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"Por ser honrado muero pobre": Javier Elola, el juez que odiaba la injusticia y fue asesinado por el franquismo

El magistrado y fiscal general Javier Elola, en el centro.

Cuando el régimen republicano estaba a punto de desmoronarse, Francisco Javier Elola y Díaz Varela pudo haber salvado la vida. Sólo tenía que recorrer un puñado de kilómetros y cruzar la frontera con Francia. Pero no lo hizo. A diferencia de otros muchos juristas, el magistrado del Tribunal Supremo y primer fiscal general de la Segunda República se quedó en Barcelona. Y allí fue detenido por las autoridades franquistas. Él sabía que no había hecho nada malo. Que sólo había cumplido con sus deberes constitucionales. "El Estado naciente podrá calificarnos de afectos o desafectos, de leales o de sospechosos, de confianza o desconfianza, pero jamás como rebeldes", defendía. Sin embargo, el jurista fue condenado a muerte por quienes algún día fueron sus compañeros. Y fusilado en el Campo de la Bota de Barcelona.

Elola siempre fue un firme defensor del Estado de Derecho. Por eso no cabía en el nuevo régimen de no derecho instaurado por sus verdugos. Él, que se mantuvo leal al orden constitucional y democrático, considerado reo de rebelión por instruir causas contra quienes, realmente, se habían alzado en armas contra la Segunda República. "El procesamiento y asesinato del juez era parte de la gestión de la memoria y la historia que hacen los verdugos: negar el pasado, manejar el relato y borrar sus culpas", detallan los historiadores Lourenzo Fernández y Antonio Míguez en el libro En memoria de Francisco Javier Elola (Tirant Lo Blanch), promovido por la Fiscalía General del Estado para sacar del olvido al jurista ochenta y cuatro años después de su asesinato.

Nacido en la localidad lucense de Monforte de Lemos, la historia del juez comenzó a escribirse a comienzos del siglo XX. En 1905, cuando apenas llegaba a la treintena, Elola consiguió aprobar la oposición a la carrera judicial y fiscal. Comenzó a ejercer en Vigo. Y en los años siguientes estuvo destinado en Luarca, Sarria, Ponte Caldelas o La Biscal. Durante la dictadura de Primo de Rivera, dio sus primeros pasos en el asociacionismo judicial como presidente de la llamada Unión Judicial. Y entró a formar parte como vocal de la llamada Junta Organizadora del Poder Judicial, precedente remoto del actual Consejo General del Poder Judicial. Un cargo al que, sin embargo, no tardó en renunciar dada la resistencia del régimen a colmar las ansias regeneracionistas.

La imagen que Francisco Javier Elola Somoza tiene de su abuelo es la transmitida durante décadas en el seno de la familia. Al fin y al cabo, él nació doce años después de su asesinato. "Fue un juez de enorme prestigio, tanto dentro como fuera de España", recuerda en conversación con infoLibre. En julio de 1926, de hecho, fue elegido por el Gobierno para asistir al I Congreso Internacional de Derecho Penal, celebrado en Bruselas. Y tres años después, al segundo cónclave de este tipo en Bucarest. Un prestigio que le terminaría convirtiendo en el primer fiscal general de la Segunda República. Un "honor erizado de dificultad", como él decía, que tuvo una gran acogida. "Que me sentencie el pueblo, que es para mí el más alto tribunal, si no cumplo con mi deber", decía Elola.

Su nieto, además, le recuerda como una "magnífica persona" de "carácter marcadamente progresista". Sólo hay que ver, completa al otro lado del teléfono, algunas de las sentencias dictadas a lo largo de su carrera. Fallos transgresores para la época en la que le tocó vivir. En los juicios sobre el impago de alquileres, siempre terminaba respaldando al inquilino que no podía hacer frente al pago o a la subida anual impuesta por el propietario. E impedía los desahucios. "Incluso falló en contra de un casero hidrófobo recordándole que el acto de bañarse no podía ser motivo de sanciones contra su inquilino", apunta la investigadora María Torres en uno de los capítulos del libro, cuya elaboración se ha encargado de coordinar el fiscal César Estirado.

Impronta dejó también una sentencia de 1932, en la que condenaba a un hombre casado a pagar una pensión mensual a una joven de 16 años a la que había engañado. O sus discursos a favor del divorcio poco antes de que la Constitución republicana contemplase la disolución del matrimonio: "Soy convencido partidario de la legalización civil del divorcio en su sentido más amplio. Constituye la liberación de un vínculo que pretende unir en vano lo que el corazón rompió. Debe acometerse su implantación bajo la fórmula contenida en el principio de la 'discrepancia objetiva' o motivación 'sine causa' por el disenso de los cónyuges, estimado en conciencia, mediante el seguro y libre arbitrio judicial y con garantías sociales y económicas para los hijos".

