El Polo Norte se derrite… y nuestra justicia, también Jesús Maraña
LGTBI se escribe con Q (aunque a muchos no les guste)
El problema es no entender las cosas, el problema es leer poco, leer mal, leer sólo a los nuestros. El problema es estar orgullosos de no escuchar, ser militantes en la ignorancia. Pensar que suprimir es acallar, que basta con un pequeño cambio para ahuyentar fantasmas muy poderosos.
La decisión de no incluir la Q en la reivindicación de políticas de género en el PSOE puede verse como un episodio más de las escaramuzas sobre la concepción de la diversidad, la sexualidad y las reivindicaciones de género. Aunque se ve como un triunfo por parte de cierto sector del feminismo transexcluyente frente a las corrientes antiesencialistas, en el fondo constituye un error histórico y, en definitiva, un regreso al pasado además de una manifestación de ignorancia sobre el alcance de la Q en una visión progresista de la personalidad. Y con esta victoria pírrica, el sector antiqueer del PSOE no logra lo que cree que está logrando.
Habrá que volver a intentar explicar qué implica esa extraña Q, y empezar por el principio. Queer, en inglés, es un término que se encuentra a menudo en la Alicia queer tiene que ver con la estupefacción que genera lo que es un poquito diferente. Y poco a poco, ya en el siglo XX, como nos recuerda, por ejemplo, Matt Houlbrook en su libro Queer London, se convierte en la palabra con que algunos hombres (y, más tarde, algunas mujeres) que no acababan de encajar, por sus actos o sus fantasías, en la concepción tradicional del género, gustan denominarse a sí mismos. El lenguaje no es estable, y, a medida que avanza el siglo, queer se convierte en un término de injuria que hoy llamaríamos “homófoba”, pero servía básicamente para implicar que aquellos que se habían autodenominado queers no merecían credibilidad o atención. Eran raros, inasimilables. Y por lo tanto carecían de plenos derechos de ciudadanía. La decisión del PSOE de ignorar el término recupera este impulso homófobo anterior al movimiento gay, silenciando a quienes no encajan exactamente en el repertorio de categorías que se impone como “normal”.
Es en los años noventa, empezando por el trabajo de Teresa de Lauretis y Judith Butler, cuando queer adquiere su significado académico, y esta nueva apropiación es la que conduce a la percepción actual. Entonces se trataba de establecer un diálogo crítico con caracterizaciones psicoanalíticas de la sexualidad, pero corrigiendo también la concepción identitaria (necesaria y efectiva, pero algo simplista) promovida por las corrientes triunfantes del activismo de los setenta. Para los activistas tradicionales, la sexualidad podía ser la base de la identidad. Esto tenía innegables ventajas: hacía que aquellos con una determinada sexualidad fueran conscientes de su marginalización y se enfrentasen a ella. De Lauretis y Butler, entre otras, sugieren que esto puede tener cierta rentabilidad política (las identidades movilizan), pero, a partir de la crítica anti-identitaria de Foucault, insisten en que cuando pasamos a la realidad cotidiana, tal aplicación no es cosa sencilla. Que ni la sexualidad ni el sexo ni nada que tenga que ver con el género o el deseo puede ponerse en cajas cerradas, seguras, claras. Que nadie es “sólo” G o L, o incluso T, y que dentro de G, L o T, hay huecos, contradicciones, corrientes, perspectivas. Que la experiencia de la sexualidad (y la sexualidad puede ser un concepto científico, pero sobre todo es experiencia) algo más escurridizo de lo que pretende la ciencia oficial, y que, si esto es así, habría que avanzar para ser consecuentes con esta fluidez, con esta indeterminación. La llamada teoría queer construye todo un andamiaje sobre estas ideas que se aplica, en primera instancia, a las artes, y poco después a las humanidades en general, y las ciencias sociales.
En los mismos años, sobre todo a partir de la rabia que produce la crisis del sida, surge un activismo que también se denomina queer y que en realidad retoma vetas radicales, antifreudianas, del activismo de los setenta, que habían pasado a segundo plano. La convergencia entre una propuesta cuyo uso es político y un concepto cuyo origen es intelectual, es decir, entre queer horizonte político y queer como como manera de pensarnos, es un pecado original que está en la base de las confusiones actuales sobre la Q. Pero esto no es todo. La coexistencia de estas dos almas de queer, su carácter fluido, el denominar un espectro, por una parte y, por otra, su carácter político que, en cierto modo, nos devuelve a una identidad, es inestable y muy problemática. No estoy seguro de que estas dos almas sean, en la práctica, compatibles. Sí, una visión queer de la sociedad puede conducir a cambios radicales en lo social y lo cultural. Pero usar queer como bandera concita fuerzas sobre un “nosotros” que excluye necesariamente a un “ellos”, una división que ni conviene ni resulta fructífera.
