Los otros "todos lo sabíamos"

¿Cuántas veces hemos escuchado “todo el mundo lo sabía” cuando de pronto se hace público un caso escandaloso de un personaje público, ya sea de acoso o de corrupción? Y si tanta gente conocía sus prácticas, ¿por qué se ha tardado tanto en frenar esa conducta? Siempre hay una razón para minimizarlo, que en ese momento parecía lógica a quienes efectivamente eran conscientes de lo inapropiado de su comportamiento. 

Algunos nos sorprenden más, como es el caso de Errejón, del que siempre se han hecho bromas sobre su aspecto juvenil a pesar de haber cumplido ya los 40 años y al que le pegaba más ser un tanto déspota con su entorno laboral que establecer relaciones tóxicas con las mujeres. Seguramente había puntos que permitían unir la línea pero nadie lo hace hasta que todo salta, como explica un compañero suyo de Más País, aún en shock, y que da en el clavo con el mecanismo que se pone en marcha ante las evidencias que prefieres no ver ni creer. 

Le pegaba más ser un tanto déspota con su entorno laboral que establecer relaciones tóxicas con las mujeres

Pasó con Urdangarin. Un tipo deportista y sanote para la opinión pública, con logros olímpicos incluidos. Ahora es imposible desligar su imagen de la corrupción, de haberse aprovechado de ser yerno de un rey que llevaba toda la vida consentido por el Estado y la sociedad. Al que con levantar el teléfono le bastaba para conseguir una comisión o un polvo con quien se hubiera encaprichado en esa ocasión. Si te hubieran pedido entonces que eligieras entre Marichalar o Iñaki, cuál era el reprobable de los dos, reconoce que el primero tenía más papeletas. 

Nos dejamos guiar por el aspecto, por mucho que nos hayan inculcado que las apariencias engañan. De Ábalos, con su pinta de estar más a gusto en la barra de un pub con un cubata que en el hemiciclo, nadie se extrañaría de lo que se le pueda acusar. “Ya sabes cómo es…” decían muchos en el PSOE. No, no lo sabíamos cuando Sánchez le destituyó. A su alrededor se creó un run-rún permanente y la extendida sensación de que algún día saldrían a la luz los hechos a los que se referían todos. Es como Rubiales, su cara es la típica que has visto cientos de veces en las discotecas. Gin tonic en mano observando a las mujeres con descaro, jactándose de ser un triunfador y convencido de tener carisma a pesar de carecer de atractivo. Seguro de que el poder otorga carta blanca. 

Mario Conde también lo pensó. Fue un rutilante banquero al que los aspirantes a yuppies idolatraban. Era un figurín de mirada afilada que disfrutaba clavándola en su interlocutor como un águila a su presa, que se pagó con el dinero de Banesto –300 millones de pesetas que hoy serían cerca de dos millones de euros– su entrada triunfal en política en el Centro Democrático y Social fundado por Adolfo Suárez. Eso también lo sabía todo el mundo. Como lo de Javier de la Rosa, el niño bonito de Cataluña en la misma época, que acabó compartiendo módulo en Alcalá Meco con Mario Conde, con quien ya había tratos. Ahí están los Pujol, una familia modélica entregada a la bendita corrupción, que también lo sabía todo el mundo. 

¡Ay, Valencia y el PP, donde no se salva nadie! Eso te lo contaba cualquiera que se reuniera con Zaplana primero o Camps después, unas prácticas que cuando te acercas sorprende la normalidad con que se han asimilado. Tanto que solo se comenta cuando no piden comisión por lo raro que resulta. Por no hablar de Marbella, que debe ser una experiencia piloto de ciudad corrupta. Jesús Gil, Julián Muñoz o la actual alcaldesa, cercada por indicios permanentemente, con un hijastro acusado de tráfico de drogas y un marido ya fallecido que se dedicaba a blanquear el botín. Todo el mundo está al corriente. 

La lista no acabaría nunca. ¿No sabía el universo entero que a Biden le patinaban las neuronas pero nadie se atrevía a decirlo?

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