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Enrique Ruano y la vida alterada
Hace ahora 50 años de aquella tarde de enero en la que el cuerpo del joven estudiante Enrique Ruano Casanova caía al vacío por el patio interior de una vivienda donde había sido conducido por tres policías de la Brigada Político Social para efectuar un registro. El crimen desencadenó una serie de hechos que convirtieron ese año 1969 en una referencia histórica de España que iba a cambiar el rumbo de todo lo que vendría después.
Con otros tres compañeros universitarios, había sido detenido tres días antes en un bar próximo a la plaza Castilla de Madrid. Eran afiliados al Frente Popular de Liberación (FLP), formación clandestina antifranquista y pionera de la nueva izquierda, que reunía a profesores y estudiantes universitarios procedentes de los cineclubs de las Juventudes de Acción Católica (JOAC).
Este joven de 21 años, hijo de familia burguesa, católica, del barrio madrileño de Salamanca, era estudiante de cuarto curso de Derecho y, según sus profesores Gregorio Peces Barba y Joaquín Ruiz Giménez, un excelente y maravilloso alumno. La tarde de su detención se había reunido con sus compañeros: su novia, Lola González Ruiz; Abilio Villena Pérez, estudiante de Ciencias Políticas; y el cura José Bailo. Iban a decidir quien debía integrarse en el sector obrero del FLP, ámbito idealizado que había que impulsar. Aunque la decisión molestaba a Enrique, era importante porque implicaba “la proletarización” de los que se encargarían de captar jóvenes trabajadores y el distanciamiento del ámbito universitario.
Esa noche, los cuatro fueron detenidos y llevados a los calabozos de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, donde pasaron los primeros tres días sin apenas dormir y sometidos a violentos interrogatorios. Enrique ya tenía antecedentes, pues había sido detenido el año anterior en la ocupación de la Facultad de Filosofía. Al día siguiente de su detención, la Policía registró la habitación del domicilio familiar de Ruano, de donde se llevaron documentación y cartas personales. Y, a pesar de que era Lola González Ruiz quien llevaba unas llaves de otro piso en el momento del arresto, la Policía decidió que fuera Enrique quien los acompañara al registro de ese piso en la tercera jornada de su detención. El 20 de enero, tres inspectores de la Brigada Político Social le trasladaron al séptimo piso del número 60 de la calle del General Mola, hoy Príncipe de Vergara. “Se sabían mi vida de arriba abajo”, escribió su novia Lola González Ruiz. “Me pasearon por todo Madrid para que les dijera de dónde eran las llaves que llevaba en el bolsillo. Las tenía yo, no Enrique. Iban a llevarme a mí...”.
La madre llegó a la DGS de la Puerta del Sol justo cuando se lo llevaban. Se abrazó a él y se preocupó porque no llevaba su cazadora puesta. Él pudo responderle que estaba bien, pero que cuidara mucho de Lola. Era casi la una de la tarde. Una hora después, el cuerpo del joven estudiante caía al vacío por un patio interior. Como se demostró mucho después, recibió un disparo en la clavícula y fue arrojado por la ventana. Por entonces, era habitual de la policía franquista amenazar a los detenidos durante los registros con sus pistolas. Uno de ellos debió amenazar a Enrique Ruano y disparó. Después vendría lanzarlo por la ventana y preparar la coartada del suicidio.
Las amenazas de Manuel Fraga
Ese mismo día, la Policía se comunicó con su familia. “Llamaron a casa a las seis. ‘Su hijo se ha suicidado. Se ha tirado desde un séptimo piso’, le dijeron a mi padre. Nunca nos dejaron ver el cadáver”, rememora su hermana Margot Ruano. “La censura tampoco nos permitió publicar una esquela”. El abogado José María Mohedano, su compañero de Facultad y del FLP, avisado por la hermana, recuerda que llegó corriendo a su casa, donde se encontró con la escena de la desesperación y la impotencia de la familia. “Sus padres no entendían nada. Y entonces les llamó Manuel Fraga, el entonces ministro de Información, para acallar a aquella familia rota, amenazándoles con detener a su hija Margot, también metida en política”.
