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'Chewing gum': una comedia deliberadamente vulgar sobre raza, clase, sexo y religión

Tracey, una joven británica de 24 años, afrodescendiente, hija de madre soltera y criada en un estricto hogar evangélico en un barrio obrero de Londres, se prepara para su gran empresa vital: perder la virginidad. En la soledad de su habitación, y ataviada con un pijama rosa, comienza sus oraciones. "Necesito la valentía que tú tuviste para decirles que eras el hijo de Dios", dice, besando un póster de Jesucristo. "Y necesito la fuerza que tuviste tú para cambiar del r'n'b al hip hop cuando dudaban de ti", añade, haciendo lo propio con uno de Beyoncé

La escena es una muestra representativa de la serie Chewing gum (Channel 4, disponible en Netflix), creada por Michaela Coel a partir de su trabajo de final de estudios. Tres años después de que aquel primer monólogo teatral llegara a estrenarse en el National Theatre tras recorrer las salas alternativas, la actriz, dramaturga y guionista —no ha tomado aún la dirección de ninguno de los 12 capítulos emitidos— se ha hecho con dos premios Bafta y el reconocimiento de la televisión británica, una admiración que ha empezado a contagiarse a Estados Unidos gracias a su emisión en la plataforma de streaming.

Y eso que la apuesta era arriesgada. No solo por la equiparación entre el hijo del dios de los cristianos y la diosa de la industria musical o el tratamiento del ambiente represor de la Iglesia evangélica. Tracey ha dejado de estudiar y trabaja en una tienducha de barrio. Vive con su madre (Shola Adewusi), una cristiana pentecostal que sueña con fundar su propia Iglesia y va dando coloridos sermones aquí y allá, y su hermana Cynthia (Susan Wokoma), perfectamente feliz con la vida que su madre y su pastor han pensado para ella. Su novio (John MacMillan), tan creyente como Tracey pero de clase media-alta, rechaza toda intimidad más allá de la oración. Pese a su aire de mujer de mundo, Candice (Danielle Walters), su mejor amiga, empieza a estar aburrida de la vida sexual con su pareja de siempre. El único motor que mueve la acción, al margen de las tramas secundarias, es la voluntad de Tracey de dejar de ser virgen. 

Coel tiene, además, una concepción libre, gamberra y deliberadamente vulgar del humor, que con frecuencia rebasa ampliamente los límites de la vergüenza ajena. Estas son algunas de las premisas que se pueden ver a lo largo de sus dos temporadas: absolutamente desconocedora de en qué consisten las relaciones sexuales, Tracey acaba chupando con fruición la nariz de su nuevo novio; la familia de Candice se propone hacer algo de dinero organizando una sesión de tupper-sex hasta que se descubre que los dildos son de segunda mano; Tracey acaba teniendo que dormir en la tienda en la que trabaja, tapándose con trozos de papel de cocina mientras mantiene que no está okupando, sino que comienza su turno realmente temprano. Algo que no se parece en nada, como se ve, al tradicional humor inglés

No es de extrañar. Coel tampoco es la tradicional humorista inglesa. Para empezar, no es un señor blanco de tez extremadamente pálida. El nombre real de esta artista nacida en 1987 es Michaela Ewuraba Boakye-Collinson —pensó que era más práctico cambiarlo por Coel cuando le convencieron de que nadie lo recordaría—, hija de ghaneses emigrados a Londres y criada solo por su madre y su hermana, residente de un bloque de protección oficial, conversa al cristianismo pentecostal, estudiante universitaria de sendas carreras que abandonó y escritora tardía inspirada por los Salmos bíblicos. Son casi todos ellos rasgos que comparte con la Tracey de ficción, a la que otorga además la inocencia de una cría de cuatro años y un optimismo a prueba de —numerosos— tropiezos. 

