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Grandes fortunas y crímenes impecables
Parece imposible escribir sobre ricos, grandes fortunas y familias adineradas sin empezar citando por enésima vez a Balzac: “Detrás de cada gran fortuna hay un gran crimen”. Es su frase más conocida, más rotunda, más citada… y también la más inexacta, por no decir directamente apócrifa. Parece basarse en una frase aproximada pero algo diferente, que aparece en Le père Goriot, en boca del turbio Vautrin: “Le secret des grandes fortunes sans cause apparente est un crime oublié, parce qu'il a été proprement fait”. Es decir, que “el secreto de las grandes fortunas sin causa aparente es un crimen olvidado, porque se hizo impecablemente”.
Pero aunque Balzac en efecto se refiere sólo a las fortunas “sin causa aparente”, toda su obra está marcada por esa obsesión de encontrar la raíz inconfesable de la riqueza, en un tiempo en que se amasaron enormes patrimonios, en algunos casos al calor de las convulsiones revolucionarias (la nueva burguesía), y en otros mediante el fraude, las herencias disputadas, la corrupción, la usura, los matrimonios de conveniencia y todo tipo de crímenes y vilezas. De modo que aunque la habitual cita no sea de Balzac, el gran novelista francés tampoco se sentiría incómodo con ella.
Sin necesidad de contar con su cita de autoridad, entre nosotros la riqueza ha sido siempre fuente de sospecha. Algo habrán hecho los ricos para ser ricos, pensamos, expresando la empírica convicción de que en este mundo nadie se hace rico de manera honrada y con su solo trabajo y talento; que para acumular capital hace falta pisar a alguien, mancharse las manos.
Cada vez que se abre una investigación policial contra un corrupto, un narcotraficante, un evasor, una trama de sobornos entre funcionarios o un yerno del rey, siempre aparece su fortuna como prueba en su contra: los medios ofrecen detalles sobre el modo de vida del presunto delincuente, los coches que conducía, la casa que se hizo construir, las obras de arte que colgaba en el baño, las aficiones horteras, construyendo un razonamiento que encuentra fácil asentimiento en los ciudadanos: “¿Ven cómo vivía? ¡Culpable!” Y sí, a menudo se cumple el silogismo y una vida desaforada acaba siendo prueba de un comportamiento criminal.
Los que en principio no parecen delincuentes, los que siguiendo a Balzac tendrían “causa aparente” para su fortuna, tampoco acaban de parecernos limpios. En algunos casos, es fácil vincular un incremento patrimonial con formas de especulación (inmobiliaria en los años de la burbuja, financiera durante la crisis), prácticas empresariales dudosas, o explotación laboral, cuando no todo a la vez. Hasta tal punto que, si de algún millonario no conseguimos identificar su pecado original, será porque todavía nadie lo ha investigado, porque se pierde en la noche de los tiempos, o porque, volviendo a la cita exacta de Balzac, su delito “se hizo impecablemente”, sin dejar huella.
Tal desconfianza hacia las posibilidades de enriquecerse honradamente en el capitalismo es la expresión espontánea de una evidencia: la persistencia de una sociedad de clases (con su lucha de clases, por tanto, aunque suene demodé a la nueva política), y la impermeabilidad de las mismas. El famoso ascensor social, que no deja de ser una ficción capitalista y que, en el caso de España, sólo funcionó unos años: los últimos del franquismo y las dos primeras décadas de la democracia. Pero de forma limitada y precaria. Limitada, porque en la inmensa mayoría de casos el ascensor apenas llegaba hasta el entresuelo o el primer piso: de la pobreza a cierto bienestar con apariencia de clase media, pero sin muchas opciones de subir a los pisos superiores o al inalcanzable ático. Y precaria, porque para muchos de los que subieron en el ascensor social, la crisis los ha arrojado por el hueco del mismo.
