Seguir siendo periodista fuera de Cuba y no sentirse exiliado

Cuba en pleno apagón total.

Darío Alemán

El periodista es cubano y vive en el exilio hace cinco años. No solo en situación de exiliado, sino en el exilio como limbo geográfico e identitario. El periodista sabe que habitar esta suerte de país sin frontera no lo convierte de pronto en ciudadano del mundo. Él se siente más bien ciudadano de ningún lugar. El exilio implica siempre un arranque, un destajo, una separación involuntaria, pero siempre se puede dejar todo atrás y empezar de nuevo. Lo recomendable en estos casos siempre será el desarraigo. El problema del periodista, sin embargo, es que es periodista y escribe sobre el país que tuvo que abandonar. Y lo que es peor: ese país ya no existe.

Técnicamente, Cuba sigue siendo un trozo de tierra habitado en el Caribe con unos cuantos rasgos culturales bien definidos. Pero ha cambiado mucho con el tiempo. El periodista presume de su buena memoria y puede recordar perfectamente cada una de las calles que recorrió durante los 26 años previos a su exilio. Esas calles siguen ahí, pero vacías y en ruinas. Cuba vive la peor de sus incontrolables crisis económicas y demográficas. La pobreza campea en esa isla que perdió casi el 20% de su población en los últimos tres años. Él sabe que, en el hipotético caso de que regresara mañana, el reencuentro no sería feliz, sino arqueológico.

A veces, más que periodista, se siente un astrónomo del siglo XV, de esos que reportaban la existencia de estrellas sin saber que solo llegaban a sus telescopios a través de la travesía cósmica de la luz. Como desconocían que la distancia espacial también es distancia temporal, pensaban que muchos de aquellos astros seguían allí, cuando en realidad ya se habían extinguido. Así sucede un poco con sus reportajes sobre Cuba. No importa cuán rápido le lleguen los testimonios de sus fuentes o qué tan constante y veloz se divulguen las noticias por redes sociales. Él no está allí, los detalles que conforman la realidad no lo alcanzan, o no como él quisiera. Mientras informe sobre su país, está condenado a escribir en pasado.

Muchos años atrás, incluso antes del nacimiento del periodista, Fidel Castro reunió a sus más cercanos seguidores en un inmenso teatro e inauguró el Partido Comunista de Cuba. Luego, como si se tratara de una perogrullada, hizo notar lo absurdo que resultaba gastar papel y tinta en varios periódicos si todos dirían lo mismo. Así nació Granma, el órgano de prensa del Partido (y se oficializó la muerte de la libertad de prensa en la isla). Cuando todavía era estudiante, al periodista le contaron esta historia muchas veces. Sus profesores esperaban que la aprobase, pero él solo se lamentó de que aquel día hubieran condenado a la orfandad cualquier intento de hacer periodismo en su país. Otros jóvenes periodistas sintieron la misma incomodidad. Había que superar una elipsis de más de medio siglo, comenzar de cero.

No hubo nunca mejor oportunidad para retar al poder que entre 2015 y 2017, los años de la distensión entre Cuba y Estados Unidos. Como gesto a su nuevo socio, la dictadura debía mantener cierta imagen de tolerancia política. El contexto generaba expectativas variadas: mientras en el mundo esperaban encontrar pronto McDonald’s en La Habana, los periodistas jóvenes pensaban en abstracciones como la libertad de prensa. Algunos se atrevieron a actuar y así emergieron proyectos de todo tipo: culturales, comunitarios, deportivos, diarismo generalista. Eran nuevos medios digitales hechos sin un centavo, y tan sofisticados como lo permitían una conexión pésima a internet y una plantilla gratis de WordPress.

El periodista se unió a otros como él en El Estornudo, una revista digital que apostaba por el periodismo narrativo. Querían hacer en Cuba aquello que el resto de América Latina llevaba haciendo los últimos 50 años. Pero las cosas fueron más difíciles de lo esperado. Las investigaciones, por ejemplo, eran siempre incompletas porque encontraban sus límites en las infranqueables fuentes oficiales. Los datos, por más inocuos que sean, son guardados en Cuba con recelo; y quien los revele es siempre castigado con severidad. El periodista comprendió entonces que el secreto de la fortaleza de los totalitarismos reside justamente en hacer de todo un secreto. Y también en el miedo.

El periodista se unió a otros como él en El Estornudo, una revista digital que apostaba por el periodismo narrativo. Querían hacer en Cuba aquello que el resto de América Latina llevaba haciendo los últimos 50 años

Cierta vez, durante una noche tormentosa, un tornado atravesó varias de las zonas más pobres de La Habana. El periodista fue a la mañana siguiente a reportear las huellas del cataclismo. El tornado dejó varios muertos y cientos de casas en el suelo. Las viviendas que corrieron con mejor suerte perdieron solo el tejado. A esas horas comenzaban a aparecer las pertenencias de cada vecino varias calles más lejos de donde fueron arrancadas. Como siempre, quienes lo perdieron todo fueron los que vivían con casi nada, y el gobierno no parecía muy dispuesto a ayudarles. El periodista habló con una mujer, madre de dos niños, que por un golpe de suerte sobrevivieron a esa noche. La mujer estaba dispuesta a dar su testimonio, pero su expresión cambió cuando el periodista se reveló como tal. Ella casi echó a correr, aterrorizada, diciendo que su vida estaba demasiado jodida como para buscarse ahora problemas con las autoridades. La proscripción del periodismo, por transitividad, se extendía al periodista, y para la gente aquel estigma resultaba contagioso.