Cuando se conoció la noticia de su muerte, y con la consigna “A Enrique Ruano lo han asesinado”, la movilización de estudiantes en los campus universitarios madrileños se fue encendiendo hasta la paralización total de la vida académica.
Enrique Ruano Casanova había nacido en Madrid el 7 de julio de 1947. Era el mayor de tres hermanos, con Margot y Beatriz. Nació y vivió cerca del parque del Retiro, en la calle del Conde de Aranda, en el seno de una familia acomodada y con un padre procurador de tribunales. Pasaba los veranos en la playa de Zarautz, donde jugaba al tenis y ganaba torneos. Había cursado estudios primarios en el colegio del Pilar, perteneciente a la orden marianista, con buen expediente académico. Luego decidió ingresar durante varios meses en el seminario marianista de la Parra, en Gredos, para plantearse si tenía vocación religiosa. Tras seis meses, regresó a Madrid e ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense.
El catolicismo de su familia le convirtió en un joven de profundas creencias religiosas y conectado con las comunidades cristianas de base. Pero, rodeado de amigos y compañeros de estudios, en 1966 ingresa en el nuevo FLP. Cada vez más politizado, allí conoció a Lola González Ruiz. Solo un año más joven que él, había cursado sus estudios primarios en las Teresianas del Padre Poveda en Madrid y luego ingresado en la carrera de Derecho. Al mismo tiempo entabló amistad con Javier Sauquillo, líder organizativo y conspirativo del grupo de afiliados al FLP de la Facultad de Derecho. Las células más poderosas se habían forjado entre los colegios mayores San Juan Evangelista y Chaminade y las Facultades de Derecho y Políticas. En esta militancia estuvo acompañado por otros siete compañeros, todos jóvenes prometedores. Tras su muerte, las luces se apagaron y la organización quedó tan noqueada que se disolvió. Ruano iba a ser la víctima propiciatoria de su generación, que no llegó a hacerse adulto ni a incorporarse, como hicieron los demás, a la vida pública de la democracia.
Su hermana Margot recuerda que siempre se preocupó por el comportamiento propio y el de los demás. Desde su juvenil generosidad se interesaba por el mundo de las relaciones sociales y leía ensayos psicológicos. La propia politización que vivió en sus años universitarios le llevaría a interesarse por las teorías de Sigmund Freud. Libros como El malestar en la cultura o La interpretación de los sueños no podían faltar en la biblioteca de cualquier universitario de los años sesenta. Esas teorías psicoanalíticas sobre las relaciones personales, en boga entre la intelectualidad madrileña, cuestionaban las enseñanzas de la Iglesia. Política y sexo eran las dos modas que recorrían entonces Europa y el mundo.
Su evolución fue muy rápida: “Tenía esa gran ansiedad que compartía con nosotros, ese hacer las cosas muy deprisa, como si el tiempo le fuera a arrebatar su propio tempo, su búsqueda, su curiosidad y su capacidad para vivir la vida y llegar a amarla”, señala Margot. Dedicaba las horas que hicieran falta a sus actividades y reuniones entre el trabajo universitario y el político, que nunca quería dar por terminadas. Discusiones apasionadas que se prolongaban hasta altas horas de la noche. Siempre era el último en concluir la jornada. “Recuerdo su mesa de estudio y su librería, llena siempre de notas manuscritas, carpetas, documentación política y libros subrayados con notas marginales, y sus apuntes y libros de Derecho”. “Días antes de su detención había escrito un manifiesto para intelectuales de la Universidad y decía: ‘La vida no es justa, pero hay que enfrentarse a ella y seguir luchando”, explica.