Así, lo que bien podría haber sido un drama televisivo se convierte en una serie descacharrante que ha sido definida en su país como "el futuro de la comedia" o como "una loncha de la vida urbana de clase obrera devorada ruda y gloriosamente delante de tus narices". Esto último quizás sea uno de los secretos de Chewing gum. El retrato que hace Coel de los bloques de viviendas de protección oficial en los que enmarca su serie están lejos de las sombrías representaciones que se hacen habitualmente de ellos. Hay color y luz —es intencionado: siempre graba en verano—, hay solidaridad en lugar de enfrentamiento y un entusiasmo generalizado que choca con el derrotismo que se achaca a sus habitantes.

Aunque sus personajes serían juzgados como perdedores en el mundo real, parecen razonablemente felices en la ficción. En una escena, Tracey le pregunta a su hermana Cynthia qué quiere de la vida, y ella le responde: "Nada". No hay juicio alguno sobre ese conformismo, pero tampoco se da por sentado que los personajes estén encerrados en ese micromundo —por mucho que al final de la primera temporada Tracey tenga que regresar al hogar con el rabo entre las piernas—. Esto se debe principalmente, como ha defendido la autora en varias entrevistas, al ejemplo de su madre, que empezó siendo limpiadora pero se sacó luego la carrera y el máster en psicología, y hoy trabaja para la sanidad pública. 

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Lo que resulta también sorprendente es la soltura con la que Michaela Coel se mueve por asuntos más que espinosos: la raza, la religión, la clase, el deseo femenino. La franqueza que a otros les hubiera costado más de un pinchazo en ella no es más que ligereza. Quizás porque trata la ficción con la misma displicencia que trata su propia vida. Habla con soltura y ninguna ceremonia de su conversión al cristianismo —porque, en la vida real, fue Coel quien introdujo a su madre en la religión y no al revés—, confesando haber sido demasiado "militante y juzgona": "Les gritaba en sus casas: '¿Qué estáis haciendo? ¡Jesús os ama! ¡No sois felices con vuestra vida! ¿Por qué no escucháis?". Pero también aborda sin dramatismo su alejamiento de dios, cuando comprendió, en la escuela de teatro, que sus amigos gais no necesitaban para nada a Jesucristo.

Cuando la guionista habla de religión, puede ser mordaz sin ser hiriente. Igual de airosa sale de la temática racial: es capaz de ignorarla en muchos casos —Candice es la única persona racializada de una familia de blancos, cosa de la que jamás de habla— y afrontarla radicalmente en otros —"Siempre he creído que los blancos eran malos besando y no es su culpa, es solo que tienen los labios muy pequeños y no pueden afrontar el reto de unos labios como los míos", suelta Tracey— sin arrancar de nadie más que carcajadas. En sus propias palabras"Empieza a escribir tus propias historias si quieres que sean contadas"

Chewing gum ha tenido, no obstante, un crecimiento lento. Así lo explicaba Coel: "Creo que la gente vio un programa que a) estaba en E4 [filial de Channel 4], que es un canal bastante pequeño; que b) hay una protagonista mujer; y c) ocurre en un bloque de protección oficial y todo el mundo es pobre. Entonces la gente asume que no es para ellos. Lo que hicieron los Bafta, y por lo que estoy muy agradecida, es hacer que la gente dijera: 'Eh, ¿qué es eso?'. Pero es una pena que la gente necesite esas cosas". Porque, en última instancia, la serie es también un triunfo de la diversidad en una televisión todavía muy homogénea. El discurso que Coel dio en los Bafta es revelador en este aspecto: "Si hay alguien ahí fuera que se parece a mí, o que se siente fuera de lugar, y que intenta dedicarse a la actuación y esas cosas, solo digo: eres hermoso, acéptalo; eres inteligente, acéptalo; eres poderoso, acéptalo". 

Tracey, una joven británica de 24 años, afrodescendiente, hija de madre soltera y criada en un estricto hogar evangélico en un barrio obrero de Londres, se prepara para su gran empresa vital: perder la virginidad. En la soledad de su habitación, y ataviada con un pijama rosa, comienza sus oraciones. "Necesito la valentía que tú tuviste para decirles que eras el hijo de Dios", dice, besando un póster de Jesucristo. "Y necesito la fuerza que tuviste tú para cambiar del r'n'b al hip hop cuando dudaban de ti", añade, haciendo lo propio con uno de Beyoncé

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