La gente mata por odio, por venganza o por celos, pero sobre todo por necesidad y codicia. El interés propio es la principal gasolina del crimen. O dicho de otro modo, la gente no mata para reconstruir los cuadros de un museo, a fin de que un escritor exhiba su prodigiosa erudición en una truculenta novela o serie televisiva. Ya sé que Agatha Christie planteó el asesinato como un entretenimiento para un grupo de aburridos que se reúne a tomar el té en la vicaría. Pero, como subrayó Raymond Chandler en El simple arte de matar, Dashiell Hammett ya lo sacó de la vicaría y lo devolvió a su auténtico lugar: al callejón oscuro de la ciudad, a los que “matan por algún motivo y no por el mero hecho de proporcionar un cadáver”.
Así aborda el asesinato Marta Sanz en Black, black, black (Anagrama, 2010), en mi opinión, el mejor noir escrito por una de las muchas autoras españolas que hoy publican novelas de crimen, misterio y suspense. Sanz lo deja claro en una de las primeras reflexiones de su protagonista, el investigador privado Arturo Zarco: “Soy detective porque no creo que este mundo esté loco ni que solo los psicópatas generen las muertes violentas ni que únicamente los forenses y los criminalistas que rastrean los pelos, las huellas parciales, las cadenas de ADN, la sangre y el semen que empapan las alfombras y las sábanas puedan ponerles un nombre a los culpables. Creo en la ley de la causa y el efecto. En la avaricia. En la desesperación. En la soledad. En la compasión y en la clemencia. En los argumentos de los prevaricadores. En la necesidad de un techo y de una caldera de calefacción. En el deseo de acaparar y en los motivos ocultos del mentiroso compulsivo. (…) Busco las causas y los ecos. Lo que sucede dos veces. Los hilos que se tejen con otros hilos. Suelo encontrarlos”.
Marta Sanz escribe muy bien, y a mí no se me ocurre nada mejor que decir de un escritor o una escritora. Si las escenas y los diálogos de una novela negra –bueno, de cualquier novela– están bien escritos, ya me gusta. No necesito kilos de vísceras y litros de sangre por página, no necesito tramas rocambolescas, personajes desmesurados y constantes giros dramáticos de los acontecimientos. Y Sanz escribe con prosa rica y limpia, con sensibilidad para los detalles visuales, olfativos y emocionales y sin el menor maniqueísmo de lo políticamente correcto: no todos los pobres ni todas las mujeres de su novela son meras víctimas heroicas. También pueden ser mezquinos y hasta malvados. “Es la voz de una mujer que llora de pena mientras le abre la cabeza a un negro con un rodillo de amasar”, dice de Piedad, uno de sus personajes. Y más adelante reflexiona en general: “Quizá los seres más vulnerables son los menos inofensivos. Los que guardan dentro más rabia”.
Black, black, black fue promocionada en su momento como la primera novela española protagonizada por un detective privado homosexual, Arturo Zarco. En realidad, el noir español ya tenía uno: el sabueso GayFlower, protagonista de una serie paródica de los clásicos norteamericanos del género escrita durante los años 1980 por Pgarcía, seudónimo del humorista valenciano José García Martínez-Calín. Como el risible Gay Flower, el Arturo Zarco de Marta Sanz viste con atildamiento, pero ahí terminan las semejanzas. Zarco es más bien serio y, aunque enamoradizo –cae rendido ante un joven elfo– no tiene pluma.
Un matrimonio acaudalado le encarga a Zarco investigar el asesinato de su hija, un caso que la Policía no logra esclarecer desde hace un año. Es una novedad en su carrera: lo suyo es buscar pruebas de un adulterio, una rebeldía laboral, una deslealtad empresarial, la maldad de una canguro, los vicios de un hijo. Así que se pone en ello con entusiasmo y penetra en los entresijos de la comunidad de vecinos de una vieja finca del centro de Madrid. Y aquí es donde brilla el talento de Sanz para el realismo, el realismo cruel, cabe precisar. Nos regala en cada párrafo una historia. A un ritmo satánico y con particular perspicacia para lo sucio, lo sórdido, lo infeccioso. No hay tocino en esta novela, todo es magro.
Llevar la contraria
Black, black, black fue la primera incursión de Sanz en el noir y su resultado, ya lo dije, me parece sobresaliente. Ella sabe que no se puede ser una buena escritora si no se lleva nunca la contraria a nadie, y lo dice explícitamente. Y también sabe que la empatía tiene límites. Lo escribe así: “Profundizo en mi compasión, en mi capacidad para entender las razones de cada ser humano, pero sin caer en un estado enfermizo, en un modo de la astenia, que me lleve a renunciar a mi derecho a enfadarme o a sentirme despechada”.