"Los jueces son eminentemente conservadores, cuando no retrógrados"

Elola apenas ocupó el cargo de fiscal general del Estado durante un par de meses. Dimitió en cuanto se le nombró magistrado del Supremo. Una condición que compatibilizó durante un tiempo con la de diputado. Fue elegido para las Cortes Constituyentes por el partido radical de Alejandro Lerroux, si bien coincidiendo con el giro derechista de la formación decidió pasar a ser independiente. Durante esta etapa en la política, sus intervenciones se alejaban de la política general y tenían la justicia como tema principal. Elola siempre defendió la independencia judicial. Pero, al mismo tiempo, no le gustaba la idea de "un poder judicial fuerte, absoluto, autónomo y único". No quería oír hablar de una "oligarquía judicial" que el día de mañana pudiera "imponerse y enfrentarse con la democracia".

Algunos de los discursos del juez en aquellas Cortes Constituyentes deslizaban cierta desconfianza sobre el funcionamiento del sistema. "Hay que reconocer que los jueces tienden, evidentemente, al conservadurismo; son eminentemente conservadores, por no decir retrógrados", apuntaba en el hemiciclo. Y añadía: "La magistratura está acostumbrada a fundar su criterio, a establecer principios con fórmulas cabalísticas, y algunas veces arbitrarias, desnaturalizando en absoluto el sentido de las Constituciones y el sentido de la democracia, y por eso, al atribuirse ese poder a los jueces, lo que se hace es no sólo invadir las funciones del Parlamento, [...] sino imposibilitar la vida continua y normal del derecho".

Tras el golpe de Estado de 1936, Elola fue nombrado presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo y designado como magistrado especial para la instrucción de la causa abierta por el intento de rebelión en Madrid, en el que el principal procesado era el general golpista Joaquín Fanjul Goñi. Un procedimiento en el que Elola defendió con firmeza, a pesar del delicado contexto sociopolítico, la necesidad de un juicio justo. Él era partidario de admitir las diligencias de prueba de descargo propuestas por la defensa del general. Por eso, el hecho de que se llevase a cabo un juicio sumarísimo en apenas tres horas contra el principal acusado generó un rechazo enorme en el juez, quien finalmente acabaría siendo apartado del procedimiento.

Elola, al que luego se le designaría como instructor de otro expediente por la rebelión militar a nivel nacional, también se negó a participar en los Tribunales Populares. Algo que, de hecho, provocó un tenso enfrentamiento con el entonces presidente del Supremo. Y también se negó a que se condenara sin pruebas a algunos compañeros de la judicatura a los que el Servicio de Inteligencia Militar acusaba de actuar en favor del bando golpista. "Trágicamente, algunos de estos magistrados que realmente sí estaban confabulados con el bando rebelde, una vez socorridos por Francisco Javier, abandonaron a éste a su suerte cuando poco después sufrió la represión más arbitraria", recuerda el fiscal Estirado en el libro que ahora recupera su memoria.

"Salvó muchas vidas"

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Elola fue detenido en Barcelona a comienzos de 1939. Y en menos de un mes se estaba celebrando ya su Consejo de Guerra, lo que evidencia el carácter prioritario que los golpistas daban a este caso. Al juez se le acusó de rebelión por las causas que había instruido contra responsables del golpe de Estado de 1936. Y de poco sirvieron las declaraciones de testigos poniendo en valor el sentido de humanidad de un magistrado que siempre que podía votaba a favor de la concesión de indultos. "Salvó muchas vidas", señaló en el procedimiento un compañero del Supremo recordando el caso del doctor Gómez Ulla, al que se le conmutó la pena de muerte tras ser condenado por intentar pasarse al bando golpista. "Su actuación fue irreprochable", dijo otro testigo.

Pero su futuro ya estaba escrito mucho antes de aquel paripé al que se llamó juicio. El 18 de abril de 1939, el Alto Tribunal de Justicia Militar confirmó la condena a muerte del magistrado. Y tres semanas después, el 13 de mayo, Elola fue ejecutado al alba en el Campo de la Bota de la Ciudad Condal. Aquella sentencia, además, dedujo testimonio para incautar sus bienes. "Pero mi abuelo no había dejado prácticamente nada. Sólo cuatro huérfanos", recuerda hoy su nieto. Lo único que encontraron fueron unas acciones por valor de 18.000 pesetas, que primero se embargaron y posteriormente se devolvieron tras una reforma de la Ley de Responsabilidades Políticas que elevó a 25.000 pesetas el mínimo para ejecutar una sanción de este tipo.

"Por ser honrado juez, muero pobre", escribía Elola el 30 de abril de 1939, pocos días antes de ser fusilado, desde la Prisión Militar de Barcelona. Aquella carta, que aún conserva la familia, fue remitida a su amigo Felipe Sánchez-Román, catedrático de Derecho, al que le pedía, antes de que cayesen "sus despojos en la tierra como simiente" y su alma fuese "a regiones de libertad", que hiciera todo lo que estuviese en su mano para poner a sus hijos "en camino de un honroso porvenir" y para que ellos pudiesen limpiar su nombre. "Habrán de instar lo necesario para que se revise mi proceso ante el mundo. [...] Y que la justicia sea estricta, sin odio, sin venganza, pero recta y firme", continúa la misiva. Y concluye: "Cuando suene la hora sonará la de la justicia y la libertad por las que muero".

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