En España, lo habitual es que el rico lo sea de familia. De lo contrario, “algo habrá hecho”. El mito anglosajón del self-made man nunca tuvo mucho crédito entre nosotros. Descartados el trabajo y el talento, la principal forma (no delictiva, se entiende) de hacerse rico es la suerte. Nuestros sueños de riqueza pasan por ganar un premio en un concurso televisivo (¿Quiere ser millonario?), o en juegos de azar (porque “no tenemos sueños baratos”, insiste la machacona publicidad). Por algo los delincuentes, cuando quieren limpiar su dinero, lo disfrazan de premios de lotería.
El rey como agente comercial
En España, decíamos, el que es rico lo es de familia. Si uno atiende a las periódicas listas de grandes fortunas, en nuestro país abundan los apellidos ilustres, de rancio abolengo, con título nobiliario en no pocos casos, y cuya fortuna se prolonga desde generaciones. Apellidos presentes en consejos de administración de grandes empresas y bancos, en revistas del corazón y clubes selectos. Una aristocracia del dinero íntimamente relacionada con el poder, y cuyo pecado original, cuyo delito proprement fait, parece indultado por el paso del tiempo, que legitima y naturaliza una fortuna que seguirá pasando de padres a hijos.
En la mayoría, a poco que uno rasque en el árbol genealógico, se descubre fácilmente el “crimen” de partida. En los casos de familias más antiguas, basta pensar en cuáles eran históricamente las fuentes de enriquecimiento más comunes. Durante siglos, las principales vías de acceso a una gran fortuna eran la guerra, la conquista, el pillaje, el sometimiento feudal, la usura o la connivencia con el poder. Después llegó el capitalismo, de cuya acumulación original fue notario Marx: apropiación, privatización y explotación de los medios de producción, los recursos naturales y la mano de obra.
Llegados al siglo XX, una parte importante de las fortunas familiares en España tiene algún vínculo con la Guerra Civil y la dictadura franquista. No es posible haber sido millonario en los años treinta y cuarenta, sin haber tenido alguna vinculación con el franquismo. Las familias que ya eran adineradas antes, mantuvieron su posición apoyando o financiando el golpe de Estado, y posteriormente colaborando con la dictadura. Las fortunas republicanas fueron en el mejor de los casos exiliadas, y la mayoría expoliadas por los vencedores. No pocos de esos afortunados apellidos tienen en su genealogía militares, políticos, empresarios o banqueros que tuvieron relación con episodios criminales en guerra o posguerra. Y por las mismas, ambos momentos fueron el origen de nuevas fortunas, nuevas sagas, nuevos patrimonios, beneficiados del expolio, del cambio de manos de la riqueza republicana, o de los negocios con el nuevo Estado franquista.
En una de nuestras mejores (y más desconocidas) novelas, Jugadores de billar, el recientemente desaparecido José Avello traza una genealogía balzaquiana de esas fortunas que nacieron en la guerra, crecieron en la dictadura y fueron amnistiadas en la democracia, sin pagar precio alguno. Uno de los protagonistas de la novela, y perdonen el spoiler, descubre el origen criminal de la fortuna de su familia. Y sentencia: “En eso consistió nuestra famosa Guerra Civil, un robo escriturado y legalizado ante notario”.
Grandes fortunas al calor de la dictadura
Si seguimos pasando años, la historia empresarial durante el franquismo está marcada por todo tipo de episodios infames: saqueo de empresas y bienes de republicanos, utilización de mano de obra prisionera, obtención de monopolios, obras públicas y contratos con las administraciones, participación en el gobierno y empresas estatales... Es muy útil leer la síntesis económica que dejó Tuñón de Lara en su Historia de España, para entender la oligarquía española. En la obra dirigida por Tuñón se reconocen muchos nombres que hoy siguen ejerciendo el poder político y/o económico, y que durante cuatro décadas de dictadura saltaban del consejo de ministros al consejo de administración; de la dirección general en un ministerio al timón de una compañía, en viajes de ida y vuelta, que facilitaban lo que en la dictadura fue una constante, y que luego la democracia continuó: la privatización de beneficios y la socialización de pérdidas. Las famosas puertas giratorias ya existían con Franco, y no han dejado de girar desde entonces.