Sanz construye su novela a partir de tres narradores consecutivos: el detective Zarco, la vecina Luz –cuyo diario de asesinatos deseados es una novela en sí– y la funcionaria Paula, exmujer del detective. Todos los personajes van diciendo alguna que otra verdad, pero, sobre todo, muchas mentiras que contienen verdades que “se esconden como chinches en las costuras”. Pero Sanz, insisto, es una autora realista. No pierde de vista que un sólido motivo para el crimen bien puede ser la especulación inmobiliaria, y no digo más.
Ya se señaló en su momento, pero permítanme confirmarlo: de todos los autores que Sanz cita con elegancia en su novela –Thomas de Quincey, Agatha Christie, Raymond Chandler, Mickey Spillane, James Hadley Chase…–, Patricia Highsmith es la más semejante a ella. Pueden llamarme antiguo, no me molesta, si digo que sigo teniendo a aquella lesbiana asustadiza, amante de los gatos y fenomenal escritora que fue Highsmith como la gran dama del género negro internacional. La que creó el personaje del egoísta y amoral Tom Ripley y osó escribir: “Tom se echó a reír al pensar en aquellas palabras: desviación sexual. ¿Dónde está el sexo?, se preguntó. ¿Y dónde está la desviación?” (El talento de Mr. Ripley, 1955).
Highsmith otorgó a la codicia el comportamiento criminal de Ripley y el de Bruno y Guy, los protagonistas de Extraños en un tren. Su realismo, bien podría llamarse pesimismo, le hacía pensar que “una persona con ideas propias molesta terriblemente” (El precio de la sal, 1952). Que es tan raro encontrarse con una buena persona que Ripley “casi se había olvidado de que existiera gente así” (El talento de Mr. Ripley). Y que la pasión por la justicia es “bastante aburrida y superficial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia” (Suspense, 1966).
No llegué a conocer a Highsmith, pero sí a la que fue su anfitriona en Tánger después de que la escritora americana se mosqueara con Paul Bowles, la librera Rachel Muyal. Rachel me contó que la creadora del intrépido Ripley no quería salir a la calle ni borracha. Temía que la robara o agrediera algún hombre con chilaba, así que se pasaba el día en la Librairie des Colonnes, esperando a que Rachel terminara su jornada laboral para irse juntas a beber whisky a un cercano pub inglés. Me encantó saber que una exploradora tan lúcida del lado oscuro de la humanidad fuera tan pusilánime. Me hizo apreciar más su valentía literaria.
Hablando de literatura negra, hay buenas y malas escritoras, como hay buenos y malos escritores. Mi género literario favorito se ha puesto de moda en lo que llevamos de siglo, y me parece estupendo. Aunque, parafraseando a Sanz, no renuncio a mi derecho a enfadarme o sentirme despechado. Y es que mucho de lo que se presenta como noir no es sino literatura comercial de sangre e intriga. Con asesinos en serie que teatralizan sus crímenes de la forma más barroca posible. Con jóvenes inspectoras de Policía –divorciadas y con hijo pequeño, por favor– que se recogen el cabello en una coleta. Funciona comercialmente, claro que funciona. Y me parece muy bien. Así la gente lee y los editores y libreros ganan dinero. Pero, si me lo permiten, llamemos al pan, pan y al vino, vino.
Hoy un autor español vende mucho con una investigadora dotada de poderes parasicológicos. Otra novela española exitosa, que apestaba a testosterona desde la primera página, resultó que no estaba escrita por una misteriosa señora, sino por tres tíos. Y un suizo es presentado como una maravilla por una obra elaborada con uno de esos programas informáticos que le dicen al autor cuándo debe meter un muerto, cuándo debe entrar en escena un gay, cuándo es necesaria una escena de sexo, cuándo se precisa un giro dramático… Da igual, cuanto más disparatado el producto, más se vende. Lo siguiente, no me cabe la menor duda, será toda una serie escrita directamente por el amigo ChatGPT.
La gota de sangre
Pero una novela negra no tiene por qué tener muchos muertos. Ni tiene que regodearse en la descripción forense del cadáver. Vuelvan a llamarme antiguo, clásico o como quieran, pero prefiero a las escritoras y los escritores que cuentan con buena pluma el lado sombrío de un lugar y un tiempo. Como Joyce Carol Oates, que cita entre sus influencias tanto a Lewis Carroll como a Hemingway. Disfruté con su Rey de picas, protagonizada por un autor de novela negra, su alter ego, y una acusación de plagio, y eso que no soy muy dado a la metaliteratura. Encontré ecos de Edgar Allan Poe y Stephen King, y una excelente descripción del descenso a los infiernos de la fama. Y me encanta lo que Oates escribió en Mujer de barro (2012): “Cualquier idiota puede ser feliz en un lugar feliz, pero hace falta coraje moral para ser feliz en un infierno”. Si eso no es muy noir, no sé qué puede serlo.
