La insoportable levedad del alcalde
En la divertida serie televisiva Vota a Juan, el personaje que lleva este nombre es un anodino concejal de Logroño al que su partido catapulta a la alcaldía de la capital riojana precisamente por su insignificancia. Así hará, sin rechistar, lo que el partido crea que tiene que hacer. Magníficamente interpretado por Javier Cámara, Juan Carrasco termina creyéndose un gran político, al que la ciudad de Logroño se le queda pequeña, y comienza a soñar con dar el salto a Madrid. Termina consiguiéndolo como ministro de Agricultura.
Recolocado por su partido en un puesto muy bien retribuido y absolutamente prescindible de una gran empresa energética nacional, nuestro personaje se ve atrapado por su pasado en Venga Juan, la actual continuación de la serie. Resulta que la justicia riojana investiga la atribución a un constructor local de un tanatorio en el período en que Juan era el primer edil de Logroño. Juan empieza a sentir sudores fríos y no les cuento más.
La figura del alcalde insustancial y marioneta de los poderes fácticos se ha abierto camino en nuestra cultura televisiva. En La que se avecina también lo encarna el personaje de Enrique Pastor, interpretado por el actor José Luis Gil. Vecino del Mirador de Montepinar y concejal de Juventud y Tiempo Libre de su municipio, Enrique Pastor es empujado a la alcaldía por su partido, probablemente uno de derechas, el mismo que el del logroñés Juan, para que apruebe a ciegas la construcción de un parque de ocio llamado Chinovegas. Sin embargo, Enrique Pastor, a diferencia de Juan Carrasco, tiene sus escrúpulos y problemas de conciencia.
Series televisivas como las dos que he mencionado funcionan bien cuando sus personajes y argumentos son fácilmente reconocibles por los espectadores. Y el caso es que los españoles llevamos lustros viendo desfilar por los juzgados a politicastros de ayuntamientos y comunidades autónomas presuntamente implicados en escándalos de corrupción. Y aunque esos politicastros sean más de determinados partidos que de otros, los escándalos suelen ser semejantes. Recalificaciones de terrenos, adjudicaciones de obras y servicios, colocación a dedo de familiares y amigos, sobrecostes disparatados, proyectos faraónicos y ruinosos…
Soy federalista y creo que la democracia debe construirse desde abajo hacia arriba. Que lo ideal sería que las entidades locales, comarcales, provinciales y autonómicas tuvieran la mayoría de los poderes y los recursos. Están más cerca de los ciudadanos, atienden sus necesidades más inmediatas y, en teoría, son más accesibles. Pero no me chupo el dedo y sé que nuestra arquitectura institucional hace que sea mucho más fácil meter la mano en las arcas públicas desde los ayuntamientos y las autonomías que desde La Moncloa y los ministerios. La muy negra experiencia española de las últimas décadas confirma que este es un hecho casi tan irrefutable como que la tierra gira en torno al sol y no al revés.
Así ha ido degradándose la muy noble figura del alcalde. Los partidos–unos más que otros, por supuesto– han ido haciendo una elección muy significativa a la hora de proponer candidatos a este puesto. Les ha ido resultando molesta la figura del aspirante con una visión a medio y largo plazo de su ciudad y una personalidad propia que no comulgue con todas las ruedas de molino del comité central. Han ido prefiriendo al personaje Juan que interpreta Javier Cámara en la serie televisiva antes mencionada, el mindundi que se pone en posición de firmes cuando recibe una llamada del jefe político o el gran empresario.
Medio bobo, aunque ambiciosillo, José Luis Martínez-Almeida, el actual alcalde de Madrid y candidato del PP a la reelección en los comicios municipales de este mayo de 2023, es toda una encarnación de semejante figura. Almeida ha llevado al paroxismo un triste fenómeno que podríamos llamar la insoportable levedad del regidor. Además de participar en las turbias conjuras de su partido, al alcalde Almeida no se le conocen otras cosas que sus constantes meteduras de pata y su empeño en imponer una agenda ideológica, negándoles o hasta quitándoles placas y nombres de calles a personajes históricos de la izquierda (a la hora en que escribo este artículo aún no le dado una calle a la escritora Almudena Grandes).
