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Joan Ribó y la cabezonería de la razón

¿Quién se acuerda del domingo 28 de abril? Para hacer memoria: se celebraron ese día las elecciones generales y en la Comunidad Valenciana también las autonómicas. El tiempo corre a velocidad supersónica y deja a su paso un arrugado grumo de olvido. Según la hemeroteca, aquellas elecciones eran las más importantes de nuestra última historia. La política había ampliado el foco y después de las elecciones andaluzas la extrema derecha podía condicionar, incluso, el porvenir de la misma democracia. Los hijos de quienes ganaron la guerra mal llamada civil se aprestaban, como el caballo de Atila, a aplastar la hierba de las libertades a su paso. Por eso el 28 de abril la respiración de todo el país se ralentizaba a la espera de los resultados electorales. Tampoco ese día ardió Troya. Lo más espectacular de aquella noche fue el vacío crepuscular a las puertas madrileñas de Génova 13.

La media hostia que tenían los enemigos progresistas y de izquierdas para José María Aznar se quedó en una monumental paliza en la propia cara del campeón mundial de los abdominales. Al día siguiente, y un día después del día siguiente, hablaron los bancos y la presidencia de los grandes empresarios y dejaron bien claro que en este país quienes de verdad ganan todas las elecciones son ellos. Ahí estaban esas voces diciendo a Pedro Sánchez y el PSOE con qué otros partidos tenían que formar gobierno y a qué otros partidos ni agua. Y al tercer día, como dicen que pasa en un famoso entierro bíblico, lo que resucitó fue una vez más el olvido de lo que tan pomposamente decíamos ayer.

Porque va y resulta que lo más importante de aquellas elecciones tan importantes eran las que se celebrarían el 26 de mayo, justo un mes después. Y parece que era verdad ese lío de tiempos mezclados en un rarísimo mejunje de alquimia abracadabra. Ya nadie se acuerda de que todavía no hay gobierno central, ni parece de interés común si finalmente Pedro Sánchez gobernará a solas, con la izquierda o con la compañía dictada sin tapujos por el Ibex 35. Eso ya no importa. Ahora estamos en el 26 de mayo, en ese domingo donde todo el país se miraba en el espejo de Madrid y lo que veía era un paisaje anegado por las lágrimas. “Me moriré en Madrid con aguacero…”, hubiera escrito César Vallejo si no se hubiera muerto en París el 15 de abril de 1938. La tormenta perfecta arreciaba en el Ayuntamiento y la Asamblea madrileños y oscurecía otras derrotas lo mismo de dolorosas en otros ámbitos, seguramente no tan mediáticos ni tan psicológicamente decisivos como el de la capital. Pero también oscurecía lo contrario: en algunos sitios, las políticas llamadas del cambio habían conseguido no solamente sobrevivir sino mejorar los resultados de hacía cuatro años.

En la Comunidad Valenciana, las elecciones autonómicas seguirán dando el gobierno a las fuerzas progresistas y de izquierdas. En la ciudad de València –con uno de esos ayuntamientos del cambio– tendremos lo mismo, aunque Unidas Podemos se haya quedado lamentablemente fuera del consistorio. Pero que Joan Ribó se vuelva a vestir de alcalde es una muestra de que la política, si no es valiente y llena de coherencia, no es política de verdad sino una impostura. En estos cuatro años la ciudad de València ha estado en el punto de mira de las derechas, y no sólo de las derechas valencianas. Era una de las aspiraciones irrenunciables para las diversas versiones –todas las mismas, en el fondo y en la forma– del caballo de Atila. Si repasamos lo que esos jinetes de mirada torva han venido diciendo del alcalde de Compromís no habría bastante con el más voluminoso tratado de la infamia. Como si Rita Barberá no hubiera sido, durante veinticuatro años, la versión más exacta de aquella feroz cabalgadura, las derechas cargaban cada día contra las políticas del ayuntamiento valenciano.

