"El pasado es un país extraño [literalmente, extranjero: a foreign country]. Allí la gente hace las cosas de manera diferente”. Así empezaba El mensajero (The go-between, 1953), la novela de Leslie Pole Hartley llevada al cine casi veinte años después. Era la historia de un amor prohibido, centrada en el adolescente que hacía de cartero entre dos amantes de distinta clase social, el mediador inocente de una relación que no alcanzaba a entender. La cita, frecuente entre los historiadores, merece ser recordada nuevamente a la hora de afrontar el debate sobre la perspectiva colonial o postcolonial de los museos en nuestro país. La metáfora espacial y el conocimiento como un viaje son tropos muy asentados en nuestra tradición cultural (occidental, en efecto), presentes en Homero, John Locke o José Gaos, por citar a un poeta griego, un filósofo inglés y un transterrado hispano-mexicano.
Aquí y allá se aprecia la proximidad o semejanza entre los actos que aquí nos interesan: desplazarse, salir de lo familiar, buscar otro horizonte, toparse con novedades, apreciar la diferencia, multiplicar y enriquecer la experiencia.
Entonces, quizás no esté de más recordar algo que suele pasarse por alto en la reciente polémica sobre cómo descolonizar los museos: uno visita un museo, se pasea por sus colecciones o asiste a una exposición para aprender, un verbo que a unos les parecerá simplón y a otros machadiano.
No leemos para confirmar lo que ya sabemos; no vamos al cine para contemplar nuestras vidas. Tal vez lo hagamos para explorar otras cosas y otras vidas, y así regresar a las nuestras mejor equipados, con más perspectiva, un poco menos ensimismados.
Para encajar el debate en su contexto, precisamente, habría que empezar por romper el ensimismamiento ibérico, letal en tantas ocasiones y que ahora parece enfrentar a los partidarios de la leyenda negra contra los partidarios de la leyenda dorada. Unos se sienten culpables del pasado colonial; otros, orgullosos: dos actitudes que les hacen partícipes o responsables de hechos sucedidos hace siglos. ¿Lo somos? ¿Deberán cargar con nuestros méritos, faltas y carencias nuestros bisnietos? ¿Podemos adjudicar nuestros valores a los sujetos del pasado? Y de hacerlo, ¿qué impedirá que nuestros descendientes nos juzguen, nos condenen o nos exalten desde otros cuya existencia y sentido ni siquiera conocemos?
Sin embargo, las teorías postcoloniales o decoloniales no nacieron aquí ni ayer. Proceden del mundo académico y ofrecen un repertorio amplio, desde Edward Said a Homi Bhabha, un profesor palestino y otro indio que hicieron su carrera en Estados Unidos (en Columbia y Harvard, respectivamente). El primero fabricó el concepto de orientalismo, la mirada con que Occidente ha construido al otro, cómo lo ha dominado y estudiado; el segundo ha conectado el postestructuralismo y el psicoanálisis con los estudios coloniales alrededor de conceptos como hibridación, ambivalencia o mimetismo. La literatura es ancha. Y como ocurre con todas las corrientes o escuelas historiográficas, desde el materialismo histórico hasta la narrativa tradicional de la expansión de Occidente, la hay para todos los gustos: sofisticada, interesante, de garrafa, sólo apta para muy cafeteros.
Luego están los movimientos de protesta, también diversos, que incluyen el Rhodes must fall (contra el supremacismo blanco en Sudáfrica) o el Black lives matter (contra el racismo en los Estados Unidos), pero también los ataques contra las estatuas de Junípero Serra en California, Colón en medio mundo y hace poco James Cook en Melbourne. Así, mezclando churras con merinas, acabaremos fundiendo la lucha por los derechos civiles (tan legítima como occidental, habrá que decirlo) con el vandalismo indiscriminado. Es discutible si el Museo Británico debe devolver o entregar los frisos del Partenón a Grecia, pero a mí al menos me parece bastante inclusivo que la Cámara de los Comunes no haya retirado la estatua de Oliver Cromwell de los jardines de Westminster, para disgusto de los conservadores, los nacionalistas irlandeses y quizás del propio rey. A su antepasado en el cargo Cromwell le cortó la cabeza. Claro que una vez restaurada la monarquía, el nuevo rey ordenó que se la cortaran a él.
La narrativa de los museos
Para no acabar como Alicia en el país de las maravillas, donde aquella reina de corazones pedía que le cortaran la cabeza a cualquiera que la enojara mínimamente, después de desespañolizar el debate y leer algo sobre literatura colonial y decolonial, tampoco sería descabellado distinguir las dos cuestiones que aparecen en el horizonte de la discusión. Por un lado, está la restitución de ciertos tesoros o piezas fruto del expolio o la incautación indebida o ilegítima. Por otro, la narrativa de los museos, su relato, la historia que cuentan o sus argumentos, eso que en ficción se llama trama, en inglés plot y en griego, significativamente, mythos.
