Plaza Pública
Rescate de lo que fuimos
“Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”. (Luis Cernuda)
A veces vivimos de espaldas a nuestro pasado, la curiosidad por saber de dónde venimos no es lo suficientemente fuerte cuando nos queda toda la vida por delante. Un día tu padre o tu madre dejan de recordarte quién fuiste, esos ecos del pasado se apagan y, de repente, aparece una extraña fuerza que te impulsa a recuperar las voces que no atendiste, las historias que no te interesaron y sin apenas darte cuenta reconstruyes lo que creíste ya desaparecido. Reconstruyes las vidas de ellos, de los padres, de los abuelos, de los que se fueron, e inicias un viaje fascinante de aprendizaje. Y es que, a veces, los muertos están mucho más presentes en nosotros mismos de lo que creemos, tienen un poder extraño que nos fortalece.
El legado de mi padre se limita a un montón de libros, algunas traiciones, una generosidad inmensa y tres ideas que son tres faros en mis peores momentos de oscuridad. «Toma —me dijo—, lee lo que escribió tu tío abuelo, lee, entérate de lo que es un exilio, de lo que es una guerra civil. ¡Lee!». A los veinte años la vida es una cadena de expectativas, deseos y sueños que la ralentizan, la convierten en algo inmutable y casi eterno, no hay tiempo para mirar más allá de nosotros mismos, lo inmediato prevalece. Pasan los años y los espacios que ocupamos parecen abrirse bajo nuestros pies y entonces nos aferramos a los años pasados, el futuro deja de estar ahí. Vuelven a sonar los ecos de aquellas personas que nos quisieron, nos hablaron, nos mostraron el mundo imperfecto que ellos vivieron. Y entonces, un día nos detenemos y nos preguntamos sobre el dolor de nuestros abuelos. Descubrimos por qué somos así, por qué las familias son de colores diversos, de dolores diversos, de pasados diversos. Y comenzamos a comprender. Si nuestra vida gira en torno a la escritura, esa incursión en las múltiples vidas que quedaron atrás se transforman, quizá, en una novela o un libro de poemas, o quizá, en una hermosa recopilación de historias cortas.
Durante cinco años he vivido en el exilio de mi familia, he contemplado ese dolor desde la distancia, he hablado entre líneas con las dudas, los miedos, la desesperanza, el amor y la desilusión que algunos vivieron. He preguntado aquí y allá. He descubierto quién soy y por qué soy así, he intentado comprender todo el sufrimiento ajeno, el de ellos, a través de la imaginación y la ficción. Hoy me siento algo más cercana de aquellos que se fueron a México, a Inglaterra, a Argentina, de los que se quedaron, y también de los hijos de todos y cada uno. Hoy comprendo mucho mejor la historia de mi país, sí, pero no a través de los libros de historia, sino a través de los sentimientos de ellos, de los míos. Mi familia ha pertenecido a dos islas, cada una parecía navegar en un mar distinto. Siempre he sentido que crecía entre dos historias, dos miradas sobre el mundo, dos sentimientos, un sentimiento trágico de la vida y otro hecho de colores. Una mitad callaba, la otra se hacía oír, la vida de unos se reconstruyó en casa, la de los otros a miles de kilómetros de España; unos permanecieron, otros se desdibujaron fuera. Es de estos últimos, de los desdibujados, de los transplantados, por ellos me he sentido más atraída. No me he resignado a que todo termine en una vaga sombra, en un murmullo familiar de sobremesa. La memoria es lo único que poseemos, lo que realmente nos hace sentir vivos, pertenecientes a algo. La memoria nunca puede sucumbir, nunca puede quedarse en una cuneta, la memoria es nuestra responsabilidad. He aprendido a mantener viva esa memoria de la única manera que sé: escribiendo. En 2015 comencé a escuchar la voz de mi padre, ya fallecido, esa voz me empujaba a ello, a leer, y como yo quería traérmelo de nuevo a mi vida, pues me puse a leer. Descubrí entonces a un hombre que había formado parte de la historia de mi país, un católico, poeta, traductor, político y revolucionario, un intelectual que el exilio había borrado. Como yo no soy periodista, ni historiadora, decidí que exploraría su pasado, el nuestro, escribiendo una novela; ese género libre y salvaje, que nos permite aprender y buscar en la inmensidad. Me hice con una maleta negra que dejó cerrada en un pequeño piso del barrio de Chamberí en el que él y mi tía vivieron sus últimos años de vida tras el exilio, me traje a casa toda su obra publicada y charlé con aquellas personas que lo conocieron en vida. Descubrí que había sido una persona atormentada, a caballo entre el catolicismo y el ateísmo, entre la abogacía y la poesía. Un lector obsesivo en la biblioteca del Ateneo de Madrid, lugar que provocó un giro decisivo en su manera de ver la vida, en sus creencias y en su futuro. Nació en él un compromiso inalterable por cambiar el curso de la historia de nuestro país. Algo que, como saben, no logró. Si lo hubiera logrado, no hubiera existido una Guerra Civil.
