Del asalto al Capitolio a la amenaza de golpe institucional
El clima geopolítico actual es propio de un cambio de era. Estamos en un momento especialmente agitado, que se podría equiparar al de los tiempos difíciles de la guerra fría. Desde luego, más tenso que los años que hemos vivido la mayoría de las generaciones actuales, que no hemos pasado la guerra de España, los primeros años durísimos de la dictadura de Franco, el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki o la postguerra mundial que vivieron nuestros abuelos.
Se podría decir, también, que el mundo de hoy coincide con la eclosión y el apogeo de la revolución digital, cuyos desarrollos más desregulados retroalimentan las ideas antidemocráticas de los grandes oligarcas tecnológicos, y esta coincidencia explica muchos de los eventos consuetudinarios que acontecen en la aldea global, como el desmantelamiento de lo público, incluyendo el adelgazamiento radical de la administración del Estado en los Estados Unidos, en pleno movimiento de transformación hacia lo que Habermas denomina "una tecnocracia gestionada digitalmente". En otro orden de cosas, y en honor a la verdad, hay que decir que, si bien las máquinas han reemplazado a las personas en muchas de las tareas rutinarias y tradicionales que se realizaron en el siglo XX, las utopías buenistas que se avizoraron en el pasado (todavía) no se han producido: no hemos terminado con el trabajo humano en el sentido tradicional.
De modo que, así como en el siglo XX las guerras mundiales fueron las protagonistas, seguidas de la guerra fría, en el comienzo del siglo XXI la tecnología se adueñó de los cambios más sobresalientes. Ahora vivimos una época nueva con un importante aumento de la crudeza de los conflictos y de la carrera de armamentos. Con la disolución del Pacto de Varsovia y la extensión de la OTAN hacia el este, Rusia quedó sola, sin sus "aliados" naturales; resultado: el despertar de Rusia en sus ansias imperiales. Ahora se observa un retroceso de la política internacional, un gran auge de los nacionalismos y autoritarismos ultras, y los nuevos imperialismos amenazan con llevarnos desde el precario multilateralismo de las Naciones Unidas a la mismísima ley de la selva multipolar de emperadores y reyezuelos.
En efecto, como hemos argumentado en artículos anteriores, vienen tiempos de imperialismos que, sin más reglas que el poder y el interés, sin atender al derecho internacional, buscan reconstruir un reparto del mundo en áreas globales y regionales de influencia de las grandes y medianas potencias. Para así reconquistar viejos espacios y conquistar, por todos los medios, otros nuevos. Las grandes potencias –China, Rusia y USA–, y también otras con aspiraciones como Turquía o Israel, vuelven a mirar a su alrededor con ansias imperiales. Sus objetivos: Groenlandia, Crimea, Ucrania, Palestina...
En medio de todo eso, están las democracias de la UE con sus Estados del bienestar, su educación gratuita para todos y su sanidad pública, grandes avances progresistas que incluso sus enemigos más recalcitrantes cuando los quieren atacar se ven obligados a utilizar argumentos y subterfugios estrafalarios: que si es un modelo caro (para modelo caro el de USA); que si es un modelo ineficiente (en el modelo americano se queda más de la mitad de su población fuera de la protección del Estado), que si los individuos privados hacen mejor las cosas que los individuos públicos (sin comentarios).
Los únicos que están poniendo problemas a Trump en su propio país son algunos jueces y la izquierda demócrata de Sanders y Ocasio-Cortez. No se puede descartar que todo ese tinglado se venga abajo como un castillo de naipes
Mientras, la peculiar democracia de los Estados Unidos, con su gran colección de integristas religiosos y negacionistas al frente, da muestras de precipitarse en la decadencia y la autocracia, y sus famosos checks and balances son incapaces de defender a la mal llamada democracia más vieja del mundo frente a las amenazas de Trump y sus secuaces. Hoy se puede decir que está en un riesgo aún más grave, sobre todo después de blanquear el asalto al Capitolio, para a continuación legitimar un tercer mandato de Trump, al estilo de Putin: los únicos que están poniendo problemas a Trump en su propio país son algunos jueces y la izquierda demócrata de Sanders y Ocasio-Cortez. No se puede descartar que todo ese tinglado se venga abajo como un castillo de naipes, porque no se puede aceptar que un presidente que mienta siempre en todo, actúe como un vulgar matón y pretenda perpetuarse, pueda mantener la ficción de un gobierno y un Estado democráticos.
Pero claro, Europa también tiene su pecado original, además del famoso déficit democrático, y es que en 2005 se perdió en Francia el referéndum del remedo de Constitución europea y con eso se perdió también la política exterior y de defensa común, tan necesaria para una verdadera integración europea, lo que ha dificultado el papel de la UE en el concierto político internacional. Y es que, solo avanzando de manera decidida en dicha integración federal se puede concebir y desarrollar de manera autónoma una industria propia para una seguridad y defensa disuasorias y para una política exterior común de toda la Unión Europea. Por eso, entre otras cosas, nos está costando tanto encontrar un papel propio en la guerra de Ucrania. Por eso, y por no hablar de que Europa se sintió cómoda en su asociación con el bloque occidental bajo el liderazgo y el poderío militar norteamericano. Eso se ha venido abajo de repente y lo estamos pagando muy caro.
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Miguel Souto Bayarri es profesor de la Universidad de Santiago de Compostela y Gaspar Llamazares ex coordinador general de Izquierda Unida.