Pues me levanto y me llevo el Scattergories

Las reglas son esa cosa aburrida que permite que la vida no sea un caos. Sin ellas, ni la Fórmula 1 tendría sentido: los coches volarían con alas de dragón y Verstappen acabaría ganando con un jet. Por eso limitan las ayudas aerodinámicas, para que los pilotos no sean simplemente copilotos de una inteligencia artificial con ruedas. Pero claro, vivimos tiempos en los que respetar las reglas se ha convertido en un capricho de ingenuos.

El último en ilustrarnos con esta filosofía de "ganar a toda costa" ha sido Elon Musk, quien resultó no ser tan bueno en los videojuegos como presumía. La trampa, argumentó, es la única manera de competir con los jugadores asiáticos. Así, con dos cojones y una sonrisa. Entonces, ¿qué sigue? ¿Dopar a los atletas olímpicos para aumentar el número de deportistas inspiradores porque la obesidad nos acecha? No sé ustedes, pero yo prefiero quedarme con los michelines a celebrar medallas ganadas con esteroides. Llámenme loco.

Musk, ese oligarca tecnológico que se mueve entre la brillantez y el meme permanente, encarna la mentalidad del “hago lo que me da la gana porque puedo”

Musk, ese oligarca tecnológico que se mueve entre la brillantez y el meme permanente, encarna la mentalidad del “hago lo que me da la gana porque puedo”. En su mundo, no importa el juego, siempre tendrá el dado trucado y, si pierde, se lleva el tablero. No es algo nuevo; es la vieja lucha de siempre: los muy ricos contra los que simplemente tienen que pagar la hipoteca. Lo decía Aristóteles en Política: “La democracia se da cuando los indigentes tienen el poder”. Y a su manera, tenía razón. En comparación con estos nuevos oligarcas dueños del universo, el resto somos unos indigentes de manual.

El problema es que esta lógica del "hago trampa porque sí" se contagia. En nuestra política nacional, por ejemplo, ya no son solo los iluminados de la ultraderecha los que recurren a desinformación, pseudomedios y propaganda. Ahora también se han apuntado los partidos de siempre, los de traje gris y manual de instrucciones democrático, a cuestionar las reglas cuando no les favorecen. De repente, los decretos ómnibus, esa herramienta usada hasta para decidir la longitud de las corbatas, son la nueva arma maligna del gobierno. Como si ellos no los hubieran usado antes. Y mientras tanto, minan la confianza en el sistema, ese mismo que luego necesitarán cuando les toque gobernar. Brillante estrategia.

Lo peor es que, en respuesta a que la izquierda ha endurecido su posición, ahora estamos atrapados en una guerra fría política donde todos protegen su parcela como si fuera el último refugio en una invasión zombie. Acabaremos teniendo tantos partidos como ciudadanos en el país. El bien común ha pasado a mejor vida, sustituido por trincheras ideológicas y lágrimas de cocodrilo.

Esto no es nuevo. Lo hemos visto en cada partida de Monopoly con ese primo insoportable que, al verse perder, tiraba el tablero al suelo y corría a llorar a mamá. La diferencia es que en política no estamos jugando por billetes de mentira, sino por derechos y libertades reales. Pero claro, ¿para qué esperar a que las políticas tengan impacto si puedes gritar fraude y pasar al plan B, que siempre incluye llantos y acusaciones?

¿El resultado? Una sociedad que pierde la fe en las instituciones. No confiaríamos en un cirujano sin licencia ni en un arquitecto que aprobara copiando, pero, por alguna razón, aceptamos que la política sea el terreno del "todo vale". Y así nos va. Mientras nosotros nos peleamos por el último ladrillo del Jenga, los nuevos oligarcas ya tienen búnkeres de lujo con suministro vitalicio de oxígeno y Wi-Fi.

Preservar las reglas no es una cuestión romántica, sino de pura supervivencia. Sin ellas, no hay juego, y sin juego, lo único que queda es caos. Y no sé ustedes, pero yo prefiero un mundo con reglas, aunque no siempre me gusten, a uno donde la mesa esté constantemente patas arriba porque al primo rico no le gusta perder.

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José Manuel Nevado es director de Comunicación Institucional de la Secretaría de Estado de Comunicación.

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