Y ahí han seguido hasta hoy mismo. Como si el PP de aquel ayuntamiento no estuviera todo él imputado por delitos de corrupción, ha sido el equipo de gobierno –formado por Compromís, PSPV y València en Comú– el que no ha parado de recibir en estos años las invectivas de PP y Ciudadanos. El catalanismo y los carriles bici han sido la punta de lanza para unas acusaciones que adquirían algunas veces los tintes teatrales de los mejores esperpentos de Valle Inclán. Y mientras las derechas gritaban con el apoyo –igual que en todas partes– de sus medios legionarios, Joan Ribó y su equipo iban haciendo ciudad. Sin arrugar el ánimo y, sobre todo, sin hincar la rodilla a las denuncias estrafalarias de PP y Ciudadanos, la izquierda municipal ha sabido encontrar la complicidad nada fácil –la coherencia y la política decente casi nunca lo son– de un vecindario que ha sentenciado con sus votos lo que el gobierno de la ciudad tendría que ser y no otra cosa diferente. Como siempre en estos avatares: los barrios ricos han votado a las derechas y todos los demás (absolutamente todos los demás) se han decidido por el progresismo y la izquierda. Los ricos son incorruptibles. Para que luego nos pasemos la vida hablando de transversalidades y otras palabras extrañas. Soy de los antiguos: si las clases sociales no existen, qué demonios existe para diferenciarnos los unos de los otros, para diferenciar la lucha por los derechos sociales y la lucha porque el dinero vaya siempre a parar a manos del dinero.

Yo vivo en Gestalgar, mi pequeño pueblo de las montañas, y no voto en la capital. Pero no la pierdo de vista. Para nada la pierdo de vista. Por eso digo que la ciudad de València ha cambiado. Al menos, en estos cuatro años, se ha visto un proyecto de ciudad, con todas las discusiones que se quiera, con todos los errores que se quiera, pero con eso que decía al principio de estas líneas: la coherencia de quienes la han gobernado a la hora de llevar a la práctica lo que era su proyecto programático. ¡Pobre Giuseppe Grezzi, que ha llenado su concejalía de movilidad de insultos y descalificaciones porque los carriles bici han ganado espacio a los autos! ¡Pobre Pere Fuset, que ha visto cómo los mandamases de las Fallas –activos votantes de las derechas– lo han convertido en un muñeco de esas Fallas, sin saber que esos muñecos –muchas veces– ennoblecen a sus originales! Sé que algunos de estos nombres a ustedes les suenan a chino. Pero son nombres que –como en muchas de sus ciudades, las de ustedes– forman parte de esa historia de la dignidad alejada de los focos centrales de los platós televisivos. Y como esos nombres, otros que han construido durante estos cuatro últimos años una ciudad para vivir y no sólo para engordar el álbum digital del turismo que la visita en número cada vez más considerable. Y tal vez, también, más preocupante.

Las ciudades son sitios que hay que conocer perdiéndonos por sus calles y sus plazas, por sus rincones más desconocidos. Lo decía Walter Benjamin cuando hablaba de los pasajes oscuros de París. No voy mucho a València, pero me gusta perderme por sus calles, por sus plazas, por sus rincones más desconocidos. Y aunque los artículos de opinión sean para hablar más de lo que no nos gusta que de lo que nos gusta, quiero cerrar esta columna con el titular que la encabeza: la ciudad de València ha revalidado las políticas progresistas y de izquierdas, eso hoy tan de moda de los ayuntamientos del cambio. Y en eso ha tenido bastante que ver la cabezonería de un alcalde que no se arredró nunca –como su equipo de gobierno– a la hora de defender la razón por encima del griterío hooligan de las derechas, unas derechas eternamente insatisfechas cuando no son ellas las que gobiernan.

Y, por cierto: ¿se acuerdan ustedes del 28 de abril y de que no sabemos, todavía, si finalmente Pedro Sánchez gobernará a solas, con la izquierda o con la compañía dictada sin tapujos por el Ibex 35? Pues eso.

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