Hacer las cosas muy deprisa
Álvaro Gil Robles, que en los años ochenta se convertiría en Defensor del Pueblo, era entonces su vecino y compañero de estudios. Gil Robles recuerda las largas horas de reuniones en su habitación en casa de sus padres, en la calle de Velázquez, cuando acababa de estrenarse como profesor ayudante de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. “Discutíamos sobre literatura, marxismo, el movimiento universitario, la resistencia al franquismo… Creíamos en un compromiso activo para alcanzar el fin de la dictadura. Era, en el más puro sentido de la palabra, un intelectual por formación, pero también comprometido en la acción a través del FELIPE. Soy testigo de cómo compaginaba con lucidez y generosidad ambas vertientes”. A pesar de su incondicional militancia, Enrique no quería ni abandonar los estudios jurídicos ni las relaciones personales, que en esos círculos podían considerarse pequeñoburguesas.
A los 18 años, Enrique Ruano acudió a la capilla de la Ciudad Universitaria que regentaba el padre Federico Sopeña, amigo de Ruiz Jiménez y gran activista de la Acción Católica y del Vaticano II, a escuchar las homilías de su ayudante, el cura Jesús Aguirre, otro gran orador en esta parroquia. Allí se convirtió en su amigo y confesor espiritual desde que el sacerdote dedicara una misa al comunista fusilado Julián Grimau en 1963, que tanta repercusión tuvo en la universidad. Como muchos jóvenes con actitudes cristianas de aquella generación, Enrique vivía con contradicción esta evolución del catolicismo al marxismo militante, y aquel joven sacerdote de 31 años ya era entonces un ideólogo para otros compañeros de viaje del encuentro entre cristianismo y marxismo que dio tanto refugio al primer antifranquismo.
Jesús Aguirre, que había sido ya capellán o director espiritual del Colegio Mayor César Carlos, un auténtico semillero de futuros dirigentes, era un ambicioso joven que criticaba abiertamente las actitudes del catolicismo oficial y formaba parte del círculo de la izquierda intelectual madrileña desde la editorial Taurus. Iba a ser él, siempre curioso por los detalles íntimos de los demás, quien al escuchar su ansiedad e inseguridades, recomendó a Ruano la consulta de su amigo el psiquiatra comunista Carlos Castilla del Pino.
Antes que nada, hay que recordar que, al día siguiente de su muerte, el diario ABC había publicado la noticia con el titular de Cuatro comunistas detenidos. Uno se suicidó arrojándose desde un séptimo pisoCuatro comunistas detenidos. Uno se suicidó arrojándose desde un séptimo piso. A continuación se transcribía la nota de prensa oficial de la Dirección General de Seguridad en la que se identificaba a los detenidos y se informaba de que habían sido comprobados sus antecedentes: “Se comprobó que Enrique Ruano tenía en su poder unas llaves de un piso alquilado para ocultarse y reunirse con amigos. Tres inspectores llevaron al detenido al inmueble, encontrando señales de haber sido quemados papeles. Sobre las catorce horas se tuvo conocimiento de que el mencionado detenido, Enrique Ruano Casanova, inopinadamente, emprendió una corta carrera hacia la salida de la casa, e inmediatamente de ello, sin llegar a la escalera, se arrojó a un patio interior, falleciendo en el acto… Entre los documentos ocupados al finado figura una especie de diario, en el que refleja su idea obsesiva de suicidio relacionado, al parecer, con algún disgusto con un amigo llamado Javier y algunas contrariedades con su novia”.
La campaña de intoxicación
Resulta probable que el ministro de la Gobernación, el general Camilo Alonso Vega, hablara con el responsable de Información, Manuel Fraga, y construyeran la coartada. Quizás idearon el operativo con Manuel Jiménez Quilez, director general de Prensa, que, con la ayuda de Torcuato Luca de Tena, director de ABC y procurador en Cortes, pusieron en marcha la campaña informativa. Como resultado, al día siguiente, el editorial del periódico anunciaba “la muerte de un joven con problemas mentales, tendencias suicidas y manipulado por los comunistas”, a quienes se les acusaba de su muerte: “Resulta infinitamente despreciable y perverso por parte de quienes le arrastraron fuera de la ley haber utilizado para la acción subversiva a un pobre muchacho tocado de una clara y típica psicopatía”. Se acompañó el editorial con la manipulación de las notas privadas que el joven había escrito al psiquiatra cordobés Carlos Castilla del Pino, filtradas a un periodista de ABC, redactor de tribunales, que era uno de los confidentes favoritos de la policía franquista y se dedicó a trocear frases suyas. Por ejemplo, “el infierno son los otros”, célebre dictamen de Jean Paul Sartre, cuyos libros se leían con entusiasmo en los ambientes universitarios y que el periódico adjudicó al propio Ruano para defender su desequilibrio y sostener que parecía abocado al suicidio.
