El legado de Armand de Fluvià: un pionero de la normalización democrática

Alberto Mira

A veces se abusa de la palabra "pionero", y a menudo se distribuyen a posteriori papeles en la narrativa histórica. Pero cuando consideramos el papel de Armand de Fluvià en la creación y consolidación de lo que entonces se llamaba movimiento gay desaparece todo reparo o matización. Armand de Fluvià fue un verdadero pionero de la normalización democrática en este país, uno de los pocos pioneros de verdad en lo que respecta a la posibilidad de igualdad legal para gays y lesbianas: como tal, se aventuró en lo desconocido, acotó un territorio, se enfrentó a fuerzas hostiles. Y su papel, en nuestra historia y en nuestra épica, no necesita ser re-escrito o matizado: es único e incuestionable.

Cuando Armand inició contactos que condujeron a la creación de un movimiento gay en España, en 1970 los homosexuales, las lesbianas, existíamos como un cliché concebido como pesadilla del patriarcado, una figura monstruosa o caricaturesca que merecía ser degradada, penada, peligro y fuente de diversión a la vez. La recientemente introducida Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social hacía muchas vidas más difíciles, más arriesgadas. Eran momentos en que por el simple hecho de “ser” homosexual (sea lo que sea eso) uno podía perder el trabajo y acabar en la cárcel, por no hablar de todo tipo de vejaciones en la vida cotidiana. En aquellos tiempos nadie hablaba por los homosexuales: nadie en el espectro político, institucional o disidente, estaba de nuestra parte. Algunos podían escribir sobre nosotros, y en la vida cotidiana podíamos encontrar ejemplos de comprensión, valentía o solidaridad. Pero la vida pública era una losa que hacía todo intento de hablar en primera persona peligroso o frustrante. Así que muchos aceptaron la homofobia y se resignaron a  vivir entre sus resquicios. Es precisamente en 1970 cuando un pequeño grupo liderado por Fluvià siente que había que empezar a moverse hacia el cambio legal y la concienciación política.

Era necesario, en primer lugar, ser consciente de la homofobia no como un simple rasgo normalizado de la cultura sino como un problema, una patología que podía tener solución. Pero, además, había que tener la valentía y la fuerza para llegar a esa solución. En 1970 se acababa de producir un verdadero cambio en el modo en que había que luchar contra la homofobia. Tras varios intentos fallidos, la onda expansiva de Stonewall había puesto  en marcha un movimiento político que aunaba diversas sensibilidades y experiencias, que buscaba solidaridad, y que, de manera muy real, cambió el modo en que las culturas occidentales (algunas más que otras, no siempre de manera inmediata) gestionaban la homofobia. En España, con una dictadura lidearada por meapilas, empapada de nacionalcatolicismo, casi nadie veía estas cosas o era muy consciente de ellas.

La estrategia de Fluvià fue doble. Por una parte, a través de publicaciones y reuniones clandestinas, se articulaba un discurso que creaba un “nosotros”, en oposición al “ellos” imaginado por la homofobia. No hay movimiento si no somos capaces de imaginar un nosotros de perfiles claros. Y fue Fluvià quien tuvo la imaginación y la fuerza para articularlo. Uno de los primeros pasos consistió en enviar cartas a los procuradores de las cortes franquistas explicando la situación, escritas desde el “nosotros” emergente, que exponían una visión distinta a la normal. Aquello, entonces, condujo a que el castigo por “ser” homosexual fuese reemplazado por el castigo a quienes realizasen “actos homosexuales”. Cosa baladí, dirán ustedes. Pero tengan en cuenta que eran tiempos en que una acusación de homosexualidad podía ser fatal. Restringir el castigo a los actos implicaba que los actos tenían que ser probados. Algo es algo. Fue más efectiva la concienciación de homosexuales mediante las publicaciones y boletines clandestinos: para quienes las recibían en una atmósfera de pánico eran luz, ofrecían la posibilidad de existir, comunicaban que había otros como ellos. Muchos de los que se beneficiaron directamente de aquellas publicaciones siguen entre nosotros. Indirectamente nos hemos beneficiado todos.

En segundo lugar, se iniciaron contactos con el cada vez más consistente movimiento gay internacional. Por geografía y por afinidad emocional, Fluvià miró en primera instancia hacia el movimiento “homófilo” francés, del que se tomaron premisas, ideas, referentes, y a imagen de otras asociaciones se creó el Movimiento Español de Liberación Homosexual (MELH). En diversas entrevistas y conversaciones, el activista ha narrado las dificultades para hacer llegar publicaciones e ideas a los primeros suscriptores durante años oscuros. Sus historias tenían algo de película de espionaje. Su lucha desde la clandestinidad es al menos tan importante, y en ocasiones mucho más arriesgada, que la de tantos otros que hicieron un trabajo parecido para hacer aflorar el instinto democrático en un país herido por cuarenta años de dictadura.

La muerte de Franco abría nuevas posibilidades. En los años que siguieron se atisbaba un cambio que, por qué no, acabaría afectando las vidas de los homosexuales. La homofobia en la vida cotidiana permaneció, pero en pocos años se recorrió el camino hacia el fin de la represión legal para casi todos. Fluvià multiplica sus esfuerzos. El primer paso fue la creación del primer FAGC (Front d’Alliberament Gai de Catalunya) que impulsó la primera manifestación del Orgullo en Barcelona en 1977. Es una historia fascinante y que incluso hoy nos deja algo boquiabiertos: cómo de repente se había dado visibilidad a algo que no había estado ahí antes, cómo la onda expansiva de Stonewall era, por fin, insoslayable en España. Aquella manifestación es parte indispensable de la épica del movimiento. Y ciertamente un movimiento implica el trabajo de mucha gente. Pero, para bien o para mal, un movimiento no sale adelante sin líderes. Y Fluvià, un heraldista, hombre burgués y monárquico abrazó su papel y logró lo que parecía impensable. Supo importar ideas y estrategias de grupos internacionales, supo hablar con las instituciones, se convirtió, en definitiva, en un referente para todos.

Todo esto bastaría para justificar su importancia en la historia de la llegada de la democracia a España. Pero no es toda la historia. Armand siguió luchando por las cosas en que creía. Siguió hablando desde el nosotros, siguió teniendo presencia pública. En algunos escritos de los setenta, abordó temas que incluso hoy el activismo no se atreve a abordar. Fue impulsor de la cultura y el archivo en el movimiento gay. Y permaneció accesible y generoso a la hora de contar la historia que vivió.

Su legado sigue en cada uno de nosotros, más allá del olvido, más allá del devenir de las cosas, más allá de la épica.

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