Lo público sí que importa
El gran auge del negocio de la privatización de la enseñanza universitaria, por muchas que sean las opiniones al respecto, no puede hacer que olvidemos la principal de sus consecuencias: que por esa vía no se garantiza la igualdad de oportunidades, sino que se produce una avería importante en el ascensor social, ya que la inequidad se agranda, como está pasando en relación con los estudios de medicina, en los que la entrada en la mayoría de las facultades privadas se materializa sin tener en cuenta la nota de los estudiantes.
Entre tanto, las derechas más ultras, abanderadas de un neoliberalismo gamberro y posmoderno, son sabedoras de que el sistema no anda sobrado de medios para combatir lo anterior. La legislación de creación de nuevas universidades, que debería servir para coordinar la política universitaria del Gobierno central con la de las comunidades autónomas y velar por la calidad del sistema, sigue dando muestras de estar mal planteada. Paralelamente, el llamado plan Bolonia no ha hecho más que debilitar a la universidad pública, con la puesta en marcha de un proceso de reducción de horas lectivas en el grado y la entrega efectiva de los másteres a las universidades privadas.
Un caso paradigmático, que sobrevuela estas semanas el firmamento universitario, es la denuncia de los rectores madrileños del alarmante déficit de financiación de sus universidades, tras ponerse en conocimiento las intenciones de Ayuso de no participar en los fondos del Ministerio para la renovación del profesorado. Este comportamiento ha puesto de relieve las verdaderas intenciones de la derecha neoliberal: socavar los pilares del Estado del bienestar, uno por uno, para beneficio de las iniciativas privadas. Hay que comprender la frustración que abate a los defensores de los servicios públicos, que ven con preocupación hasta qué punto se intenta reducir el Estado. Nos hallaríamos en la senda del modelo americano que caracterizó una historia de las últimas décadas plagada de situaciones injustas por naturaleza.
El sistema político en Europa que, conviene recordar, sigue siendo el de un conjunto de 27 Estados con muchos intereses diferentes, y en el que la ola de ultraderecha avanza a gran velocidad, cumple sobradamente con los estándares democráticos. Pero, desde que vinieron la crisis financiera (2008) con el austericidio, y la pandemia (2020) con sus efectos devastadores, también sobre el sistema político; desde entonces, cuesta hacer frente a las secuelas de ambas crisis y recuperarse.
El llamado plan Bolonia no ha hecho más que debilitar a la universidad pública, con la puesta en marcha de un proceso de reducción de horas lectivas en el grado y la entrega efectiva de los másteres a las universidades privadas
En el siglo XXI, los grandes cambios que se han sucedido han sido una constante. Grandes novedades, derivadas muchas de ellas de la aceleración de la digitalización (y su consecuencia última, la inteligencia artificial), han venido una tras otra. Además, se está fraguando una gran alianza entre la extrema derecha mundial y las grandes empresas del capitalismo tecnológico, con Trump/Musk a la cabeza. Como consecuencia, las democracias sufren una crisis muy importante con la irrupción de autoritarismos en muchos de los países que hace poco eran plenamente democráticos. El progreso tecnológico, que no se puede detener, como decía Sartori, amenaza por momentos con escapar del control democrático.
Hace un tiempo que la sanidad española también ha dejado de estar en los primeros puestos de valoración por los ciudadanos, y ya no se escuchan los elogios que se escuchaban. Se diría que los gobiernos de las comunidades autónomas, que son los que tienen las competencias, desprecian el enorme potencial de cohesión social, de servicio público y de creación de conocimiento que tienen la educación y la sanidad. Y este deterioro se hace más evidente cuanto más cerca lo siente quien habla del mismo. Que se lo digan a los profesionales sanitarios más jóvenes, que pueden estar años enlazando contratos diarios, semanales, mensuales o trimestrales en los centros sanitarios.
Sin caer en dramatismos ni en relatos apocalípticos, todo indica que entramos en un terreno desconocido, con polarización extrema de la vida política. Analizando la escena, se impone la conclusión de que las democracias son cada vez más débiles, mientras ganan terreno las derechas más tradicionalistas. Ante esto, las izquierdas deberían construir su alternativa tras una investigación seria de la naturaleza del populismo ultra, al que habría que considerar más allá de una simple ideología fascista, sino más bien como el ensamblaje de una estructura de poder que abarca desde intereses de clase (de los ricos que buscan librarse de los impuestos) hasta, incluso, perdedores de la globalización.
Mientras estos últimos siguen quedando descolgados, el horizonte de sus vidas se oscurece por la eclosión de la inteligencia artificial que les afectará de una manera fundamental en donde más les duele: el mercado de trabajo. Y, aunque arrecia desde la sociedad un intenso debate acerca de qué hacer ante las graves circunstancias que agitan el panorama, la influencia de los grandes magnates de la revolución tecnológica no para de crecer.
Todo esto nos devuelve al debate sobre el espacio que dejamos a la revolución tecnológica y a las fuerzas tan poderosas que tienen el control de esas tecnologías; y nos hace preguntarnos si gente como Ayuso o Milei, con sus argumentos torticeros y su irrefrenable tendencia a manipular la realidad, serán más peligrosos para las democracias de lo que pensamos.
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Miguel Souto Bayarri y Gaspar Llamazares son médicos.