Almeida se ha puesto a hacer cosas tarde y mal, justo en vísperas de las elecciones. Empezando por esa absurda y enésima remodelación de la Puerta del Sol, que solo sirve para incrementar las cuentas de las constructoras y, bueno, sí, darles trabajo a sus empleados. Una remodelación que ha aumentado el estrés de una ciudad donde todo va manga por hombro. Un Foro desbordante de basuras, ruidoso como una feria de pueblo, ahumado como un alto horno, habitado por cientos de miles de pacientes que llevan meses en las listas de espera sanitarias… Aunque también, y eso cabe reconocérselo a Almeida y su nueva ama, doña Isabel Díaz Ayuso, lleno de terrazas de bares donde sentarse a tomar una cerveza.
Tierno y Maragall
Uno tiene la edad suficiente para haber vivido aquel tiempo, el inmediatamente posterior a la muerte de Franco y el restablecimiento de la democracia, en que el alcalde de Madrid era Enrique Tierno Galván, el Viejo Profesor. Era un tipo díscolo para la dirigencia de su partido, el socialista de Felipe González, pero nos encantaba a la mayoría de los vecinos. Tenía una visión nítida para Madrid, no la quería sólo como una ciudad administrativa y de negocios, la quería también como una capital de la cultura europea. Una cultura que él, buen conocedor de lo clásico, deseaba que integrara lo apolíneo y lo dionisiaco de la antigua Grecia.
Mientras Almeida le pide a un asistente que busque en la Wikipedia qué carajo quiere decir eso de lo apolíneo y lo dionisiaco, y quizá también cultura, recordaré que en aquella época el alcalde socialista de Barcelona se llamaba Pascual Maragall, alguien que también contemplaba a su ciudad con las luces largas puestas. Quería que Barcelona fuera la sede de los Juegos Olímpicos de 1992 y que esa aventura sirviera para resucitarla como una de las grandes capitales de la cultura mediterránea. Y lo consiguió, vaya que lo consiguió.
Tierno y Maragall no eran gente que no había hecho en la vida otra cosa que una carrera política, que había entrado en las juventudes de su partido, luego habían sido concejales, después alcaldes y esperaban llegar a ministros, como el Juan de la serie protagonizada por Javier Cámara. Tierno había sido catedrático de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, preso del franquismo, profesor en la Universidad de Princeton, autor de decenas de libros y participante en muchas movidas clandestinas y democráticas. Aunque bastante más joven, Maragall tampoco era alguien sin oficio y beneficio. Nieto del gran poeta catalán Joan Maragall, antes de acceder a la alcaldía de Barcelona ya era un economista prestigioso que se había licenciado en Nueva York.
Las fiestas, las universales, las nacionales y, sobre todo, las locales, este es el gran terreno donde parece jugarse el resultado de las elecciones municipales
No quiero ser injusto. Ahora seguimos teniendo algunos alcaldes con una vida propia anterior a su cargo institucional y una visión de la vida municipal, y de la vida en general, que va más allá de las próximas elecciones. Ada Colau sigue intentándolo en Barcelona, Manuela Carmena lo intentó en Madrid. A la primera le zurra de lo lindo la caverna mediática por catalana y progresista; a la segunda la perdieron las querellas cainitas y sectarias de la izquierda, en las que ella misma metió torpemente la cabeza.
Pero no me acusen de partidista. Considero todo un modelo de éxito en la gestión municipal a Francisco de la Torre, alcalde del PP en Málaga desde el año 2000. De la Torre ha convertido una ciudad sucia y cutre en la capital cultural de Andalucía y una de las ciudades más atractivas para vivir de España, si no la primera. Una ciudad abierta, cosmopolita, tolerante, con muchos museos, con festivales de cine, con un centro bien restaurado… No conozco personalmente al alcalde malagueño, pero cuando algún amigo me dice que es un auténtico liberal, uno de los pocos en su partido, me lo creo.
Tampoco se alcen prematuramente en señal de protesta. Hay muchos alcaldes honestos, bienintencionados y laboriosos en las ciudades pequeñas, los pueblos y las aldeas de España, lo sé. Trato con algunos, gente que, en la pandemia de covid, visitaba a los enfermos sin estar acompañado o acompañada de fotógrafos y cámaras de televisión.
