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La inquilina, el porqué del éxito de Ayuso

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Lara Moreno

Obsérvala. Solo con un segundo basta. Sabes quién es. En todas partes se la conoce. Si intentamos mirarla fijamente a los ojos nos perderemos ahí adentro: sus pupilas contienen multitudes. A este fenómeno visual de aglomeraciones en el iris marronáceo de unos globos oculares podemos llamarlo mayoría absoluta. 1.583.985 votos. 71 escaños con los que gobierna la Comunidad de Madrid en rotunda soledad.

Isabel Natividad Díaz Ayuso nació semanas antes que la Carta Magna que sostiene nuestra democracia, nuestra monarquía parlamentaria. Pero ella —se empeña una y otra vez en decirlo— vive en una dictadura. Es como un estribillo pegadizo en sus labios, como un tic. Si por ejemplo le toca comparecer en el debate sobre el Estado de la Región, allí en la Asamblea de Madrid, sus primeras palabras estarán dedicadas a la dictadura que el presidente del Gobierno de coalición está construyendo ante los ojos de todos. Una dictadura, a saber: ese régimen político que reprime los derechos humanos, las libertades individuales y que, por la fuerza o la violencia, concentra todo el poder en una sola persona.

La definen tantas cosas. Por ejemplo, la entonación de su voz. Es una virtud innata, o quizá un ensayo perfectamente dirigido de esa frecuencia fundamental acústica, porque ella sabe que el tono, la música de todo discurso, dota a las palabras de verdadero contenido. Lo que Díaz Ayuso hace con sus cuerdas vocales es magistral. Consigue crear un idioma nuevo, plagado de connotaciones emocionales adheridas, sin embargo, a un sonido monocorde. No lo hace a la manera de aquellos oradores de vena hinchada en el cuello o en la sien, no agarra las frases como las riendas de un caballo desbocado para empuñar alto el relincho en el insulto o estimular a la audiencia, a golpe de herradura, con la tensión de unos graves. Isabel pronuncia lo que tiene que pronunciar despojando las palabras de su realidad y de su textura. Así —todas las palabras iguales en su boca, de forma dulce, vacías de violencia, leídas como una oración— se desgranan en el aire los titulares. Como un arrullo donde lo atroz suena exactamente igual que lo liviano. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable. De este modo, ¿no? Ese tipo de efecto parecen tener sus monsergas. Uno donde la palabra dictadura no computa como lo que es, sino como lo que ella quiere que sea: el adormilamiento de la conciencia, el gozo sistemático de la nadería. Decir dictadura —habiendo pasado previamente por el comunismo— y que no importe la libertad. Porque ya antes se dijo libertad. Sobre todo, se dijo libertad.

Una comunidad fraccionada

Isabel Díaz Ayuso es la reina indiscutible de una comunidad fraccionada, sajada en su disposición y en su humanidad. En su territorio, los indicadores del mercado de trabajo, de la estructura del empleo, de las condiciones de vida y de los sueldos arrojan una verdad tan indiscutible como su mayoría absoluta: que la desigualdad existente en la Comunidad de Madrid y la capital es profunda, que hay una división pasmosa entre el norte y el sur. Los municipios y distritos del norte cuentan con una renta muy por encima de la media, mientras en el sur, la población en riesgo de pobreza es apabullante. Los sueldos más elevados del Estado español conviven —sin apenas rozarse— con muchas rentas por debajo de los 6.000 euros anuales. Además, una parte muy significativa de la población que trabaja en Madrid ha de desplazarse de manera forzosa para acudir a su centro de trabajo. Los territorios del norte, donde se concentra la mayor parte de la actividad económica, son receptores de población trabajadora, pero también son los lugares donde los precios de la vivienda son más elevados. Por tanto, no hay posibilidad de conciliación: los trabajadores y trabajadoras del sur acuden a las zonas de élite a ganarse el pan, pero inmediatamente después de que su jornada acabe, son expulsados nuevamente hacia la periferia. Una periferia donde cada segundo que pasa sube el precio del alquiler: la Comunidad de Madrid es la segunda de España donde más han subido los precios en el último año y también la segunda con un precio medio mayor. Isabel está en contra de la Ley de Vivienda aprobada hace más de un año en el Congreso de los Diputados. Afirma que “nadie tiene derecho a decir a qué precio tienes que poner tu vivienda en alquiler”, porque a ella le parece que “la vivienda es sagrada”. Ella es inquilina, dice —igual que dice dictadura, igual que dice sagrada—, ella es inquilina y asume cualquier subida de renta, porque “no es mi casa, es su casa”. El argumento, quién se lo discute, es demoledor. Tanto como los más de 360 metros cuadrados del corazón de Chamberí –un piso y un ático con terraza por valor de 2,8 millones de euros– que habita junto al propietario en cuestión, Alberto González Amador, acusado de fraude fiscal.

