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Y tú, ¿por qué sigues en Instagram?

Una mujer mira su pantalla de móvil ante un display de redes sociales.

Alba Lafarga

Las redes sociales ya no son una plaza pública. Seguramente nunca lo fueron, pero sí que hubo un tiempo en que estas plataformas privadas permitieron la conexión y organización real entre la gente de todo el mundo. Han pasado más de veinte años de la Primavera Árabe o el Occupy Wall Street y más de una década del 15M. Pero sigue siendo remarcable destacar el abanico de posibilidades que se abrieron a través de las redes sociales más populares del momento; ya fuera para explicar en tiempo real el desarrollo de la protesta, movilizar a la ciudadanía o para ver el contagio en todo el mundo. Invocar este espíritu revolucionario hoy no es un acto de nostalgia y derrota, sino que, como escribe Marta G. Franco en Las redes son nuestras (Consonni, 2024), es más bien un recordatorio de la fragilidad de estas plataformas y cómo el poder sobre la información y la comunicación online no siempre ha estado en manos de los monopolios opacos preocupados por la retención de nuestra atención.

Ya hace tiempo que nuestra experiencia en las plataformas digitales mainstream está sorteada por bots y cuentas falsas dirigidas a alterar un supuesto termómetro social. X se ha convertido en un espacio de contenido promocionado, ticks azules y excesiva información sobre las IAs, criptomonedas e hilos sobre cada nueva actualización del Chat GPT. Instagram ya no nos enseña las publicaciones más recientes de nuestras amistades, sino que opta por mostrar primero aquellos contenidos que pueden generar más interacción, incluso los de cuentas que no seguimos, imitando la lógica de TikTok. Y a pesar de todo, seguimos ahí. ¿Qué nos mantiene en estas plataformas?

En primer lugar, la mayoría llegamos porque resultaban muy fáciles de usar. Youtube, Instagram o TikTok han conseguido desarrollar interfaces sencillas y amables de consultar para la mayoría de la ciudadanía con acceso a internet. Aunque los primeros códigos de sistemas de conexión online se cocieran en universidades y en hacklabs, no fue hasta la puesta en marcha de las plataformas de Silicon Valley que el público no iniciado en programación empezó a participar activamente de la creación en red. Aunque, como señala el escritor Cory Doctorow en The Internet Con (Verso, 2023), el acceso sería más democrático si no hubieran vallado cada plataforma con la obligación de iniciar sesión y fueran, por tanto, interoperables; es decir que no necesitaras un usuario en cada plataforma para interactuar, sino que funcionara como los correos electrónicos, con los que puedes escribir a gente con diferentes dominios.

Una vez se instauraron los espacios cómodos y fáciles de habitar llegó el efecto de red. Cada vez más personas se abrían cuentas en las diferentes plataformas para retomar el contacto con amistades que vivían lejos o con las que ya no coincidían en su día a día. Al mismo tiempo, conocimos gente nueva de ubicaciones aleatorias con las que compartíamos gustos e intereses concretos que seguramente no teníamos en nuestro entorno cercano. Al final, hemos terminado desarrollando una dependencia a estas plataformas porque allí están hablando y compartiendo mundo gente que nos importa. Y también, porque devinieron nuestros muros personales para gritar a un vacío donde siempre había alguien.

El elemento más revolucionario que nos dieron las redes sociales fue la apertura de mundos; la democratización del conocimiento. De Wikipedia a Tumblr y 4chan y todo lo que se filtraba también a Instagram y Twitter. De repente, tuvimos acceso directo a muchísimas más realidades, se maximizó nuestra capacidad de interactuar, preguntar y compartir dudas sobre experiencias vitales que antes eran escasas. Fue un gran momento para el descubrimiento del feminismo para muchas jóvenes y la creación de un espacio de encuentro para la comunidad LGTBI. Sí, les hacíamos —y les seguimos haciendo— el trabajo a las macroempresas de redes sociales con nuestra presencia y contenido, pero si estamos ahí es porque nos acercan realidades, historias y conocimiento que tardaríamos mucho en averiguar de otras formas. Es imprescindible mencionar todo el trabajo de cuentas de memes en Instagram que consiguieron cambiar el centro gravitacional de la conversación pública y poner sobre la mesa temas que hasta hace poco habían sido tabú, como la salud mental o la sexualidad, tal y como explica Proyecto Una en el artículo En redes hablamos de lo que antes se ocultaba para La Directa.