Lo cierto es que, por aquel entonces, en los sectores más jóvenes de la Universidad se lucían síntomas de depresión. A pesar de su gran vitalidad, jugaban con cierto aire misterioso de incomprendidos para llamar la atención, que, como un efecto de cohorte, expresaba la ansiedad que producía el esfuerzo de aceptación por el grupo y una situación tan estresante como la clandestinidad. Se llevaban los aires existencialistas de El extranjero y de El hombre rebelde, de Albert Camus. Y había una gran admiración entre los jóvenes por el psiquiatra antifranquista Carlos Castilla del Pino, afiliado al Partido Comunista, y considerado el Freud español, que calificaba a toda la sociedad franquista como deprimente y de quien Ruano había leído La culpa.
“En aquella época era frecuente ir al psiquiatra. Pertenecíamos a una clase acomodada y nos habíamos puesto del lado de los vencidos. Eso te generaba muchas contradicciones. Nuestros padres no lo entendían, la gente que les rodeaba, tampoco”, recordaba Lola González Ruiz en los actos de su aniversario. “Quisieron presentar a Enrique como un pobre chico manipulado por la fuerza del mal, los comunistas”. Lola se casaría años después con Javier Sauquillo, compañero y amigo de ambos, y caería gravemente herida en la matanza de los ultraderechistas contra los abogados de Atocha en 1977, donde fue asesinado su marido. Todo aquello también malogró su vida y acabó precipitando su muerte reciente. Tres jóvenes que vieron sus vidas quebradas sin vuelta atrás.
Ese diario íntimo es el del conflicto de los 20 años, el de la manera de vivir la juventud con la duda moral, la inseguridad de las relaciones con los demás. En el diario, como todo joven católico que descubría el pensamiento crítico, Ruano hablaba de manera obsesiva de la sensación de culpa y, precisamente en 1968, Castilla del Pino había publicado su ensayo sobre el sentimiento de culpa como consecuencia de las relaciones con el mundo.
Castilla del Pino certificó posteriormente que, de ningún modo, la idea del suicidio podía deducirse de sus cartas. Como señaló posteriormente en sus memorias: “Enrique era una persona lúcida, activamente comprometida en la lucha contra el franquismo y no un depresivo suicida”. Notable profesor universitario, al que se le negó la cátedra desde 1960 por su militancia comunista, discípulo y más tarde enemigo del psiquiatra oficial del Opus Dei, López Ibor, autor de más de una veintena de libros sobre psiquiatría y otros tantos ensayos, en sus escritos autobiográficos, La casa del olivo, explica su relación con el estudiante. En septiembre de 1968, le escribió una carta en la que apuntaba haber leído su libro El humanismo imposible y compartir sus puntos de vista. “Sería muy importante para mí, en orden a que esa concepción del humanismo, como afirmación del hombre en su realidad, se convierta en una posibilidad más factible”, añadía en la misiva, por lo que le pide poder consultarle ciertos aspectos “que obstaculizan una actividad práctica transformadora”.
Castilla del Pino no entendía muy bien sus expresiones, que presume era la forma característica de expresarse de los jóvenes marxistas de entonces. Más adelante, el joven estudiante le hace mención más directamente de problemas personales -“Imposibilidad de denunciar situaciones opresivas, obsesión por no denunciarlas e imposibilidad derivada de un cierto extrañamiento…”- y por ello le solicita una consulta. Castilla del Pino dedicaba dos tardes a la semana a consultas gratuitas a estudiantes, “muchos de ellos sometidos a fuertes tensiones emocionales derivadas del cambio de un colegio católico a una universidad marxistizada, y de la brusca sustitución de los tabúes sexuales de antes por los opuestos y no asumidos de ahora”, añade en sus memorias.