Isabel Natividad Díaz Ayuso nació semanas antes que la Carta Magna que sostiene nuestra democracia, nuestra monarquía parlamentaria. Pero ella —se empeña una y otra vez en decirlo— vive en una dictadura. Es como un estribillo pegadizo en sus labios, como un tic

Las palabras de algunos políticos horadan la memoria colectiva de una forma especial. De algunos políticos, en realidad, deberíamos recordar sus acciones, sus intervenciones y sus empeños, pero es frecuente que lo que finalmente perdure con el tiempo sean sus palabras. La portada del número 91 de Hermano Lobo, de febrero de 1974, era una ilustración de Gila donde aparece un señor con el dedo alzado, vociferando desde una tribuna. Abajo, entre la muchedumbre, un tipo pregunta a otro: “¿Qué dice?”, y el otro le contesta: “No sé, es un discurso”. Pero Isabel Díaz Ayuso no podría ser jamás ese señor con sombrero de copa y el dedo apuntando al cielo de la viñeta de Gila que declama cosas que nadie entiende. Lo que ella hace con las palabras –sus declaraciones, sus contestaciones, sus réplicas, sus mensajes a la ciudadanía– se convierte automáticamente en un hit. Si Ayuso protagonizase una ilustración como esa, serían sus palabras las que estarían dentro del bocadillo, sin lugar a duda, nunca las de la muchedumbre.

Una narrativa a la que le brillan los dientes

En realidad, quizá eso sea lo peor de todo. Que, cuando el tiempo pase, a Ayuso se la recordará por su actitud y por sus palabras, no por sus medidas, no por los hechos acontecidos durante su mandato. Aunque sus palabras, de tan viscerales, de tan desnudas –dictadura, sagrada, inquilina–, vistan bastante parecido a sus políticas —libertad, de neoliberal—, aunque en realidad su mejor herramienta sea ese idioma indómito, mezcla de sinceridad campechana y letanía —todo, a la española—. Una narrativa para el horror a la que le brillan los dientes.

“Había muertos en todas partes: en las casas, en los hospitales, en las residencias, todo colapsado. ¿Y sabe lo que sucedía también? Que mucha gente mayor cuando iba a los hospitales también fallecía. Porque cuando una persona mayor está gravemente enferma con el covid y con la carga viral que había entonces no se salvaba en ningún sitio”. La inquilina pronuncia sagrada y pronuncia dictadura y la robustez de esas históricas palabras se vuelve molicie, sube un ligero olor a olíbano, el aire adquiere una densidad particular. “Había muertos en todas partes”, quién se lo discute, quién puede rebatírselo, ella lo sabe bien, había muertos por todas partes, 9.470 personas mayores que vivían en residencias, por ejemplo, fallecieron entre marzo y abril de 2020, de las cuales –este número no suele pronunciarlo, porque no es sagrado– 7.291 murieron sin ser trasladadas a ningún hospital por los criterios discriminatorios de la Comunidad de Madrid –lugar de residencia, discapacidad física o deterioro cognitivo, carencia de seguro privado–. En el cuaderno de campaña de la heroína más victimizada de la pandemia del coronavirus, los mayores que se asfixiaron sin atención médica no aparecen.

Lo importante, en fin, es la actitud. La osadía, el ruido, el bailoteo. Hacerse una foto con Milei tras ensartarle en el pecho de león la medalla Internacional de la Comunidad, corear con él que la justicia social es un monstruo horrible y empobrecedor. O, en palabras de ella, un invento de la izquierda que promueve el rencor. Lo importante es repetir una y todas las veces libertad, libertad, libertad, como Bolsonaro, como Trump, como Meloni, como otros tantos ultras con millones de seguidores. Lo importante, en fin, es abrillantar sin complejos el individualismo más extremo, la destrucción del concepto mismo del bien común, del Estado del bienestar, la formulación totalitaria de un lenguaje que manipula, atrozmente, la realidad —los desfavorecidos son parásitos y los ricos, trabajadores esforzadísimos que pagan impuestos injustos a punta de pistola— y que perpetúa los intereses de unos pocos —quién no quiere sentir que forma parte de ese selecto club—. Lo importante es encajar en ese espíritu que previamente se ha ido construyendo a golpe de pantalla en una población polarizada, atinar en la diana de los grandes prejuicios sociales, de los miedos y los anhelos, sazonar con un popurrí dialéctico de tres mentiras y una certeza el corazón de muchas, muchas personas que desean creer en la autenticidad, la sinceridad y la verosimilitud de la más poderosa de las razones de voto: el endiosamiento.