La democracia consolidó a empresas y familias enriquecidas durante el franquismo, una vez más mediante privatizaciones, contratos y obras públicas, rutinariamente hinchadas con enormes sobrecostes. No es casualidad que algunos de esos nombres aparezcan relacionados con casos de corrupción: OHL (Villar Mir), Sacyr (Luis del Rivero) y FCC (Koplowitz) en el caso Bárcenascaso Bárcenas; o Ferrovial (Del Pino) en el caso Palau. Con la democracia llegó también la internacionalización de las grandes empresas españolas (familiares unas, privatizadas otras), lanzadas a conquistar nuevos mercados, contando para ello con el mejor representante comercial: el rey.
La década de los noventa y los primeros años del nuevo siglo añadieron nuevos nombres a la lista de millonarios españoles. La “cultura del pelotazo” consagrada durante los gobiernos del PSOE (cuando, en palabras de un ministro socialista, España era “el país donde más rápidamente podía hacerse uno millonario”), enlazó vertiginosamente con la burbuja inmobiliaria, al calor de la que aumentaron patrimonios ya existentes, y surgieron “nuevos ricos”. Una década prodigiosa que habría escandalizado al mismísimo Balzac; años de rapiña especulativa, que tan bien retrató Rafael Chirbes, en la extraordinaria novela Crematorio.
Este retrato de las fortunas españolas parece admitir una enmienda cuando uno ve la lista de los más ricos de España. En ella hay familias tradicionales y constructores como los descritos, sí, pero también otros nombres que no encajan en ese perfil: el megamillonario Amancio Ortega (Inditex), su hija Sandra Ortega; el también empresario textil Isak Andic (Mango); o los dueños de Mercadona, Juan Roig y su mujer, Hortensia Herrero. Todos ellos entre los 10 más ricos de España, ninguno de familia ni de pelotazo.
La tentación es pensar que ellos son la excepción a la regla, y que además representan la versión hispana de esa mitología estadounidense del hombre hecho a sí mismo, que desde un origen humilde funda un gran imperio, de botones a presidente, o en su versión actual, desde el garaje a Silicon Valley. En el caso español, a menudo hemos oído de empresarios que empezaron con un viejo taxi rural y acaban presidiendo una gran compañía de transporte; el ultramarinos familiar que llega a ser cadena de hipermercados; o el pequeño taller de confección que acaba vendiendo ropa en todo el planeta. Serían los representantes de la “cultura del esfuerzo” frente a la del pelotazo; la prueba de que el trabajo y el talento sí acaban teniendo recompensa, y que el ascensor social no siempre se detiene en el primer piso.
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La mayoría de estas biografías (autorizadas, claro) se asemejan a las católicas “vidas de santos” y en ellas no hay ni rastro de ese posible crimen original. Pero una vez más, a poco que uno investigue aparecen las sombras, y el milagro empresarial siempre encuentra explicaciones terrenales, no tan limpias.
En el caso de Mercadona, la empresa que presumía de política laboral es cada vez más cuestionada por los sindicatos por la situación de sus trabajadores, o los agricultores que no tienen más remedio que vender al precio que marca el gigante (“siempre precios bajos” es su lema comercial). El propio Roig, por cierto, aparece también en la telaraña de donantes del PP. En cuanto a Ortega, el fundador de Zara, es el modelo de empresario español triunfante. La leyenda habla de un hombre sencillo, reservado, austero, que empezó desde abajo y se lo ha ganado todo con su trabajo. Pero la moda barata siempre tiene truco, y él no es la excepción: subcontratar y exprimir a los proveedores, desde aquellas costureras gallegas sobre cuyo sudor inició su historia empresarial, hasta los actuales talleres en Marruecos y países asiáticos, de cuyas condiciones laborales (trabajo infantil incluido) se desentiende la multinacional, al ser siempre subcontratas ajenas a la empresa matriz. Un análisis similar podríamos hacer de Mango, sobre la que pesan denuncias de ONG por la deslocalización de su producción en proveedores de países sin derechos laborales.
No dudo de que se pueda ganar dinero de forma honrada, sin pasar por encima de nadie, sólo con el trabajo y el talento. Pero si hablamos de grandes fortunas, de ricos de verdad, Balzac sigue teniendo razón. Sobre todo en España.