Pero no solo han sido un espacio para la propagación de ideas y discurso crítico, sino que también se convirtieron en herramientas al servicio de la acción online. Más allá de las primaveras árabes, el 15M, el #MeToo o el #BlackLivesMatter hay que destacar la creación de las redes colaborativas para la organización de grandes colectivos como los grupos de fans. A pesar de la constante infantilización de estos colectivos, que en nuestro imaginario están formados por chicas adolescentes llenas de energía caótica, en realidad han conseguido crear espacios dentro de Instagram y TikTok que escapan a la normalidad; para ellas son un lugar de expresión para compartir, debatir, enfadarse y equivocarse, pero, sobre todo, para construir en común. Abren una brecha en la normatividad imperante para hacer aparecer lo que no se esperaba. Para entenderlo podemos remitirnos a la idea del glitch, el error en el sistema del que habla Legacy Russell en Feminismo glitch (Holobionte Ediciones, 2022).

Persistir en estas redes es una forma de no querer dejar ir espacios que se han convertido en pequeños cuartos de nuestra casa o nuestro barrio y que ahora visitamos un poco por inercia

El glitch es la fisura desde donde es posible transgredir el orden e inaugurar nuevas formas de ser y transformarnos; sus formas de actuar nos permiten ver el imaginario digital como oportunidad. Por más energía caótica que puedan contener las comunidades de fans, es innegable su capacidad de generar y extender discurso, pero también su poder de incidir en el mundo. Pensemos, si no, en la ARMY, las fans del grupo surcoreano de K-pop BTS, que no sólo se movilizan para colocar las canciones de sus idols en el top global sino que también se organizan para enfrentarse a todas aquellas iniciativas que atentan contra la diversidad que tanto ha defendido la banda. Estuvieron imparables atacando la web federal que pedía imágenes para identificar a los manifestantes de EEUU tras el asesinato de George Floyd en manos de la policía, así como ahogaron la reacción racista #WhiteLivesMatter en redes compartiendo fancams y mensajes que desvirtuaban la contraprotesta en redes. También dejaron un acto de campaña de Donald Trump vacío a través de la reserva masiva de su aforo y hace unos meses destinaron sus energías a denunciar una actitud racista de Pablo Motos en el programa El Hormiguero.

Posibilidad de la conversación pública

A decir verdad, más allá de los colectivos más organizados y cohesionados de internet ¿cuánto queda de la posibilidad de la conversación pública en las plataformas digitales mainstream hoy? Su interés nunca fue la instauración de una plaza abierta y amable para todo el mundo, sino hacer dinero. De modo que cuando se iniciaron dinámicas como raids de odio en comentarios de vídeos o en respuestas a posts de Instagram —casi siempre dirigidas a la presencia de cuerpos disidentes online— no se hizo absolutamente nada para evitarlos ya que dichas interacciones generaban muchísimo engagement. Y a más engagement, más valor tiene el producto para los posibles anunciantes.

En los últimos cuatro años, la proliferación de anuncios y la rápida conversión de muchos creadores de contenido en marcas ha cambiado el uso que hacemos de redes como Instagram o TikTok. Aún mantenemos el contacto con nuestras amistades a través de las historias de Instagram, pero en general estamos allí para seguir a las personas con las que tenemos una relación parasocial. Somos lurkers de vidas que no nos quedan tan lejos, pero de las que no formamos parte: artistas que nos cuentan que venderán un nuevo fanzine en el próximo Anti-Gutter, prescriptoras culturales que no se pierden ningún estreno teatral, la vídeo reseña de la enésima nueva promesa de la literatura y los infinitos clips graciosos de todos los pódcasts y shows de stand up habidos y por haber. Todo nos ayuda a construir una identidad online: aquello con lo que inspirarnos y que nos gusta que nos rodee en nuestros paseos online como si de una estética se tratara.

