Decía el académico y economista metido a político Yanis Varufakis que en las reuniones del Eurogrupo descubrió que los argumentos lógicos, racionales, basados en papers, datos y demás no tenían ningún efecto. Según el sorprendido académico, cuando exponía sus argumentos “figuras muy poderosas te miran a los ojos y te dicen que tienes razón en lo que dices, pero de todos modos vamos a machacarte”.
La declaración me pareció chocante: Varufakis acababa de descubrir la política. Siendo más precisos, acababa de descubrir que la política no son las políticas públicas, ni un juego de racionalidad académica. Descubrió que hay otra racionalidad además de la académica: la de los intereses de los Estados, la de los intereses de los lobbies y los intereses de los partidos, la racionalidad del poder, la racionalidad política. Con todos los respetos, qué inocencia y qué ignorancia de las reglas más básicas de la política. ¿Quién de ustedes no se ha encontrado con un superior que se niega a aceptar una idea que propones porque amenaza su poder, su control, su posición política en la academia/empresa/ONG/grupo de colegas?
La política no se entiende sin el conflicto
Cuando leí con interés a Victor Lapuente, en su artículo El victimismo socialdemócrata, en respuesta a mi artículo La socialdemocracia, ¿cómplice o adversaria?, me acordé de la inocencia de Varufakis. El artículo de Lapuente considera mi análisis de las políticas públicas europeas como admirable, académico, racional, digno del Dr Jekyll… pero considera irracional, ideológico, impresionista, de brocha gorda, abstracto, guerrillero, digno del Dr. Hyde la otra parte de mi análisis, el análisis de la politics, de la contienda política, el argumento basado en la racionalidad política, en la búsqueda de la mejor estrategia para que la socialdemocracia aborde el conflicto político.
Partamos de un hecho poco discutible para cualquiera que haya experimentado la política real: la política tiene una dimensión fundamental de conflicto, de batalla y, sí, de ganadores y perdedores. Es un error pensar que en política se puede contentar a todo el mundo a la vez, que el consenso es la solución siempre, que las ideologías deben desaparecer en el centro, que la mejor política es coger cosas “que funcionen” a derecha o izquierda, que siempre hay una solución óptima que todos los actores reconocen como tal y que la lógica partidista no existe. En definitiva, es un error creer que la racionalidad empírica académica ha de ser reconocida automáticamente como lo que hay que hacer por encima de la lógica política. Un pensamiento así, que niega temerariamente el conflicto, la voluntad popular, que conceptualiza la política exclusivamente como las políticas públicas a realizar por los técnicos que saben es, en definitiva, un clásico: el despotismo ilustrado. La apuesta por lo racional académico sin contar con lo racional político. La gestión por delante de la transacción. La burocracia por delante de la política. Todo para el pueblo pero sin el pueblo. El liberalismo que argumenta una racionalidad económica o técnica, de bancos centrales o instituciones internacionales que esconden una racionalidad política muy concreta: el interés de unos pocos.
Porque cuando Lapuente habla de socialdemocracia, de centro, de consenso, de que el proyecto socialdemócrata no es la solidaridad o la igualdad sino la tierra de nadie, el centro político, o cuando argumenta en favor del éxito de políticas como el cheque escolar (thatcherismo a la sueca, lo llama Lapuente) a pocos se nos escapa que en realidad su visión de la socialdemocracia es indistinguible del liberalismo.
No dudo de la buena fe de Lapuente y de tantos otros que abogan por una vía intermedia como solución a los males de la política partidista: hay partidos enteros de personas (UPyD, Ciudadanos) que argumentan que es posible buscar el bienestar colectivo sin derechas ni izquierdas, obviando, intencionadamente o no, que la desigualdad existe y obliga a cualquier proyecto político que busque un mayor bienestar colectivo a reequilibrar y redistribuir los recursos, a priorizar a unos colectivos frente a otros. En si mismo, esa apuesta por el centro como solución es una ideología –otra ideología– que al no tener como objetivo la igualdad perpetúa la desigualdad. Una ideología respetable, por supuesto, pero que al no tener como objetivo prioritario una mayor igualdad no debería llamarse socialdemocracia.
El liberalismo lo tiene claro
El liberalismo, sobre todo sus corrientes menos socioliberales, lo tiene muy claro. La política es una batalla, un conflicto que hay que ganar utilizando todas las armas a su disposición, incluidas el consenso y el acuerdo. O dicho de otra manera: el consenso también es una herramienta para la victoria. El consenso se promueve cuando mejora tu posición presente y sobre todo futura, no antes. El consenso no se acepta si socava tus posiciones estratégicas a futuro, y siempre si perjudica al contrario. Hay que aprovechar toda ventaja política para promover tu marco institucional, para cambiar la polity, lo que te permite a futuro ganar con más facilidad en la contienda política, la politics.
