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La nefasta influencia de la animalidad: territorialidad y violencia

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En el ser humano sigue mandado su parte animal. Los escasos 20.000 años de “civilización” no han conseguido que supere dos de sus más incrustadas características: la territorialidad y el uso de la fuerza para resolver conflictos. Estas dos características son las que dan sentido, casi unánimemente aceptado, a la existencia de ejércitos y fuerzas de orden público. ¿Tienen sentido en este momento ejército y fuerzas de orden público? Me temo que, en parte, sí. ¿Deberán desaparecer en el futuro de la humanidad? Evidentemente, si queremos una humanidad plena, sin relaciones de poder entre sus integrantes.

El concepto de “territorio” ente los animales está profundamente ligado a su existencia. El animal necesita un lugar en el que la naturaleza produzca lo preciso para alimentarse, sobrevivir y reproducirse. Todas las especies presentan el instinto de conservación y el de la propia especie. Por tanto, defiende ese territorio incluso con su vida, y con los medios que la naturaleza le ofrece. De hecho, la misma naturaleza se autorregula, pero ese equilibrio delicado ha sido trastocado por la existencia del ser humano.

La progresiva complejización de las sociedades humanas dio lugar a que las relaciones internas de cada comunidad y entre las diferentes comunidades se fueran haciendo cada vez más intrincadas. No habiendo superado el concepto de territorialidad ni el uso de la fuerza para mantener su espacio y tratar de agrandarlo a costa de los demás, se hizo imprescindible la creación de guerreros externos que protegieran una comunidad concreta y que trataran de obtener más recursos a costa de otras comunidades, y guerreros internos que evitaran que esos conflictos, que se producen en toda relación humana, provocaran un uso indiscriminado y particular de la fuerza que debilitaría a la comunidad. Habían nacido los ejércitos y las fuerzas del orden, depositarias de la fuerza de toda la comunidad para su defensa, su prosperidad y su fortaleza interna evitando o resolviendo conflictos internos.

El pasar de los siglos no ha cambiado nada en la base que justifica la necesidad de esos dos estamentos. No son productivos para la sociedad, pero reciben sus emolumentos por la cesión de la fuerza individual, cesión necesaria para defender a la sociedad de ataques externos y para separar ese ejercicio de la fuerza o la violencia de cada persona y depositarla en unos estamentos que deben ser neutrales y no favorecer o perjudicar a ninguno de los que aportan su trabajo productivo para mantenerles. Y su obligación de neutralidad viene dada porque la cesión de la fuerza o la violencia no es individualizada, sino colectiva. Tomar partido por una parte de la sociedad sería injusto.

Eso no quiere decir que los integrantes de esos estamentos no tengan sus preferencias sobre la forma en que debe organizarse la sociedad. Pero deben participar, en tanto que ciudadanos, en los foros cívicos de debate exponiendo sus puntos de vista. Y llegado el momento de actuar ejerciendo la fuerza que les ha sido delegada, deben despojarse de sus prejuicios e ideologías y tratar a todos los ciudadanos por igual. Por eso es tan escandaloso cuando renuncian a esa obligación de neutralidad y apoyan descaradamente una opción de organización social. Cuando su ideología puede más que su obligación de neutralidad, y actúan con fuerza contra unos y con suavidad contra otros, no sobre la base de la conducta de cada uno, sino sobre la base de sus propias convicciones. Usan los recursos de todos contra una parte.

Por eso es tan indignante saber que algunos militares de muy alta graduación que han ejercido el poder en la milicia hasta hace muy poco tiempo, con las armas que compra el ejército pagadas con los impuestos de todos, amenacen con fusilar a 26 millones de esos todos. O que con las dotaciones y opacidades que se entregan a los cuerpos de seguridad, se aproveche para buscar formas de encrespar a la ciudadanía (el conocido “síndrome de Sherwood” que ha circulado por las redes, obra de un alto mando de los mossos d’Esquadra, nada que no hubieran practicado ya los nazis o los miembros de ideologías totalitarias) para hacer patente la necesidad de su existencia por un comportamiento violento de una parte de manifestaciones pacíficas a través de infiltrados y de un uso desmedido de la violencia de la que son depositarios respondiendo a la violencia con violencia. Por cierto, no todo se justifica con los “infiltrados”. Como he dicho al principio de este artículo, nuestra animalidad nos hace reaccionar con violencia para resolver conflictos. Cada vez menos. Pero hay algunos más animales que otros así que su pulsión es más fuerte. Y su reacción, más violenta, sin necesidades de provocaciones externas.

Nos decimos civilizados, pero no hemos sido capaces de desterrar la violencia como forma de relación con quienes no tienen nuestro mismo pensamiento (y a veces incluso con los que teniéndolo se atreven a poner en duda alguna de las “verdades inconmovibles” que toda forma de pensamiento tiene) o ejercerla para “educar” (se ha avanzado mucho en este campo pero estamos aún a años luz de desterrarla) o para “amaestrar”, un campo en el que ni se plantea la desaparición de la violencia con otros animales que conviven con nosotros o a nuestro lado sin mezclarse con nosotros. Cuanto más lejano, más legítima e inevitable parece la violencia.