Persistir en estas redes es una forma de no querer dejar ir espacios que se han convertido en pequeños cuartos de nuestra casa o nuestro barrio y que ahora visitamos un poco por inercia. Seguro que mucha gente los sigue usando ante la ausencia de alternativas con interfaces igual de intuitivas y con tantos usuarios activos. Y hasta hay quien afirma que lleva en Instagram desde el principio y que lo considera su archivo de fotos personal donde seguir subiendo imágenes a pesar de un algoritmo que ya no destaca por mostrarnos imágenes sino vídeos. Al mismo tiempo, estas redes siguen siendo un espacio para informarnos de qué está pasando en el mundo siempre y cuando consultemos fuentes diversas y, sobre todo, gracias a la capacidad colectiva de verificar y desmentir bulos. Probablemente la única aplicación interesante que ha nacido en X después del despido del 80% de su plantilla —la mayoría moderadores de contenido—, fue las ‘Notas de la comunidad’, a través de la cual los usuarios pueden añadir datos para verificar o desmentir la información de un tuit. Una vez más, el trabajo recae sobre los usuarios que trabajan gratis por una aplicación cada más privatizada, pero a la vez es de agradecer una herramienta que muestra a tiempo real (y no en diferido y cuando ya nada importa como ocurre con las páginas de verificación de información) cuando se ha difundido una mentira o una verdad a medias.

También podría ser que la entidad que han tomado las redes sociales mayoritarias en los últimos años tenga un significado más profundo en nuestras vidas de lo que pensamos. Rastreando hilos y preguntas en Reddit sobre por qué seguimos en Instagram me topé con una respuesta muy reveladora: “sigo en Instagram para que los desconocidos sepan que soy real”. Hemos asumido que la mayor parte de la gente con la que interactuamos tiene una historia rastreable en internet, unos restos que confirman que esta persona tiene una vida que mostrarnos a través de la pantalla. Un perfil sencillo pero personal en Instagram o Linkedin nos puede servir como DNI digital para toda la gente que acabamos de conocer, la prueba de que no somos un bot. No todo el mundo tiene un perfil online, pero para según qué profesiones o estado civil —solteros en Tinder— no tenerlo es un lujo. La omnipresencia de las redes sociales en nuestro día a día nos ha conducido a usarlas por defecto cada vez que alguien nuevo entra en nuestras vidas. Nuevo empleado en la oficina: consultamos en Linkedin de dónde viene y qué ha estudiado. Conoces a alguien con quien tienes amigos en común: follow directo para poder mantener el contacto y establecer amistad si os habéis caído bien. Haces match en Tinder: abres Instagram para comprobar que la persona no sea asesina en serie y tiene amigos.

Contra la decepción del periodismo

Contra la decepción del periodismo

A decir verdad, las redes sociales siguen siendo, sobre todo, un espacio donde compartir mundo. Ventanas abiertas a ideas, debates y reflexiones estimulantes a la par que entretenidas. Los comentarios en TikTok son una buena prueba de ello, donde día sí, día también, se desarrollan emocionantes disputas sobre la mejor receta para hacer pan y se debate si la nueva canción viral en la plataforma es un plagio de un hit pasado. A lo mejor dentro de unos años y con la aparición de perfiles falsos creados con Inteligencia Artificial terminaremos usando CAPTCHAS para discernir entre personas y fantasmagorías de persona online, pero por ahora nos guiamos por los amigos e intereses en común. Y tú, ¿por qué sigues en Instagram?

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Alba Lafarga es gestora cultural y videoensayista.

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