra fragilidad, la de todos los seres humanos. Nos llenamos la boca con la solidaridad, con ese precioso lema de “no dejar a nadie atrás”. Pero nos comportamos como si hubiera, por decirlo como lo ha explicado Butler, vidas que no importan o que importan menos. En estas condiciones, creo, regularizar es dar un paso frente a la fragilidad. Sé que la nuestra no es la situación de Portugal, que ha podido y sabido adoptar esa medida. Pero es que incluso en el plazo inmediato, desde una perspectiva de egoísmo racional, nos beneficiará.

El pasado 17 de abril, el Parlamento europeo adoptó la Resolución 2020/2616 (RSP) Acción coordinada de la UE para luchar contra la pandemia de Covid-19 y sus consecuencias, aprobada por una gran mayoría y sobre la que me ha llamado la atención un trabajo de la profesora Ramón Chornet que he podido consultar gracias a su deferencia, aunque aún no está publicado. Es interesante, porque contiene un apartado que me gustaría que se tomase realmente en serio, para acabar con las zonas grises de las que he intentado hablar en estas líneas. Me refiero al que reafirma el principio conocido como “Una sola salud” y que transcribo: “(la Resolución) Recuerda el principio 'Una sola salud', que refleja el hecho de que la salud de las personas, los animales y el medio ambiente están todas ellas interconectadas y que las enfermedades pueden transmitirse de las personas a los animales y viceversa; destaca la necesidad de adoptar un enfoque de 'Una sola salud' para las pandemias y las crisis sanitarias, tanto en el sector de la salud humana como en el sector veterinario; resalta, por tanto, que debe hacerse frente a las enfermedades tanto en personas como en animales, teniendo en cuenta también especialmente la cadena alimentaria y el medio ambiente, que pueden ser otra fuente de microorganismos resistentes”

El universal al que me refería al principio, obviamente, remite en primer lugar a todos los seres humanos, a la Humanidad. Pero velar por la salud de todos, ahora que somos dolorosamente más conscientes de nuestra fragilidad, nos remite en realidad a un valor más amplio, el de la vida y el de el equilibrio de la vida, que ponemos en peligro con nuestro modelo depredador, con ese crecimiento y explotación sin límites que es simplemente suicida.

Esperanza, sin engaño

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Dicen que cuando las generaciones más jóvenes pregunten dentro de unos años a los más viejos: "Abuelo, ¿qué hiciste tú en 2020?", responderemos: "lavarnos las manos". Pero eso también ha cambiado con la pandemia. Ya no lo entendemos como la actitud de indiferencia de Pilato, que simbolizaba así que no era asunto suyo y por tanto no tenía responsabilidad. Ese "lavarse las manos" es ahora, lo hemos aprendido, un gesto, un compromiso, por la salud de todos, porque todos importan, porque somos responsables de las vidas de los demás.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por Valencia.

Una de las pocas afirmaciones que nadie pone en duda, sea cual sea su sesgo ideológico o partidario, es ésta: la prioridad de prioridades, en esta pandemia, es la salud. Menuda obviedad, me dirán. Sí, porque es obvio que, frente al covid-19, todos los esfuerzos se han de ordenar a garantizar al máximo posible la vida de los ciudadanos. Y en aras de esa única certeza, se han pedido sacrificios a la población, se ha producido un auténtico vuelco en los hábitos de vida de los particulares y las administraciones han reconducido sus objetivos y recursos a obtener el mejor resultado: salvar vidas

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