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Un 90% de condenas y un 0,001% de denuncias falsas: 20 años de la ley que puso nombre a la violencia machista

Plaza Pública

La trampa mortal del machismo

Miguel Lorente Acosta

¿Se imaginan que en un determinado delito violento el 30% de los homicidios se produjera tras haber denunciado la violencia que podía llegar a ocasionarlo? ¿Qué pensaríamos de un sistema sanitario si el 30% de las muertes por infarto ocurriera después de acudir a urgencias, y de que algunos de los medios para diagnosticarlo no se hubieran utilizado?

Bien, pues eso que nos parece una barbaridad es lo que sucede cada año en violencia de género sin que la percepción social, institucional y política refleje la gravedad de la situación ante la insuficiencia de la respuesta. Es más, no sólo falta una reacción crítica ante estos hechos, sino que una parte de la sociedad y del Parlamento cuestiona la propia realidad de la violencia de género.

El machismo es una trampa mortal para las  mujeres, una trampa en el origen que las lleva a entender que la violencia que sufren por parte de los hombres forma parte de las relaciones de pareja, hasta el punto de llegar a decir lo de “mi marido me pega lo normal”, o que el 44% de las mujeres que no denuncian no lo hagan porque la violencia que sufren “no es lo suficientemente grave”, como recoge la Macroencuesta del CIS de 2015. Pero también es una trampa en la respuesta.

La trascendencia del problema es que dicha trampa no está en la excepcionalidad, sino en la normalidad, en esa referencia cultural androcéntrica que llega a justificar la violencia de género como un problema de determinados hombres (hombres con problemas con el alcohol, las drogas, los trastornos mentales…) y de determinadas mujeres  (las encuadradas dentro del grupo de las “malas mujeres” o “malas madres” a partir de los mitos sobre su perversidad y maldad). Esta “justificación cultural” es la que hace que a pesar del dramático y objetivo resultado de los más de 60 homicidios de mujeres de media que se producen cada año, sólo el 1-3% de la población considere que se trata de un problema grave, tal y como aparece en los Barómetros del CIS.

La respuesta profesional reproduce el significado que para esa sociedad tiene la violencia de género, puesto que quienes responden forman parte de la misma construcción que tiende a minimizar, justificar, contextualizar, invisibilizar… la violencia contra las mujeres, y a verla como episodios pasajeros que forman parte de “conflictos de pareja” en los que las propias víctimas tienen una parte de responsabilidad. De lo contrario no tendríamos unos resultados que reflejan la distancia de la sociedad a un problema tan grave, amplio y cercano, y la pasividad institucional ante esta situación.

Tal y como muestran los datos presentados por la Fiscal General del Estado, Mª José Segarra, los homicidios de mujeres que previamente habían denunciado la violencia que sufrían por sus parejas o ex parejas se han producido en un contexto que refleja el “modo machista” de entender la violencia de género, de lo contrario no se archivarían las denuncias por la dispensa para declarar contra el agresor aplicando el artículo 416 de la LECrim, un artículo del siglo XIX cuando ni en las novelas de ciencia ficción aparecía la violencia de género, o bien por  archivo o absoluciones debido a “falta de pruebas”, a la existencia de un “riesgo bajo”, a “declaraciones contradictorias”…  en unas circunstancias que reflejan la infrautilización de los recursos y la duda sobre la realidad de la violencia.

Los datos son objetivos. Cuando se acepta el argumento de las “denuncias falsas”, no sólo a nivel social, sino también dentro de las instituciones y la política, cuando no se tiene en cuenta las consecuencias que la propia violencia de género produce a la hora de fijar los hechos traumáticos, y cómo estas influyen en el relato sobre lo ocurrido, se puede pensar en “contradicciones”, pero en verdad son el reflejo de las propias agresiones. Cuando en muchos casos no se procede a una valoración integral de lo ocurrido, con un estudio médico-forense, psicológico y social de la mujer, del agresor y de los hijos e hijas, cuando sólo se investiga el episodio denunciado, no la historia de violencia que lo envuelve… no se puede concluir que existe “falta de pruebas”, porque esa ausencia de pruebas no es consecuencia del resultado de la investigación, sino de la falta de investigación.

El ejemplo más gráfico de esa actitud pasiva que tiende a minimizar, justificar y contextualizar la violencia de género lo encontramos en dos hechos objetivos, también destacados por la FGE. Uno de ellos es la infrautilización de los dispositivos telemáticos, las conocidas “pulseras GPS” para garantizar el cumplimiento de las órdenes de alejamiento, unos dispositivos que salvan vidas. Y el otro, el hecho de no llevar a cabo sistemáticamente la valoración forense del riesgo, cuando desde 2011 existe un protocolo para hacerla durante las guardias judiciales y forenses.

“La realidad no es un accidente, es el resultado de lo que hagamos o dejemos de hacer”, siempre insisto en esa idea, y hoy no podemos llevarnos las manos a la cabeza ante la constatación de que el 30% de las mujeres asesinadas por violencia de género lo fueron tras denunciar la violencia que vivían, cuando cada año el porcentaje es similar, y cuando vemos que las razones para que ocurra siguen estando presentes en la sociedad, en las instituciones y, ahora, también en la política.

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Lo que no se admitiría para ningún otro delito violento no debe permitirse en violencia de género, una situación que, a diferencia de lo que dice la ultraderecha con el silencio de la derecha, demuestra también que la violencia contra las mujeres es diferente al resto de las violencias. ______________

Miguel Lorente Acosta es médico y profesor en la Universidad de Granada y fue delegado del Gobierno para la violencia de género.

 

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