Plaza Pública
Oxigenar nuestra política
El colapso de la actividad política se hace cada día más evidente y es posible que estemos pasando por un período que no tenga parangón en nuestra historia reciente, pero los motivos de este desbarajuste no son nuevos. Las causas de todas las decepciones y sinsabores que nos produce esta actividad están relacionadas con la concepción que tenemos sobre lo que supone ejercer la política, con la imagen que albergamos acerca de cómo hay que comportarse cuando alguien entra en esta esfera de nuestra vida pública.
La muestra más palpable de este colapso la tenemos en que nuestros partidos políticos ni siquiera están siendo capaces de hacer posible la formación de un gobierno para que se pueda empezar a trabajar en algo positivo.
El hecho de facilitar la gobernación no implica otorgar ningún tipo de cheque en blanco para que, desde esa posición de mando, se pueda hacer o deshacer a voluntad prescindiendo de lo que opine el resto de partidos. Simplemente permite dar el pistoletazo de salida para que se pueda empezar a hacer política. ¿Por qué una abstención (o incluso un voto favorable) que permita la formación de gobierno no implica un apoyo incondicional al programa de esa formación política mayoritaria? La respuesta es evidente. A partir de ese momento es cuando tocaría comenzar a debatir cada uno de los asuntos que nos atañen como sociedad, y los partidos, a pesar de un posible apoyo en la investidura, conservarían toda su capacidad para mostrar y hacer valer su posible desacuerdo en cada una de los aspectos que correspondan dentro de cada tema en cuestión.
Es necesario que eche a rodar la legislatura para que los políticos puedan comenzar a ejercer el papel que se supone que deberían cumplir: presentar sus puntos de vista sobre cada uno de los temas concretos, buscar los puntos de encuentro (que son mucho más numerosos de lo que quieren hacernos creer), identificar las diferencias concretas y reales, tratar de limarlas para acercarse a un punto intermedio entre las posturas iniciales y, finalmente, ser capaces de llegar a acuerdos que puedan ser aceptables para todos. Pero aquí entramos en el meollo del asunto. Nuestros representantes ya no se dedican a este papel porque han olvidado el motivo por el que están ahí.
La lucha por conseguir mayor respaldo electoral, y todas las tácticas y estratagemas que se ponen en marcha para ello, constituyen actualmente la ocupación principal y casi única de los partidos, cuyo empeño real no está en trabajar para solventar los problemas de nuestra sociedad, sino en tratar de mejorar su posición de cara a eventuales citas electorales futuras. Esta faceta de la política complica o imposibilita su posible labor productiva: si están centrados en criticar al resto de formaciones, si se empeñan en señalar y acentuar las diferencias entre ellas, si no cesan de enmarañar las cosas, ¿no están dificultando el necesario diálogo y acercamiento que antes o después será necesario para llegar a acuerdos?
Ciudadanos, periodistas y los propios políticos dan por hecho que estos, como consecuencia de su agrupación en partidos que se someten periódicamente a una serie de comicios, no tienen más remedio que centrarse en competir por mejorar sus perspectivas electorales y, aunque no nos guste, aceptamos que los políticos dediquen casi todo su tiempo y esfuerzo a esta eterna competición porque pensamos que en eso consiste hacer política.
Si realmente queremos que se produzca un cambio significativo en la política hay que fomentar una creencia alternativa a la anterior: la labor de un político consiste en investigar nuestra realidad social para llegar a conocerla con profundidad, en saber localizar las causas de los problemas que van surgiendo y formular propuestas para subsanar dichas deficiencias, en fomentar un entendimiento y una armonía entre distintos grupos sociales para facilitar la vida de los ciudadanos, en saber dialogar con el resto de formaciones políticas para ser capaz de encontrar puntos en común y llegar a acuerdos…
Mientras la concepción actual siga vigente, hasta que no dejemos de ver las actuaciones partidistas como algo normal, nada va a cambiar. Las nuevas personas que sigan incorporándose a este ámbito seguirán actuando como ven que lo hace el resto, como todos consideramos que es legítimo actuar en esta eterna competición: todo vale, mientras no se incumpla ninguna normativa. Las estrategias y tácticas políticas serán cada vez más sutiles y brillantes pero seguirán sin tener ninguna repercusión positiva sobre la ciudadanía, más bien seguirán contribuyendo a crear un panorama si cabe más absurdo y enrevesado. Todo seguirá igual hasta que, como sociedad, no cambiemos nuestra actual forma de considerar la actividad política.
Por tanto la cuestión clave es, ¿cómo se realiza el cambio de una creencia (o realidad intersubjetiva) a otra? Pues hay una manera casi inmediata: poder observar una demostración empírica de esa forma alternativa de entender la política. Si los ciudadanos pudiésemos contemplar, dentro del lodazal que constituye nuestra política, a un grupo de personas centrada únicamente en labores productivas que tengan relación directa con el bienestar de los ciudadanos, y sin dedicar un solo minuto a las innumerables formas del marketing político omnipresente, admitiríamos de inmediato como posible esa otra idea acerca de lo que supone dedicarse a la política, y estaríamos encantados de la vida con ello.
El plebeyo y los otros
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¿Es realmente posible que un grupo político prescinda del politiqueo y deje de prestar atención a los supuestos efectos electorales de lo que hace? Por qué no. Solo hay que tener en cuenta un par de cuestiones: que es incompatible vivir pendiente del veredicto de la encuestas con una actuación honesta y responsable centrada en el bien general; y que el importante cometido que un partido así podría cumplir (tratar de mejorar con sus propuestas las leyes a debatir en lugar de dedicarse a obstruir sin más, permitir que los gobiernos dejen de depender de exigencias interesadas de grupos minoritarios…) no depende de su resultado electoral, es un papel que se puede ejercer del mismo modo con 50 diputados que con 10.
No nos podemos conformar con que el colectivo de personas al que encargamos el liderazgo de nuestro país sea precisamente el que se comporta de forma más irresponsable, ni con que la labor de dirección que debería servir para allanar los obstáculos que van surgiendo sea precisamente el origen de muchos de nuestros enfrentamientos sociales. La sociedad no para de evolucionar y el alejamiento entre nuestra clase política y las personas a las que se supone que nos representa se está convirtiendo en un abismo. Es hora de actuar a lo grande y dejar atrás las miserias, hay muchísima gente preparada y concienciada para dar un giro en este sentido, solo es cuestión de organizarse. Es lo que una gran cantidad de ciudadanos estamos esperando, y lo que el país necesita. _______________Jesús Carrillo González es profesor de Biología y Geología en un instituto de Secundaria. Es autor de 'El votante ignorado', una autoedición que se puede adquirir en este enlace.
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