Las revueltas del 68
Enrique Ruano se presentó en la consulta y el psiquiatra lo notó en crisis. Allí le contó que tenía novia, que pertenecía al FLP, donde desarrollaba actividades subversivas, pero que tenía problemas con el jefe de su célula, el miembro más destacado de la organización, Javier Sauquillo. Entonces le pidió que se quedara algún día más en Córdoba para poder seguirle con más atención y que acudiera a la mañana siguiente para que pudiera observar el trabajo de sus colaboradores. En la segunda consulta, le lee algunas notas, según cuenta el psiquiatra, y de ahí nacen los escritos personales manipulados por la Policía. Al volver a Madrid, le pide que escriba sus reflexiones y se las mande. Tal y como cuenta Castilla del Pino, escritos siempre con el lenguaje propio de la literatura francesa marxista de la época, desde el que hablaban los estudiantes que leían a Althusser.
En aquel nuevo año que comenzaba los movimientos sociales juveniles se habían extendido por el mundo: Mayo del 68 en París, las protestas contra la guerra de Vietnam en Berkeley (California), la Primavera de Praga, Tlatelolco en México, la muerte del Che Guevara en Bolivia. En España, ETA había iniciado no solo sus asambleas, sino sus acciones violentas, y desde que en 1963 fuera fusilado Julián Grimau, se empezaron a suceder las manifestaciones de universitarios y los estallidos de las primeras bombas. Eran expedientados y expulsados de la Universidad los profesores Aranguren, Tierno Galván y García Calvo. Y del Partido Comunista también fueron expulsados Víctor Claudín, Jorge Semprún y Javier Pradera. En la Ciudad Universitaria de Madrid, se había inaugurado el Colegio Mayor San Juan Evangelista, semillero de una nueva generación de estudiantes de izquierda vinculados al FLP. Todos ellos, en Mayo del 68, habían organizado el concierto de Raimon y luego la ocupación de la Facultad de Filosofía con el cartel: “Facultad ocupada. Comuna de la Universidad de Madrid”. La Policía acabó deteniendo a los ocupantes, entre ellos a Enrique Ruano, que sería arrestado y acusado de sedición.
En España, el franquismo comenzaba a hacerse eterno. El movimiento estudiantil de los sesenta fue la primera generación que tuvo que expresar su incomodidad con la moral del nacionalcatolicismo, aunque mayoritariamente procediera de familias burguesas. Eran los primeros jóvenes inadaptados del franquismo que se enfrentaban a la incomprensión de los padres y los adultos. Aquellos jóvenes de los sesenta no sólo corrían delante de la Policía en busca del futuro que no acababa de llegar, también disfrutaban, se dejaban llevar, perdían y encontraban su camino en ese escenario de cambio social.
Enrique Ruano, Lola González Ruiz y Javier Sauquillo formaban un triángulo de amistad forjado en el activismo político, pero también en el intercambio de lecturas y de tardes en los cineclubs y salas de arte y ensayo. Como el resto de universitarios de su época, tenían dos aficiones, leer y ver cine. Acudían a las sesiones de cinefórum y comentaban las correrías de Odile, Arthur y Franz por los pasillos del Louvre en Bande à part, película que Godard había estrenado en 1964. Descubrían al Bergman de Fresas Salvajes o el neorrealismo italiano. Empezaban a acceder a las versiones sudamericanas de las obras de Camus y Sartre en la trastienda de Fuentetaja, y viajaban a París para traer los libros de Ruedo Ibérico. Eso mismo hizo Enrique Ruano en el verano de 1967 junto a sus amigos Santiago Varela y Jesús Fernández de la Vega. Entre sus libros de cabecera, Ruano llevaba con sus apuntes La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell y La revolución teórica de Carlos Marx, de Louis Althusser.
