Sí, es una sentencia vergonzosa María José Landaburu

Esto es como el cuento de nunca acabar. Como La noche de los muertos vivientes, aquella película en blanco y negro que inauguraba –o casi– las historias de zombis. Mi abuelo Claudio nos contaba a mi hermano y a mí historias de muertos que subían por las escaleras hasta nuestra habitación antes de dormirnos. Era su particular versión de una canción de cuna. Los tiempos del miedo te lo metían en las casas. Era como si el miedo fuera la música que acompañaba los sueños, como si los envenenara, como si los convirtiera en una maldita pesadilla. A las puertas de la casa llegaba la corriente desmadrada cuando la riada de 1957 y él no quería dejar la casa porque uno se tiene que morir donde ha vivido toda su vida. Eso decía aquella noche en que río abajo se perdió en Gestalgar un pedazo grande de nuestra memoria. Antes, a comienzos del siglo XX, también se llevó la fuerza incontrolable de las aguas una presa recién construida un poco más arriba de la Peña María. Estaba hecha de arena y piedras. La corrupción no es de ahora. No sé si entonces surgiría de las turbias tripas de la torrentera una extraña especie humana como la que apareció entre el barro, las casas, los puentes, los autos y los muertos y desaparecidos la tarde-noche del 29 de octubre de 2024 en muchos pueblos valencianos. La famosa Dana alumbró, en esas horas escasas, una mancha humana vestida con un chaleco de colorines como si fuera la coraza protectora en alguna guerra mundial. Desde aquel día la sombra chinesca de Carlos Mazón, presidente del gobierno valenciano, se ha ido extendiendo envuelta en la viscosa textura de la desvergüenza, de la falta de respeto por las víctimas y de las mentiras.
Nunca ha mostrado la más mínima compasión y empatía con la memoria de las víctimas y el sufrimiento de sus familias. Al revés: cada comparecencia pública, desde el minuto uno de la desgracia, ha sido para ignorar ese padecimiento, para convertir el dolor de la supervivencia en una burla de dimensiones infrahumanas, para salvar su carrera política por encima de los puentes hechos ruinas y de las vidas que se encallaron entre la broza del arrastre y la ruidosa estridencia del barrizal al paso aciago de la barrancada. Sólo ha salido a la escena pública para llenarse la boca de mentiras. Por eso venimos asistiendo todos los días a un auténtico recitado de embustes, de horarios disparados en no sé cuántas direcciones, de esa insana palabrería con que sus jefes y sus subordinados en el PP han respaldado indignamente las mentiras del jefe de la banda. Desde aquella noche no han hecho otra cosa: trucar los relojes, sacarse de la manga versiones a destajo de la ausencia de Mazón en las horas más terribles de la tragedia. No se les arruga un músculo del corazón a la hora de abrazar las desfachatez de un presidente que lo único que pretende es sobrevivir aunque sea como un muerto viviente en medio del daño y la rabia y la tristeza que la Dana dejó y sigue dejando no sólo en tierras valencianas sino en casi todo el mundo.
Ahí queda para la historia de la infamia el ya tan extendido tiempo muerto que va desde el mediodía del desastre hasta la llegada al famoso Cecopi para coordinar las labores de emergencia ante las ya inevitables consecuencias de la barrancada
El patetismo es la imagen de marca de un PP que no sabe cómo gestionar los destinos de ese zombi que sólo mantiene con un hálito de vida su capacidad para la mentira. Le da igual decir ahora una cosa y al cabo de un rato la contraria. Es la salida a la desesperada de quien se sabe amortizado para el ejercicio de la política, pero que también sabe que tiene difícil sustitución porque hacerlo sería tanto como admitir que el PP tuvo la culpa del horror. Y también porque no hay nadie que pueda reemplazar al zombi con una mínima garantía de ejemplaridad y de eficacia presidencial. La escuela zaplanista sigue siendo ese vivero posible donde escarbar para la sustitución. Y a ver quién se atreve a destapar de nuevo el fantasma de Zaplana para tapar los agujeros de la vergüenza. Hasta Francisco Camps, presidente del PP cuando fuimos el paraíso de la corrupción con la impagable colaboración de su colega Rita Barberá, se está postulando para regenerar un partido que según él y sus viejos scouts de las tramas corruptas tanta falta le hace. Mientras tanto, en la madrileña calle Génova, siguen mareando la perdiz y sudan calores de agosto cuando les nombran a la bicha. “Mi amigo Carlos Mazón”, dijo el alcalde Martínez-Almeida cuando presentó al muerto viviente en un hotel de Madrid para explicar lo que no tiene más que una explicación: la irresponsabilidad política y presumiblemente penal de un gobernante indigno, inútil y sobre todo mentiroso compulsivo.
Ahí queda para la historia de la infamia el ya tan extendido tiempo muerto que va desde el mediodía del desastre hasta la llegada al famoso Cecopi para coordinar las labores de emergencia ante las ya inevitables consecuencias de la barrancada. Las numerosísimas versiones de ese tiempo muerto que han dado Mazón y los suyos no cabrían en la Biblioteca de Alejandría. Pero ahora estamos ante la peor de esas versiones porque se trata de eludir las responsabilidades penales. Siempre dijo que llegó al Centro de Emergencias poco después de las siete de la tarde del 29 de octubre. Ahora, para sortear la posible imputación por parte de la titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 3 de Catarroja, se ha inventado otros horarios para ese tiempo muerto entre el mediodía y las veinte horas y once minutos en que sonó la alerta de emergencias. En esta versión ya no llegó sobre las siete a esa reunión comandada por la consellera, luego destituida, Salomé Pradas, sino que llegó pasada la hora de la alerta, concretamente a las veinte horas y veintiocho minutos. Así de exacto puso el reloj, nada de vaguedades. Piensa que con ese ajuste horario se libraría de no haber ordenado dar la alarma antes de que casi todas las muertes y desapariciones ya se hubieran producido. Porque eso es, entre otras cosas, lo que dice la jueza de instrucción: que las muertes y desapariciones podrían haberse evitado si la señal de alarma hubiera llegado cuando tocaba y no cuando ya nada tenía remedio.
Lo que sé es que este mismo sábado 1 de marzo saldremos a la calle, espero que miles y miles de personas como en las anteriores ocasiones, para exigir por quinta vez la dimisión de Carlos Mazón y que acabe sentado en el banquillo
Vivir de cerca lo que pasó el 29 de octubre es algo que no se olvidará nunca. Escribir sobre lo que pasó ese día y lo que sigue pasando cuatro meses después es insufrible. Cuando paseo por el paisaje devastado de mi pueblo pienso en la memoria que se fue río abajo ese día, en los sitios de nuestra vida que son incalculables como incalculable es la tristeza que nos deja su desaparición. Pero también me vienen a la cabeza la desfachatez, la indignidad y las mentiras de un individuo como Carlos Mazón que no tiene entrañas y a quien le importan un pito las víctimas de la Dana y tanta historia y memoria destruidas por un desastre que eufemísticamente tildan de “natural” y es obra, digan lo que digan las versiones cómplices, de la insaciable vocación destructora del terrorismo negacionista.
No sé qué pasará al final con el ya para mucha gente expresidente del gobierno valenciano. Lo que sé es que este mismo sábado 1 de marzo saldremos a la calle, espero que miles y miles de personas como en las anteriores ocasiones, para exigir por quinta vez su dimisión: y sobre todo para que un día nada lejano veamos a Carlos Mazón sentado en el banquillo de los acusados. Ojalá eso lo vean mis ojos. Y ojalá también que los de ustedes.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.
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