Aquí nadie se acuerda de nada. Es como si nos hubieran cocinado lentamente “en la olla podrida del olvido”, como escribía Juan Marsé en su magnífica novela Un día volveré. El pasado es hoy, digan lo que digan quienes defienden a machamartillo que lo mejor es dejar tranquilo ese pasado. Lo que no saben esos defensores es que vivir es una mezcla de donde venimos y donde estamos ahora mismo, que somos una parte de lo que fuimos, que lo de antes y lo de ahora se mezclan para que la historia no se convierta en un chantaje burdo y permanente a la verdad. Hablar de lo que pasó en este país desde el 14 de abril de 1931 hasta anteayer es como mentar a la bicha, como abrir la caja de los truenos, como romper la tranquilidad de un país que nunca ha podido presumir mucho de demasiada tranquilidad. La memoria histórica fue un nombre que se le puso a la recuperación del pasado para salir del paso en momentos de una cierta efusión memorialista, allá por los principios del siglo actual. Ahora ya la llamamos memoria democrática para ajustar los protagonismos y destapar, aunque sea un poco, el cinismo de la equidistancia y el revisionismo histórico. Hora habrá de llegar —para mí, ya mismo— en que añadamos el término antifascista a la memoria democrática. Reivindicar el antifascismo debería ser de obligado cumplimiento en todas partes, pero sobre todo en un país donde las derechas nunca han sido antifascistas, sino que, más bien, se han acercado muchas veces a lo que fueron los viejos fascismos con caretas aparentemente renovadas. Ya se ha dicho muchas veces en los últimos tiempos: no se puede ser demócrata si no se es antifascista. En España, el PP nunca le dio la espalda al fascismo, al menos en la parte que al franquismo le tocaba. Y no digamos de Vox: levitan cuando escuchan o pronuncian el nombre de su Generalísimo. Menuda tropa.
La dictadura prohibió todo lo que hiciera referencia a la Segunda República. Y la transición consideró que no era conveniente esa referencia, no sólo a la Segunda República sino a la misma dictadura. Pelillos a la mar. Si no contamos lo que pasó, lo que pasó deja de existir. Aquí no hubo unos años republicanos, ni un golpe de Estado contra esos años, ni una dictadura feroz y larga como pocas. Para esa historia amañada y el olvido, sólo ha existido la guerra. La guerra sí que cuenta porque sirve para remendar la historia con mentiras y eufemismos. La guerra entre hermanos, la llaman, para ocultar su carácter político, cultural, ideológico y de clase. La guerra que nadie ganó y todos perdieron: qué horror esa afirmación cuando aún quedan más de cien mil cadáveres en fosas comunes y cunetas dejados caer ahí, como fardos de ropa inútil, por los vencedores. La guerra que el rey Juan Carlos I ganó —con más sombras que luces— una madrugada de febrero de 1981. Esa noche fue el definitivo final de la guerra, dijeron algunos como si hubieran ganado la Champions League en un partido en que se jugaba —otra vez con pésimos resultados— la verdad de la historia. Por cierto, el Borbón ganó la guerra aquella noche y ahora, con el aplauso de sus palmeros habituales, sigue goleando a la democracia en una Operación Retorno que a mucha gente nos llena de indignación y de vergüenza.
Hay voces que cuentan ese pasado desde su propia experiencia, que vivieron una parte importante de ese pasado y, aunque ya con muchos años encima, la están contando para que este país sea cada vez menos el país de la desmemoria
El miedo al pasado, casi cincuenta años después de muerto el dictador, hace crujir los cimientos de la democracia. El Estado no ha hecho sus deberes, claro que no. El Estado sigue sin dar un palo al agua en materia de memoria democrática. La Ley de Memoria que se aprobó en 2007, cuando el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, fue y sigue siendo una Ley débil, con demasiadas brechas para contentar al PP. La que prometió el gobierno de coalición, que mejoraba en algunos aspectos la de 2007 y seguía dejando en la orilla otros fundamentales, dormirá como un muerto hasta que se discuta en la próxima legislatura. Si las elecciones de 2023 las ganan la derecha y la extrema derecha, esa Ley irá a la basura. Y volveremos a la casilla de salida. Al punto cero de la memoria democrática. A la nada.