Lo hemos visto en la Unión Europea con el euro, el pacto del euro, el two pack y el sixpack, y lo vemos en España con Cospedal cambiando el sistema electoral de Castilla-La Mancha o con el PP proponiendo una reforma italiana del sistema electoral simplemente para mejorar sus oportunidades de gobernar en el futuro. Lo hemos visto con la reforma de la educación sin ningún consenso, precisamente porque era para ellos estratégica. Lo hemos visto con la Ley mordaza, de nuevo algo estratégico y que dificulta protestas y críticas futuras. Lo hemos visto con la reforma laboral, socavando estratégicamente la capacidad de negociación de los sindicatos, su utilidad y, por tanto, el futuro de aliados clave de la socialdemocracia. Lo hemos visto una y otra vez: las políticas públicas no se diseñan teniendo en cuenta exclusivamente los resultados técnicos, sino que se diseñan en muchas ocasiones con claros intereses políticos a corto, medio y largo plazo. No se busca una mejor sociedad: se busca tu sociedad, una que beneficie a los que te votan, aumente tu base electoral y asfixie la del contrario.
¿Cómo es posible hablar de política o de qué debe hacer la socialdemocracia sin ser consciente de esto? ¿Cómo se puede abogar por “cambiar la dialéctica épica de 'presentar batalla' y pasarnos a una dialéctica de firmar la paz” por llegar a acuerdos y cesiones cuando vas perdiendo con alguien que, en ningún caso, va a olvidar la dimensión del conflicto de la política? ¿Cómo es posible obviar completamente la dimensión partidista competitiva de la ecuación política? Siento ser duro, pero si hay algo irracional e incluso infantil es creer que la política es un episodio feliz de El ala oeste de la Casa Blanca, donde unos sabios técnicos hacen políticas públicas siempre eficientes mirando papers mientras bailan consensualmente de la mano con sus nobles oponentes que también buscan el bienestar colectivo.
Dejando los cabezazos contra la pared
En su artículo de respuesta, Lapuente argumenta que la socialdemocracia no está siendo derrotada. Me temo que no voy a responder a esa afirmación y no lo voy a hacer porque creo que es una evidencia la realidad, en Europa y en España, de la socialdemocracia. Partiendo de ahí, de que no hay tal derrota, su reflexión le lleva a afirmar: “En ocasiones, hay que recortar aquí y allí para asegurar la 'sostenibilidad' del Estado del bienestar”. Y para terminar afirma que negociar a máximos no va a funcionar. Y es lógico.
Si no percibes o valoras la dimensión de conflicto, la existencia de ganadores y perdedores en la política, si crees que el objetivo de la socialdemocracia es por definición el pacto y la negociación, no la igualdad, entonces es lógico pensar que la socialdemocracia no está siendo derrotada, aceptar los marcos institucionales e ideológicos del contrario no es tan malo y negociar a máximos es casi una traición a su esencia centrista y consensual. El conflicto o no existe o no debe existir, no hay derrota, no hay ganadores y perdedores y las políticas públicas no buscan objetivos competitivos sobre la contienda política. Con todos los respetos, un análisis muy alejado de la racionalidad.
A día de hoy es una prioridad para la socialdemocracia, desde la más honesta racionalidad política, dejar de utilizar estrategias que funcionaron en otros contextos pero que hoy ya no funcionan. Es por pura supervivencia política que la socialdemocracia debe analizar si está defendiendo adecuadamente a los más desfavorecidos, a su coalición de electores, o promoviendo sus marcos ideológicos e institucionales de manera efectiva. Debe analizar si la estrategia de negociar y de consensuar en desventaja reformas institucionales que socavan sus posicionamientos políticos es inteligente. Debe preguntarse si los marcos que ya ha asumido no deben ser impugnados o cuestionados. Debe reflexionar sobre como se ha achicado el espacio frente a un oponente con el que siempre habrá que negociar, pero que, no lo olvidemos, es su oponente.
Es cierto. No se puede ganar completamente al choque. No se puede imponer nada, incluso si tienes mayoría. Siempre es necesario negociar y buscar consensos beneficiosos para todos. Pero como cualquiera que ha participado en política sabe, la búsqueda del consenso y la mayoría tiene límites y depende de las circunstancias de la negociación.
Viendo la situación de la socialdemocracia en Europa, ha llegado el momento de analizar si las circunstancias políticas, institucionales e históricas no aconsejan cambiar de estrategia. Ha llegado el momento de dejar los cabezazos contra la pared.
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Ignacio Paredero Huerta es sociólogo, politólogo y becario FPU en la Universidad de Salamanca, donde imparte docencia. Su tesis se centra en las divisiones sociopolíticas Norte-Sur-Este en la Unión Europea, para la cual ha realizado una estancia de investigación en el Parlamento Europeo.
Decía el académico y economista metido a político Yanis Varufakis que en las reuniones del Eurogrupo descubrió que los argumentos lógicos, racionales, basados en papers, datos y demás no tenían ningún efecto. Según el sorprendido académico, cuando exponía sus argumentos “figuras muy poderosas te miran a los ojos y te dicen que tienes razón en lo que dices, pero de todos modos vamos a machacarte”.