Ferias y alumbrados
Pero si no, da la impresión de que muchos de nuestros alcaldes compiten principalmente en el terreno de la iluminación navideña, una carrera iniciada, con gran éxito de crítica y público, por Abel Caballero, alcalde socialista de Vigo. Está claro que a la gente le gusta lo de la iluminación navideña. Cuanto más desmesurada, mejor. Cuanto antes empiece, mejor. Cuanto más tarde en apagarse, mejor. La Navidad devuelve a muchos vecinos a la infancia. Se van al centro, miran embobados las bombillitas y sienten que esta experiencia alivia o hasta mejora sus vidas. ¿Para qué amargarse con el puto cambio climático, el precio de la vivienda o las carencias de los servicios de recogida de basura y atención sanitaria? Don´t worry, be happy. Aunque sólo sea por unos días.
Las fiestas, las universales, las nacionales y, sobre todo, las locales, este es el gran terreno donde parece jugarse el resultado de las elecciones municipales. Si las fiestas van bien es que la ciudad va bien y así aumentan significativamente tus posibilidades de ser reelegido. España está dominada por un síndrome que podríamos llamar la locura de las fiestas. Año tras año, las Fallas, San Fermín, la Feria de Abril, el Corpus granadino, estas y todas las demás celebraciones locales son más largas, más ruidosas, más alcohólicas y más costosas que cuando yo era niño o joven. No importa que se conviertan en un espacio propicio para manadas de borrachos y acosadores sexuales. Lo que importa es que a la mayoría de los vecinos les encante y que salgan en las cadenas de televisión, de ser posible con unas declaraciones del muy sonriente primer edil. A falta de pan, bueno es el circo, pensaban los emperadores romanos.
Ya dije que soy federalista. Me gustaría que las consultas a los vecinos fueran más frecuentes de lo que son. Hablo de democracia directa, de preguntas a la ciudadanía sobre tales o cuales cuestiones importantes para la vida de su barrio o ciudad. No sólo para segregarse o cambiar de nombre, que conste. Y me parece que dice mucho sobre nuestro tiempo el que uno de los pocos referendos locales celebrados últimamente en España fuera el convocado por el alcalde socialista de Sevilla, Juan Espadas, en 2016. Preguntaba el regidor si los sevillanos deseaban o no alargar la Feria de Abril. Ganó el sí, claro. ¿Alguien lo dudaba?
He aludido a la necesidad de que el alcalde tenga una visión de su ciudad. De que sueñe cómo podría ser y lo proponga a los vecinos, tal y como hicieron en su tiempo Tierno y Maragall en Madrid y Barcelona. Pero ahora me doy cuenta de que sería injusto no reconocer que, en el fondo, los alcaldes o aspirantes a alcaldes del PP tienen una visión, una agenda más o menos oculta, más o menos explícita. Están obsesionados con imitar el modelo de la City londinense, el Wall Street neoyorquino, el Abu Dabi del Golfo Pérsico y el Pudong de Shanghái. Almeida y sus correligionarios quieren más empresas, quieren nuevos chiringuitos financieros, quieren decenas de escuelas de negocios, quieren Eurovegas, Chinovegas o lo que sea menester. Su sueño tórrido es el de una urbe erizada de rascacielos por la que circulen las limusinas y los helicópteros de los multimillonarios transnacionales. Y a los demás, que les vayan dando. Para ello reducen los impuestos a los que más ganan, se saltan las regulaciones urbanísticas y están dispuestos a despenalizar lo que sea menester: el fumeteo en espacios cerrados y hasta las putas, siempre que sean de lujo. Entretanto, van cobrando sus comisiones y proponiendo al electorado este modelo aspiracional: si nos votas, igual tú también tienes tu limusina, tu helicóptero y tu jet privado.
Es un sueño antiguo, pero ellos no lo saben. Es el sueño americano de los años 1990. Antes de que el cambio climático viniera a quedarse entre nosotros. Antes de que las crisis financieras se hicieran crónicas y llenaran de inseguridad y desigualdad nuestras ciudades. Ellos se creen modernos, pero son más antiguos que Lehman Brothers.