'Queer' sigue siendo el futuro. Q no es algo que se añade o se omite de “lo demás”. Q es todo. Es la Q, siempre la Q, lo que debería ser el motor de cualquier pedagogía progresista
Como bien dice Gracia Trujillo en un libro clarificador, El feminismo queer es para todo el mundo, queer puede entenderse como algo que nos implica a todos. Siempre habrá quien piense que la sexualidad es algo cerrado, una estructura rígida en el orden del universo, y que por lo tanto queer desestabiliza algo que debería estar fijo. Es opinable. Pero esto es una opinión metafísica, religiosa o doctrinaria. Nadie, ni siquiera quien se considera antiqueer tiene una sexualidad que se ciña sin fracturas, incluyendo no sólo actos, sino fantasías o modos de vida, a esas estructuras presuntamente rígidas. Toda territorialización de la sexualidad o el género va a crear problemas para ciertos individuos, convertir en un “ellos” a quienes no encajan en las nuevas topografías. Por supuesto quienes se declaran antiqueer no están luchando contra una noción con impacto en la vida real, sino contra un fantasma.
A esta cuestión se añaden dos debates que convierten el tema en un laberinto aún más difícil de negociar en nuestro país. Primero hay un problema de lenguaje. Queer es una propuesta que tenía calle, historia, vida, en los países anglosajones. Era un término que hacía algo con el léxico que ya existía. A España llega como término importado y, crucialmente, nunca se traduce de manera consesuada. Esto le hace perder fuerza, claridad y efectividad. La palabra transmite así un misterio, y queda mistificada, alejada de nuestras vidas, queer no es en nuestra lengua un término histórico, sino un objeto que viene de fuera y despierta suspicacias intelectuales y políticas. En segundo lugar, y creo que es un factor crucial que intensifica la confusión de estos tiempos, se produce la consolidación de “LGTBI” como término preferido para denominar a un “colectivo”. Esta nueva denominación no se impone hasta hace un par de décadas y se justifica como intento “visibilizador” de otras realidades.
En realidad, es posible que esta visibilización en términos de siglas, cada una denominando una cosa, haya resultado contraproducente. Primero porque establecía un horizonte de alianzas que no era tan real o tan sólido como se pretendía, que tapaba divergencias y simplificaba experiencias. Pero, sobre todo, porque producía la ilusión de fijar, tras cada letra, una realidad inmutable cuando ni G ni L ni B ni T son esencias cerradas que sigan ciertas pautas o generen complicidades estables. Como consecuencia, el triunfo de LGTBI, con su alianza ficticia de elementos ficticiamente parcelados, nos devuelve reverberaciones identitarias. Aquellas que queer, un término inclusivo, había dado por finiquitadas.
En realidad, no estoy seguro de que añadir la Q a la selección de letras que denominan otras identidades haya solucionado las contradicciones. Q ya incluía las otras experiencias de la sexualidad y el género, con lo cual era, en gran medida, dentro de la sopa de letras, redundante. Estaba ahí porque, se aducía, siempre habría individuos cuya experiencia no se idenficaría con las demás opciones. Pero aquí entramos en terreno resbaladizo, porque asumimos que la sexualidad de algunas personas no es queer y que el modo de definir la sexualidad debe basarse en la metafísica identitaria: están los que tienen nombre (los Gs, las Ls, les Bs, les Ts, etc, cada uno con su bandera, su color, su programa, su doctrina) y luego están todos los demás, “los que no encajan”. Al meter la Q entre las otras, se convierte, de manera totalmente queer, en “otra opción”, se pone al mismo nivel que las demás, se participa en el juego. Pero el juego para la concepción queer no consistía en crear nuevas identidades, sino en reconocer que hay un espectro totalmente fluido, en tener en cuenta que toda experiencia tiende a una diferencia y que esa diferencia frente a las categorías puede ser liberadora.
Este espectro es, entre otras cosas, vital. Como explicaba en mi ensayo Crónica de un devenir, cuando yo vine al mundo, el tipo de deseo en el que yo encajaría con los años se denominaba “homosexual” y estaba gestionado por la ley, la Iglesia y los médicos, y así me etiqueté durante casi un par de décadas. Otros me habrían denominado “maricón” y esa amenaza pesó sobre mi durante mucho tiempo. Yo mismo opté, desde finales de los ochenta, por “gay” como manera de definir lo mío sintiéndome parte de algo mayor. La vida me alejó de cualquier identitarismo y decidí que queer es el término que mejor me definía. Ahora, el PSOE acaba de ignorarme, a mí y a mi proceso de autoidentificación, de su tabla de reivindicaciones, de los derechos por los que pretenden luchar. Imagino que se debe a que hay gente en ese partido que siente una terrible hostilidad hacia la diferencia, hacia lo que no encaja. Pero el progresismo no consiste en llegar a nuevas estructuras donde cada uno encaje en el lugar que se le asigna. Se trata de crear un mundo en el que todos encajemos. Incluso quienes no nos definimos como G, L, T, B pero tampoco nos vemos como heterosexuales.
Queer sigue siendo el futuro. Q no es algo que se añade o se omite de “lo demás”. Q es todo. Es la Q, siempre la Q, lo que debería ser el motor de cualquier pedagogía progresista.
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Alberto Mira es profesor en la Oxford Brookes University y autor de 'De Sodoma a Chueca' y 'Crónica de un devenir', entre otros.
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