En cuanto a la territorialidad, es tan evidente que cuando se intenta acabar con la misma y crear espacios comunes para los naturales de determinados territorios, surgen siempre voces contra esa creación, como en el caso del espacio Schengen, al que se le culpa de todos los males cada vez que hay una ocasión, o la vergüenza de los “refugiados”, de los “migrantes”. Como diría Rafael Amor “solo soy un ser humano, no puedo ser extranjero”. Ciertamente los recursos de un territorio son limitados por lo que la ocupación de los mismos debe ser controlada.

Nadie se aleja de su territorio familiar si no es por una razón concreta y poderosa. El rechazo de quien necesita ayuda es inhumano, más cercano a la mirada entre atónita y estúpida del rebaño que asiste inmóvil a la forma en que el depredador devora a uno de los suyos, que al de quien solidariamente presta su ayuda a quien está en un momento de necesidad. Eso sin contar con que es típico ser muy patriota (territorial) y defender los recursos propios, pero tratar de apropiarse de los recursos de otros territorios más débilmente defendidos, o aprovecharse de personas de otros territorios con menos capacidad para defender sus derechos. Los “patriotas” de esos territorios no tienen derechos ¡Es el mercado, amigo!

Por eso es tan importante que se impregne a los depositarios de la violencia social, especialmente militares y cuerpos de seguridad que tienen medios para ejercerla, con el concepto de ciudadanía. Con el concepto de pertenencia a un cuerpo social, en el que son meros administradores de las normas que rigen la convivencia y la aplicación por la fuerza de las mismas cuando no queda otro remedio. En el caso específico de los militares, de quienes me ocupo en estos artículos de opinión, es absolutamente imprescindible que sientan que son ciudadanos de uniforme. Y especialmente en nuestro país. Que se abran a los ejemplos de las fuerzas armadas de otros países, en los que los generales y los altos oficiales acuden a su trabajo en transporte público o con su propio vehículo, cuando no en bicicleta o a pie, en los que fuera de los momentos de peligro real para su territorio o las misiones de paz, que afortunadamente abundan desde mediados del siglo pasado, en los que naturalmente las reglas deben ser distintas para conservar la vida y la capacidad efectiva de defensa, deben ostentar los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro ciudadano. Deben convivir con sus paisanos, lejos de las “colonias militares”.

El cuartel debe ser el centro de trabajo como lo es la oficina o la fábrica. Nadie vive en su oficina o en su fábrica. Y sus relaciones han de ser lo más “laboralizadas” posible, con una clara carrera militar, valoración transparente de méritos y ascensos según esa valoración, juzgados por los mismos jueces que juzgan a los ciudadanos corrientes y con las mismas normas y en su caso puniciones que el resto de los ciudadanos. Carece de sentido que la forma de castigo sea en demasiadas ocasiones la privación de libertad. Y con el mismo derecho a expresar sus opiniones, pero sin intentar llevar a término esas opiniones con un uso de una fuerza que no les pertenece porque les ha sido entregada por todos para que cuiden de todos. La concienciación en su etapa de formación debe estar dirigida hacia valores democráticos, de respeto por las opiniones incluyendo las de ellos mismos. La evolución de la sociedad española debe entrar en los cuarteles para que no se miren modelos pasados, sino hacia el futuro y que se avance hacia la creación de unas fuerzas armadas del futuro.

Si alguna vez la humanidad puede sacudirse el yugo de la animalidad de la defensa del territorio y la solución de conflictos por la violencia, no serán necesarios ni ejércitos ni fuerzas del orden. Pero estamos a muchos miles de años de esa realidad. Nâzim Hikmet, el maravilloso poeta turco del siglo pasado, acababa uno de sus poemas con un desiderátum que aún no se ha cumplido:

Cuando mi hijo tenga mi edad

ya no estaré en este mundo.

Pero ese mundo habrá de ser

como una cuna soberbia.

Una cuna que mecerá

en sus pañales de seda azul

a todos los niños

negros

amarillos

blancos.

Y permítaseme acabar este alegato contra la territorialidad y la violencia recordando esa canción que John Lennon compuso y que debería ser el himno de la humanidad que la guiara hacia su futuro para acabar de una vez por todas con la territorialidad y la violencia, ImagineImagine:

You may say I'm a dreamer (Podéis decir que soy un soñador)

Israel-Irán: una mecha encendida

Ver más

But I'm not the only one (Pero no soy el único)

I hope some day you'll join us (Espero que algún día os unáis a nosotros)

And the world will be as one (Y el mundo será único).

En el ser humano sigue mandado su parte animal. Los escasos 20.000 años de “civilización” no han conseguido que supere dos de sus más incrustadas características: la territorialidad y el uso de la fuerza para resolver conflictos. Estas dos características son las que dan sentido, casi unánimemente aceptado, a la existencia de ejércitos y fuerzas de orden público. ¿Tienen sentido en este momento ejército y fuerzas de orden público? Me temo que, en parte, sí. ¿Deberán desaparecer en el futuro de la humanidad? Evidentemente, si queremos una humanidad plena, sin relaciones de poder entre sus integrantes.

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