La inquilina cuenta con su verdad, que es mucho más relevante que la verdad. Su verdad está por encima de la corrupción, del ocultamiento, de los escándalos. Es precisamente esa manera de llamar la atención —tan verdadera—, esa voluntad provocadora, lo que hace estragos en quienes la adoran. Ella dice tras los micrófonos lo mismo que se dice en los momentos más críticos —y a la vez más banales— de la intimidad de una sobremesa. Ella anuncia la creación de un centro de atención a hombres víctimas de violencia sexual a la misma vez que proclama que el mantra de la igualdad se va a acabar, que eso son ridiculeces, ella, quien dijo hace cinco años que para ser mejor mujer no tenía que ser feminista, que no ve necesario educar en los colegios contra la violencia de género, que cuando llega el 8 de marzo se queja de que no hay un día del hombre, que, como toda ultra, obvia los datos, los porcentajes, la realidad: las mujeres asesinadas por ser mujeres, las violadas, las agredidas sexualmente —un 87% frente a un 13% de hombres—. Ella, negacionista, con su sonrisa ingenua y su mentón altivo. Ella, la inquilina, que niega la violencia de género como niega también el cambio climático. Ella, sí. Si no hace falta que os cuente nada. Si ya la conocéis. Llegada a este punto, me rindo. Confieso el extremo cansancio que me provoca reconstruir este personaje. Reconozco, con pesar, el esfuerzo tremendo que me ha suscitado cada párrafo, sabiendo, además, que me queda tanto por contar. Tantas, tantas esquinas donde asomarme. Pero me doy cuenta, desolada, de que no soy capaz de desvelar nada decisivo con mi retórica. Porque, una vez más, el embrujo ha podido con la realidad.Y es que el embrujo, cómo se me ocurre ponerlo en duda, es también la realidad.

Ella dice tras los micrófonos lo mismo que se dice en los momentos más críticos —y a la vez más banales— de la intimidad de una sobremesa. Ella anuncia la creación de un centro de atención a hombres víctimas de violencia sexual a la misma vez que proclama que el mantra de la igualdad se va a acaba

Os explico, y voy a hablar del pasado más reciente —el comienzo de este artículo— como si fuera pretérito. Me enfrenté a la escritura de un perfil de Isabel Natividad Díaz Ayuso desde una sorda modestia, prudente al principio: no intentaré desgranar su personalidad —me dije—, mucho menos su personalidad política. No dejaré que me lleven los demonios, a pesar de que es justo lo que se espera de mí: una crítica endemoniada. Me limitaré —pensaba, ingenua— a hablar de Madrid, esa comunidad que ella gobierna alada, y que ha convertido de forma simbólica en España entera, la España más España de todas —y más entera—, la que no cuenta con nadie. Al fin y al cabo, nada debería describir mejor a un gobernante que el estado y la forma de su territorio. Y lo intenté. Busqué información veraz, informes contrastados, fotografías que mostrasen la herida profunda de este Madrid de purpurina y cemento, cada vez más hostil con sus habitantes —con casi todos sus habitantes—, la escabrosa realidad de las medidas proclamadas por la presidenta, todo el asunto suyo contra la sanidad pública, contra la educación pública, contra la vivienda como un derecho, a favor de la contaminación, fomentando el racismo y los múltiples negacionismos y todas esas cosas que he dicho arriba y que de verdad considero relevantes para el día a día de una sociedad y por supuesto para valorar la reputación de una dirigente política. Lo intenté. Pero, cuando ya tenía sobre la mesa la mayoría de las cartas —los cadáveres de este Madrid próspero—, caí de bruces en el error de tantos antes que yo: me formulé la pregunta e intenté responderla.

El porqué del éxito de Isabel Díaz Ayuso no es una incógnita, es una deriva. El porqué de su poder es mucho más que una fórmula matemática o una maestría en comunicación política. Es un incendio provocado una tarde de fuerte tramontana, o de levante, de cualquier viento terral, es el dolor agudo cuando la anestesia pierde su efecto, es el aullido largo que queda en el aire tras una masacre. Ahí estaba el demonio haciendo de las suyas, intentando que descifrara el código encriptado en la cualidad de su voz, la aséptica mentira tras sus verdades como puños, uniendo los puntos entre la brutalidad de un sistema económico que arrasa con todo y el conservadurismo medieval de un imaginario cultural. La estrategia, la razón. Es imposible –para mí lo ha sido– trazar un perfil de Isabel sin preguntarse el porqué de su éxito. Es inevitable y es un grandísimo error. Al fin y al cabo, no importa cuánta resistencia quiera yo enarbolar, la inquilina nos ha regalado todas las respuestas. Al fin y al cabo, no es mi casa, es su casa. Y la vivienda es sagrada. Solo me queda desear que venga alguien pronto, sediento de fechorías, y aprovechando un descuido, se la okupe para siempre.

*Lara Moreno es escritora y su última novela ha sido ‘La ciudad’ (Lumen, 2022)

Obsérvala. Solo con un segundo basta. Sabes quién es. En todas partes se la conoce. Si intentamos mirarla fijamente a los ojos nos perderemos ahí adentro: sus pupilas contienen multitudes. A este fenómeno visual de aglomeraciones en el iris marronáceo de unos globos oculares podemos llamarlo mayoría absoluta. 1.583.985 votos. 71 escaños con los que gobierna la Comunidad de Madrid en rotunda soledad.

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