Todo comenzó en 1917, cuando ingresa en el Grupo de Estudiantes Socialistas y años más tarde se radicaliza y cambia los evangelios por los postulados revolucionarios. Se atrinchera en el Ateneo y usa el discurso para proclamar la imperante necesidad de una revolución social y económica que termine con las insalvables diferencias entre la burguesía, a la cual pertenecía y conocía muy bien, y el pueblo. Confió en que la República traería consigo esa pronta e inevitable revolución: se equivocó. El Bloque Republicano-Revolucionario fracasó en las elecciones. Las prisas de Jose Antonio Balbontín no fueron buenas consejeras. La exaltación revolucionaria dio con él en la cárcel por segunda vez. En 1931, finalmente, consigue ser diputado por Sevilla hasta las elecciones de 1933, convirtiéndose en un comunista independiente, gran opositor junto a un grupo de intelectuales que fueron denominados los “jabalíes”jabalíes, denominación extraída de un discurso de Ortega y Gasset. Esta historia la cuenta muy bien Javier Rubiales en la introducción del libro escrito por mi tío, La España de mi experiencia.
En aquella época, José se había convertido en un político sagaz, con una pluma incisiva que, junto a un excelente libro de poesía social llamado El romancero del pueblo, eran toda su munición. Y es en este momento cuando soy consciente de que su intención era hacer la revolución democrática a través de la palabra, a través de la poesía. Entre él y yo crece entonces, cien años después, un vínculo extraño. Y es ese vínculo el que me obliga a seguir leyendo, no ya su actividad política, sino la literaria. El romancero del pueblo, curiosamente, está considerado por algunos críticos literarios como el primer libro de poesía social de nuestro país. Además, descubro que, por aquellos años, se dedica a escribir teatro y estrena en Madrid varias piezas teatrales en una España que se estaba, poco a poco, partiendo en dos. Durante los primeros años de la Guerra Civil, José participa como abogado en los juicios a militares del bando sublevado, hecho que le obligó a salir cuanto antes del país por la frontera catalana. Su exilio se prolongó mucho más de lo que él jamás hubiera imaginado. En Londres se dedicó a trabajar como traductor en distintas editoriales, siendo de su pluma y letra las primeras traducciones de la obra de Rosalía de Castro, Federico García Lorca y Antonio Machado, traducciones que llegaron a las universidades y colegios ingleses de la época. Descubrí que, a mi tía, la llamaban María la frutera, que era comunista y que, gracias a ella, ambos comían, pagaban el alquiler y vivían sin demasiada angustia.
Descentralización sin desconcentración
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Pensé que quizá el exilio estaba convirtiendo a José y María en algo que ellos jamás pensaron. Fantaseé con la idea de que, si las ideas revolucionarias, pacíficas, pero revolucionarias, hubieran triunfado, nosotros no seríamos el país que fuimos, pensé en muchas cosas, y cada pregunta necesitaba una respuesta, y cada reflexión se iba, poco a poco, convirtiendo en una novela en la que le inventé un futuro, un futuro que le hubiera gustado tener, o a lo mejor no, quién sabe. Cuando escribo siempre me sucede algo maravilloso: encuentro. En estos años he encontrado respuestas, pero han surgido muchas otras dudas. De qué sirve escribir si no aprendemos con ello, ¿no? Me siento a gusto y tranquila por haber vuelto la mirada atrás durante estos últimos cinco años, por haber rescatado lo que fuimos, y por habérselo recordado a otros, como decía Cernuda. No puedo dejar de animar a intentarlo, quizá así seamos un poquito más sabios, más generosos y tolerantes. Quizá así podamos imaginar ese dolor ajeno, el miedo que sintieron.
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Eva Losada Casanova. Escritora. Novelas: Moriré antes que las flores, 2021, Funambulista. El sol de las contradicciones, 2017, Alianza editorial (XVIIII Premio Unicaja de novela Fernando Quiñones de novela). En el lado sombrío del jardín, 2014, Funambulista).