Sin embargo, no todo es desierto cuando hablamos del pasado. Hay voces que cuentan ese pasado desde su propia experiencia, que vivieron una parte importante de ese pasado y, aunque ya con muchos años encima, la están contando para que este país sea cada vez menos el país de la desmemoria. Hace unos días, en València, se celebró un acto que llena de orgullo a quienes siempre pensaron que una memoria sin justicia siempre será una memoria insuficiente. Una memoria, la suya, la de quienes ese día, en la sede valenciana de CCOO, contó como si fuera ahora lo que pasó el 1º de Mayo de 1967 en las calles de la ciudad. Hacía poco que se habían fundado las CCOO en València. Y ese día, desde el sindicato y con el apoyo de otras organizaciones antifranquistas, se organizó una manifestación que sería la primera convocada públicamente en lo que se llevaba de franquismo. Hubo muchas detenciones, muchas torturas después de esas detenciones, condenas por el TOP y en Consejo de Guerra. La plataforma Acció Ciutadana contra la Impunitat del Franquisme al País Valencià, Querella Argentina y las propias CCOO, con el respaldo de asociaciones, sindicatos y partidos políticos, organizaron un acto de gran relevancia política y sentimental: seis de los manifestantes detenidos y torturados aquel 1º de Mayo de 1967 habían presentado querellas contra aquellas detenciones y torturas. Y estaban allí, aquella mañana de viernes, para contarlo. Tuve el honor inmenso de presentar ese acto, de escuchar sus testimonios a su lado, de sentir esa emoción que no lleva a un sentimentalismo engañoso sino a lo que las emociones tienen de político, de búsqueda de esa verdad, de esa justicia y de esa reparación que buscamos cuando hablamos de memoria democrática. Eran voces con mucha vida encima, claro que sí. Pero no pesaba en ellas ninguna clase de cansancio. Sonaban como aquel 1º de Mayo de hacía cincuenta y cinco años por las calles de València. Allí estaban, como si aún fueran los jóvenes de entonces, Paco Ventura, Manolo Sanmartín, Juan Montalbán, Robert Sánchez, Joan Castejón y Salvador Ayala. No sabemos cuál será el resultado final de sus querellas. La Ley de Amnistía de 1977 es el muro donde se estrellan todos los intentos de que la justicia sea de verdad justicia y no un apaño mal cosido entre el pasado y el presente. No sabemos ese resultado final, pero sí que sabemos que las voces que intentan recuperar un tiempo de dignidad abolido por la desmemoria en nuestro país seguirán sonando para que el pasado no sea una obra muerta enterrada en la fosa común de la vergüenza democrática.
Aquella olla podrida del olvido que contaba Juan Marsé habrá de enfriarse algún día y soltar por la espita el vapor de la buena memoria. Ahí, en esa esperanza hermosa, escuché las voces de esos viejos sindicalistas que nunca renunciaron a que lo que defendían aquel lejano 1º de Mayo de 1967 seguía siendo válido y necesario más de medio siglo después. A ellos, a sus voces y otras voces como las suyas está dedicada esta columna de infoLibre. Con mi gratitud infinita, claro que sí. Con mi gratitud infinita y ojalá que la de ustedes. Ojalá que también la de ustedes. Ya me gustaría.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).
Aquí nadie se acuerda de nada. Es como si nos hubieran cocinado lentamente “en la olla podrida del olvido”, como escribía Juan Marsé en su magnífica novela Un día volveré. El pasado es hoy, digan lo que digan quienes defienden a machamartillo que lo mejor es dejar tranquilo ese pasado. Lo que no saben esos defensores es que vivir es una mezcla de donde venimos y donde estamos ahora mismo, que somos una parte de lo que fuimos, que lo de antes y lo de ahora se mezclan para que la historia no se convierta en un chantaje burdo y permanente a la verdad. Hablar de lo que pasó en este país desde el 14 de abril de 1931 hasta anteayer es como mentar a la bicha, como abrir la caja de los truenos, como romper la tranquilidad de un país que nunca ha podido presumir mucho de demasiada tranquilidad. La memoria histórica fue un nombre que se le puso a la recuperación del pasado para salir del paso en momentos de una cierta efusión memorialista, allá por los principios del siglo actual. Ahora ya la llamamos memoria democrática para ajustar los protagonismos y destapar, aunque sea un poco, el cinismo de la equidistancia y el revisionismo histórico. Hora habrá de llegar —para mí, ya mismo— en que añadamos el término antifascista a la memoria democrática. Reivindicar el antifascismo debería ser de obligado cumplimiento en todas partes, pero sobre todo en un país donde las derechas nunca han sido antifascistas, sino que, más bien, se han acercado muchas veces a lo que fueron los viejos fascismos con caretas aparentemente renovadas. Ya se ha dicho muchas veces en los últimos tiempos: no se puede ser demócrata si no se es antifascista. En España, el PP nunca le dio la espalda al fascismo, al menos en la parte que al franquismo le tocaba. Y no digamos de Vox: levitan cuando escuchan o pronuncian el nombre de su Generalísimo. Menuda tropa.