El principio del final
Con la consigna “A Enrique Ruano lo han asesinado”, al reiniciarse aquel curso académico de hace 50 años, se extendieron las protestas. Durante unas manifestaciones en el distrito de Moncloa, los estudiantes rodearon y zarandearon el coche oficial de un almirante que iba camino de El Pardo para una audiencia con Franco. El 24 de enero las autoridades académicas cerraron las universidades de Madrid y el Gobierno decretó el estado de excepción durante tres meses. Carrero Blanco lo justificó por “la insensatez de unos pocos caídos en el ateísmo, en la droga y en el anarquismo, sabe Dios por qué medios inconfesables”. María del Mar Bonet cantaba la canción de Lluis Serrahima Qué volen aquesta gent? inspirada en la muerte del joven estudiante. La persecución policial se tradujo en las muchas detenciones que prosiguieron cuando se levantó el estado de excepción debido a que se iba a celebrar en Madrid el festival de Eurovisión y había países europeos que amenazaban con boicotearlo.
Tras este asesinato se revolvieron las conciencias y ya nada pudo ser igual. Había empezado el principio del final. El 30 de mayo, el periódico ABC, demandado por los padres de Ruano, terminó rectificando todo lo publicado sobre la víctima. La familia no se rindió y logró que el caso se reabriera y prosperara en 1996 llevando a los tres policías al banquillo de los acusados. En la última reapertura del juicio, en una segunda autopsia, se descubrió que un trozo de su clavícula había sido serrado, al parecer para disimular el orificio del disparo y que, según la forense, un objeto cilíndrico había estado alojado en ella. La certeza de que, tras el disparo, Ruano fue arrojado desde la séptima planta puso fin a la invención del suicidio, obligando a constatar que la Policía franquista había ocultado y destruido pruebas.
Durante la transición a la democracia, en la que el movimiento estudiantil tuvo el protagonismo, se sucedieron más crímenes de jóvenes estudiantes a los que se les negó la posibilidad de hacerse adultos: Carlos González Martínez, estudiante universitario de 21 años sin filiación política, asesinado en la calle del Barquillo de Madrid por pistoleros de extrema derecha en 1976; Arturo Ruiz García, estudiante de BUP de 19 años, asesinado el 23 de enero de 1977 en la Gran Vía madrileña por paramilitares en una manifestación que pedía la amnistía de los presos; María Luz Nájera Julián, estudiante de Ciencias Políticas y Sociología, que falleció un día después de ser alcanzada por un bote de humo mientras protestaba por la muerte de Arturo Ruiz; Yolanda González, líder estudiantil y militante comunista de 19 años, secuestrada en el barrio de Aluche y asesinada por la extrema derecha en 1980.
El interés por volver sobre este asunto, de recordar la aventura biográfica del joven Enrique Ruano y su generación de soñadores, no procede hoy de la necesidad de la reconstrucción histórica, sino de la recuperación de un caso paradigmático de la última generación de jóvenes predestinada por la dictadura franquista. Esa generación marcada por la pérdida, cuando algo de repente se detiene y deja a los demás un absoluto vacío, que hace comprender de golpe que la vida iba en serio. Una juventud de sueños rotos, a la que no le dieron tiempo ni para mostrar el menor rasgo de victimismo, que había conseguido por primera vez afirmar su autonomía personal, y hacerlo con la necesidad de la acción colectiva, que décadas después iría desapareciendo con la mayoría de edad. Fue una juventud soñadora e ingenua que terminó mal. Su falta de experiencia le llevó a saltar por encima del miedo en busca de la libertad. Ese salto que luego conduciría al gran desencanto de la nostalgia por los objetivos revolucionarios no cumplidos. Fue la abogada laboralista y novia de Enrique, Lola González Ruiz, quien dijo de él que fue un “hombre muy joven, leal, sensible…. y murió sin querer hacerlo, sin poder llegar al fondo de lo que significaba para él el socialismo y la libertad”.
*Este reportaje está publicado en el número de enero de la revista tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos haciendo clic aquí.aquí