Sobre la restitución, en otros países hay comités de expertos, jurídicos y conservadores que hacen informes técnicos sobre algunos casos, puesto que la casuística es tan variada como el mundo. Es cierto que el origen de los museos occidentales apunta a los gabinetes de curiosidades renacentistas e ilustrados, a la construcción de los estados nacionales y a las prácticas coleccionistas de los imperios coloniales. El problema es que se necesita un bisturí muy fino para distinguir la acumulación de capital mimético de la fascinación por la belleza. O la voluntad de someter a otros del estudio de sus culturas. Por descontado, hay códices mayas que, de no haber sido preservados en museos occidentales, se habrían perdido. Por desgracia, hay devoluciones a pueblos originarios que se han traducido en una privatización y ocultación de las piezas los famosos bronces de Benín devueltos por Alemania). Por último y para mostrar la complejidad del asunto, algunas antiguas colonias también fueron metrópolis en su día y algunas antiguas metrópolis podrían considerarse hoy colonizadas culturalmente por antiguas colonias, hoy metrópolis (obviamente, los Estados Unidos, donde se ha gestado buena parte del discurso postcolonial).
¿Qué cuentan los museos o qué deben contar? ¿Deben contar algo en concreto? ¿Deben contar lo mismo? Aquí hay un debate bien interesante que debería encararse en España con sosiego, voces expertas y menos maniqueísmo del habitual. Lógicamente, los discursos museísticos cambian con el tiempo. Es legítimo y hasta saludable que lo hagan. Si no, seguiríamos contando las cosas como Herodoto (ni tan mal, diría alguno).
Lo cierto es que los relatos imperiales de antaño han cedido paso a visiones menos eurocéntricas, más globales, algo que no por casualidad se corresponde con el retroceso de Occidente en términos generales y no digamos de Europa en el tablero internacional.
Tras el debate de la descolonización se esconde una revisión del pasado de una época que parece tocar a su fin, marcada por la temprana globalización ibérica, el Renacimiento, la Revolución Científica, la Ilustración, los imperios coloniales y el olvidado siglo XX. Es la edad de la imprenta, que cede paso al mundo digital. Es la edad de la ciencia moderna, cuyo relato tradicional se ha visto socavado en las últimas décadas.
Es la época de la expansión de Occidente, cuyo declive es ya notorio ante el empuje económico y demográfico de los gigantes orientales. Europa comienza a figurar en los mapas como una península de Asia. El océano Atlántico ha cedido protagonismo ante el Pacífico, el Índico o el Golfo Pérsico. La dialéctica de la Ilustración, por emplear la fórmula de Horkheimer y Adorno, arrecia de nuevo. ¿Debemos salvarla o hacerle un juicio de residencia, que es como se llamaban en el siglo XVI las auditorías que se les hacía a los funcionarios coloniales tras su desempeño? ¿Fue Europa la cuna de la Ilustración o su resultado más depurado? Los derechos universales, las democracias parlamentarias y la liberación de la mujer, pero también el esclavismo, las guerras mundiales y el autoritarismo forman parte de este legado.
Rentabilizar el pasado
A mí, personalmente, me gusta que los museos y las exposiciones me cuenten historias, me enseñen cosas que no sabía y me inviten a pensar.
Me gustan los relatos bien armados, pero no los panfletos. Me gusta además que no todos me cuenten lo mismo, es decir, la variedad, que cada uno tenga su voz, su acento, su vocabulario y su lenguaje. Visitar un museo o una colección es exponerse a lo nuevo y lo desconocido, como viajar a un lugar lejano, en efecto. Uno no debería desplazarse al pasado para rentabilizarlo y menos para explotarlo o incluso esclavizarlo. No para ponerlo a su servicio, sino más bien para ayudarnos a ser menos prisioneros de nuestra identidad y más empáticos con la diversidad y la riqueza de las culturas que son y han sido.
Hace años, en la literatura especializada sobre los encuentros en los espacios coloniales, adquirió carta de naturaleza el término mediadores culturales (passeurs culturels en francés, brokers o go-betweens en inglés). Son los farautes o traductores, los cautivos o asimilados, los sujetos que viven en la frontera y que encarnan la hibridación, la pertenencia a ambos mundos en lo que Mary Louise Pratt llamó las “zonas de contacto”.
Acceder a las salas de un museo, perderse por sus pasillos y contemplar objetos, pinturas y artefactos elaborados por otros en otros tiempos, nos permite asomarnos a mundos que, como el mensajero de Hartley, no acabamos de entender del todo. A veces, la lejanía es insalvable, nos cansamos y nos lanzamos a juzgarlos desde la soberanía del presente.
Ver más¿Se puede restituir un expolio?
Pero la realidad es compleja. Y el pasado, además, extraño.
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*Juan Pimentel es historiador en el CSIC y autor de ‘Fantasmas de la ciencia española’ (Marcial Pons, 2020).
"El pasado es un país extraño [literalmente, extranjero: a foreign country]. Allí la gente hace las cosas de manera diferente”. Así empezaba El mensajero (The go-between, 1953), la novela de Leslie Pole Hartley llevada al cine casi veinte años después. Era la historia de un amor prohibido, centrada en el adolescente que hacía de cartero entre dos amantes de distinta clase social, el mediador inocente de una relación que no alcanzaba a entender. La cita, frecuente entre los historiadores, merece ser recordada nuevamente a la hora de afrontar el debate sobre la perspectiva colonial o postcolonial de los museos en nuestro país. La metáfora espacial y el conocimiento como un viaje son tropos muy asentados en nuestra tradición cultural (occidental, en efecto), presentes en Homero, John Locke o José Gaos, por citar a un poeta griego, un filósofo inglés y un transterrado hispano-mexicano.