Soy muy entusiasta también de esa road movie sobre la amistad entre mujeres valientes que es Thelma y Louise. Y cito aquí esta película porque, aunque es sabido que la protagonizaron maravillosamente Geena Davis y Susan Sarandon, y hasta que la dirigió Ridley Scott, lo es mucho menos que la ideó y escribió la escritora Callie Khouri, que con ella ganó el Oscar al mejor guion original en 1992.
Estamos en verano, tiempo inmejorable para la lectura. He querido hablarles de algunas de mis escritoras negras favoritas, pero sería muy injusto no citar a Emilia Pardo Bazán. Me lo ha sugerido mi amigo Antonio Fuentes, el librero de Salobreña, y tiene más razón que un santo. Con su novelita La gota de sangre, publicada en 1911, Pardo Bazán escribió una de las primeras novelas detectivescas españolas, y, sin duda, la primera escrita por una mujer. Ni que decir tiene que el género era entonces un territorio exclusivamente masculino.
Da igual, cuanto más disparatado el producto, más se vende. Lo siguiente será toda una serie escrita directamente por el amigo Chat GPT.
“Siempre he pensado que doña Emilia Pardo Bazán estaba como una cabra, o debería decir: como una maravillosa cabra”, escribe Alicia Giménez Bartlett en su prólogo a la reciente edición de Siruela de La gota de sangre. “Se permitía”, añade, “lo que las mujeres en su tiempo no podían ni pensar. Era libre en sus costumbres y rotunda en sus opiniones. También su apariencia física tendía a la rotundidad. La impresión que me producen sus rasgos biográficos es que hacía exactamente lo que le daba la gana”.
Sí, hacía lo que le daba la gana. La gota de sangre es un divertimento de la escritora coruñesa. Con prosa suculenta y sutil sarcasmo, parodia esas novelas de misterio inglesas que se habían puesto de moda a comienzos del siglo XX, novelas protagonizadas por “detectives por sport” como Sherlock Holmes. Lo hace ironizando al presentar a su protagonista, el acaudalado y elegante detective amateur Selva, como un caballero protector de damiselas en apuros y un bastión del espíritu de clase. Y con múltiples detalles de buena observadora. Por ejemplo, “esa falta de soltura en el modo de llevar la ropa que caracteriza a la policía”. O también, la constante mezcla, en las viriles conversaciones de la Peña, de “los recatados deslices de altas damas y nobles dueñas con las públicas aventuras de busconas y daifas”.
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Pardo Bazán se entretuvo, y nos entretiene, sin obviar apuntes sociales muy sabrosos. “Lo único que llegaba adentro, que rompía la gris uniformidad de la civilización, era el crimen”, escribe. Y también: “Desgraciadamente, la mayor parte de las cosas tienen siempre explicación vulgar y prosaica, y la vida es un tejido de mallas flojas, mecánico, previsto: nada romanesco lo borda”. Realismo, naturalismo, como lo prefieran, sí.
La gota de sangre contiene los elementos del género, tal y como se hacía en la época. Un crimen misterioso, una investigación policial que va a lo fácil, las mucho más agudas pesquisas de un investigador privado a lo Holmes, las indagaciones en las cuentas bancarias, la importancia que empiezan a cobrar las huellas dactilares, los desvaríos sensacionalistas de la prensa, las trampas al sospechoso… Y, algo muy noir, el triunfo de la justicia, aunque no sea el triunfo ortodoxo en un tribunal.
También, faltaría más, tiene una femme fatale. Chulita Berna, hija del conde de la Tolvanera, que pertenece a la categoría de las “monjas recoletas del demonio”, esto es, ejerce de cortesana, Chulita tiene una boca de “sangrante frescura” y un “pescuezo tan redondo y tan suave” que el verdugo no tendrá problemas para echarle la argolla. Magistral, doña Emilia.
La gente mata por odio, por venganza o por celos, pero sobre todo por necesidad y codicia. El interés propio es la principal gasolina del crimen. O dicho de otro modo, la gente no mata para reconstruir los cuadros de un museo, a fin de que un escritor exhiba su prodigiosa erudición en una truculenta novela o serie televisiva. Ya sé que Agatha Christie planteó el asesinato como un entretenimiento para un grupo de aburridos que se reúne a tomar el té en la vicaría. Pero, como subrayó Raymond Chandler en El simple arte de matar, Dashiell Hammett ya lo sacó de la vicaría y lo devolvió a su auténtico lugar: al callejón oscuro de la ciudad, a los que “matan por algún motivo y no por el mero hecho de proporcionar un cadáver”.