Para la dictadura que lo obligó a marcharse, es el enemigo, un gusano; para muchos cubanos fuera de la isla, un desertor del ejército anticastrista, un cómplice de la dictadura que huele a progresismo

Entonces supo lo que era la persecución. Salir a buscar historias se volvió un juego de astucia para no ser capturado en el acto por la policía política, y publicarlas, la garantía de una amenaza, una detención, un interrogatorio, un sitio policial en los bajos de su casa. Las buenas relaciones con Estados Unidos habían terminado y ya nada le impedía al régimen reprimir cualquier disidencia. Muchos no resistieron las presiones sobre ellos y sus familias y marcharon pronto al exilio. Otros fueron obligados a la delación o a escribir falsas confesiones y arrepentimientos públicos con un estilo de redacción estalinista. Los mea culpa llovían y engendraban terror, el acceso a los nuevos medios digitales fue bloqueado, los ciberataques se hicieron comunes y las leyes convirtieron en delito un simple post en redes sociales. Hacer periodismo fuera de los parámetros del Partido era pecado capital. Se trataba de una auténtica cacería y el periodista no tardó en caer.

El último interrogatorio fue en noviembre de 2020. El periodista fue citado en una estación policial, como de costumbre, pero esa vez, cuando llegó, lo obligaron a subirse a un auto y lo trasladaron a otro sitio. El interrogador fue el teniente coronel Rolando de la policía política. Se presentó intencionalmente sin apellidos. El periodista sabía que ni siquiera se llamaba así porque los represores suelen ocultar su identidad de esta forma, usando sus nombres de guerra. Hace 66 años que hasta las cosas más comunes son bautizadas en Cuba con espíritu castrense. El ahorro de electricidad, los insólitos planes económicos del gobierno o la producción de tornillos, todo se concibe siempre como una batalla, un combate, una lucha, una campaña. Por eso no era de extrañar que el teniente coronel Rolando sintiera realmente que libraba una guerra contra el periodista.

Obviamente, no lo acusó formalmente de hacer periodismo, sino de negarse a hacer apología de la Revolución y sus líderes. El periodista era culpable de sacar los trapos sucios del país. La miseria, la corrupción, la censura, el abandono casi absoluto de las poblaciones más marginales no tenían cabida en el relato revolucionario. Cuba debía ser contada como un paraíso único, blindado contra todo mal. Después de cuatro horas de intimidaciones, el interrogador dejó caer sin sutilezas aquello que, a su entender, hacía excepcional a la Revolución: “Nosotros no somos una dictadura. Somos una dictasuave. En otro país te hubiéramos matado”. El periodista, se supone, debía estar agradecido.

El teniente coronel Rolando de la policía política lanzó entonces un ultimátum: el periodista no podía seguir siendo el periodista, de lo contrario, quedaría atrapado en Cuba, muy probablemente dentro de una cárcel. Pero el periodista no estaba dispuesto a ser otra cosa, porque tenía poco más que su oficio. Unos días después, huyó en secreto. Recorrió media isla en carretera de noche hasta Camagüey y agarró un vuelo a México. Encima llevaba todas las pertenencias que pueden caber en un equipaje de mano y la incertidumbre natural de los reinicios forzados.

El periodista conoció entonces lo que es el fuego cruzado de las trincheras ideológicas. Le costó aceptarlo al principio, pero luego entendió que ese es el precio de respetar su trabajo en los contextos polarizados. Para la dictadura que lo obligó a marcharse, es el enemigo, un gusano; para muchos cubanos fuera de la isla, un desertor del ejército anticastrista, un cómplice de la dictadura que huele a progresismo. La lógica de ese corrimiento es terrible, pero natural: si el castrismo se autodefine de izquierda, su contrario debiera ser de un signo político totalmente opuesto. Así, mientras que para el periodista el exilio siempre ha sido un territorio indeterminado, para otros es una cofradía política reaccionaria que exige una militancia incuestionable. Si no adoras a tipos como Trump es porque, necesariamente, adoras a tipos como Castro. Esa es la fórmula mesiánica dominante de este exilio: un simple revés de la fórmula del régimen cubano.

Periodismo de sangre y fuego

Periodismo de sangre y fuego

No resulta fácil informar sobre un país al que no puedes volver y cada vez conoces menos, y al mismo tiempo ignorar a una comunidad que reproduce las mismas prácticas de censura autoritaria que dice rechazar. Para el periodista los frentes son amplios y desgastantes. ¿Sigue valiendo la pena? El periodista cree que sí, aunque sea para aliviarse con la idea de que no todo fue en vano y seguir siendo el periodista, no el exiliado.

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Darío Alemán es periodista cubano en ‘El Estornudo’.

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