Cuerpos estelares

Jane Fonda contra la muñeca Barbie

Jane Fonda en 'Barbarella'.

En 1959 Mattel comercializa la muñeca Barbie. Durante las décadas que siguieron, se convertirá en una de las bestias negras de las feministas estadounidenses: un objeto ideológico, que refleja y refuerza la opresión de las mujeres. Las críticas se centraban en su cuerpo, post adolescente, bien desarrollado, en el modo en que promovía unas proporciones poco realistas, un ideal frustrante que mediatizaba el deseo de los hombres y la imagen que las mujeres tenían de sí mismas. 1959 fue también el año en que, tras un breve periodo como modelo y en las tablas, Jane Seymour Fonda rueda su primera película, Me casaré contigo, con Anthony Perkins, dirigida por Joshua Logan. Fonda en aquellos años era la viva imagen de la muñeca Barbie. Había heredado de sus padres una figura estilizada, era poseedora de una espectacular melena leonina, una dentadura deslumbrante y feroz, y su paso por instituciones exclusivas (Emma Willard, Vassar) había añadido un aura que evocaba privilegio. Bajo esta superficie impecable, había emociones turbulentas: cincuenta años después hablaría de sus trastornos alimenticios (bulimia), de sus problemas de autoestima, de su sentimiento de culpa por el suicidio de su madre, de su necesidad de ser amada por un padre, el actor Henry Fonda, que no sabía expresar, quizá sentir, amor. Estos contrastes son el motor de su carrera, la materia prima de su sentido hoy en día.

Tanto Fonda como Barbie siguen con nosotros setenta años después. Barbie sigue careciendo de interioridad y su historia es la que otros han contado. Jane Fonda ha exhibido la suya, contado su historia, ha hecho de su vida y su relación con su cuerpo un ejemplo de errores y ha sido agente de cambio. A veces se olvida que, sí, un actor interpreta o encarna, pero también cuenta una historia. Las estrellas lo son porque sus historias son especialmente relevantes.

Su primera etapa como actriz, en los Estados Unidos y en Francia, explotaba su silueta, su piel, su melena, su rostro y esos ojos en los que el gurú de actores Lee Strasberg vio pánico. Al elegir estos papeles se prestaba a una sexualización que la convertía en material de fantasías para hombres heterosexuales en una era en que, a medida que la censura se hacía menos rígida, el cuerpo de la mujer se ofrecía como algo accesible para una mirada masculina desculpabilizada. Sucedió en el lecho marital a Brigitte Bardot, y en sus películas francesas hay un intento bastante consciente de evocar a la primera señora Vadim. Barbarella (1968) es hoy un placer culpable, pero es comprensible que esta historia de una ninfa espacial, inocente y despreocupadamente sexual, no se granjease muchos partidarios entre la intelectualidad en aquel año revolucionario. Para muchos esto ha hecho de ella una actriz que es difícil de tomar en serio.

Ciertamente su imagen de aquellos años era la de otras muchas aspirantes a entrar en la galería de objetos accesibles para libidos poco imaginativas. Esto en una época en que la sexualidad empezaba a verse como algo complejo: a inicios de la década, en los Estados Unidos, empezaban a popularizarse ensayos dirigidos a las mujeres invitándolas a reflexionar sobre su situación y tratar de cambiarla: Sex and the Single Girl, de Helen Gurley BrownSex and the Single Girl, aparece en 1962, invitando a las mujeres a explorar la independencia sexual; y en 1963 se publica The Feminine Mystique, de Betty FriedanThe Feminine Mystique que supuso un cambio en el modo en que el cuerpo de la mujer circula en la sociedad. En esa década de concienciación y exploración, la hija de Henry Fonda hacía de prostituta satisfecha en La gata negra y de joven frígida en Confidencias de mujer (ambas de 1962), mostraba su cuerpo erotizado en películas francesas, emergía desnuda de un traje espacial, y rodaba una serie de comedias sexuales en las que hacía el papel de ingenua sexy, como Cualquier miércoles (1966) y Descalzos en el parque (1967). Pero no podemos quedarnos ahí. Incluso en Hollywood los sesenta son años de transición y hay que ver en estas apariciones algo innovador, incluso refrescante después de los silencios de los cincuenta. La gata negra introducía prostitución y lesbianismoLa gata negra, y el elemento adúltero de Cualquier miércoles habría estado prohibido en la década anterior Cualquier miércolesal reconocer con cierta ligereza que ciertos hombres casados tenían queridas fijas. El desnudo, no prohibido pero inexistente en el Hollywood clásico, parecía en aquellos años un logro contra el puritanismo. En realidad el primer efecto de la permisividad fue el porno blando dirigido a los hombres heterosexuales. Así, Fonda ocupaba una posición precaria entre la modernidad y la mirada tradicional masculina.

Otras actrices importantes de la época, sobre todo Natalie Wood y Shirley MacLaine, dialogaron con el aperturismo sexual en Hollywood. Entre Fonda, Wood y MacLaine acapararon papeles de adúlteras, frígidas, ninfómanas, strippers y prostitutas. Wood murió en 1981 aunque su carrera pierde relevancia a principios de los setenta y MacLaine posiblemente no morirá nunca del todo (o vivirá muchas más veces), pero abandonó con la madurez el discurso sobre la sexualidad femenina especializándose en madres locatis. No así Fonda, que dedicó parte de su vida y parte de sus papeles, a una reflexión sobre el lugar de la mujer, de sus cuerpos, en la historia.

No fue fácil. El lugar que Fonda ocupaba en la imaginación cultural devino en encasillamiento que parecía impedirle madurar. En 1969 despierta políticamente implicándose en el movimiento contra la guerra del Vietnam (algo que la convertiría en una de las mujeres más odiadas por la América conservadora). Esto tiene un correlato en su carrera: deja atrás su etapa de mujer objeto y decide tomar las riendas de su cuerpo en películas como Danzad danzad malditos (1969) y Klute (1971). En la primera de ellas, Fonda aparece desaliñada, suda, llora, escupe al hablar, su voz se hace áspera, su cuerpo pierde rigidez. En la segunda hace de prostituta que se convierte en la obsesión de un policía y de un asesino. Dirigida por Alan Pakula y fotografiada por Gordon Willis, de repente Fonda habita un mundo turbio, real, en el que las prostitutas no son criaturas hermosas que visten de Givenchy. En aquellos años, Fonda fue incluso fichada por la policía y detenida en acciones con Tom Hayden, uno de los siete de Chicago, que se convertiría en su marido. Sus esfuerzos fueron en vano: para el gran público seguía siendo Barbie. En una entrevista de aquellos años con Dick Cavett (una especie de Pablo Motos sarcástico y de gestualidad austera) le vemos babeando ante ella. El propio Jean-Luc Godard, tras aprovechar su nombre en Tout va bien, descalificó su activismo en la posterior Carta a Jane, en la que viene a acusarla de no ser más que una niña pija que jugaba a ser de izquierdas.

Por otra parte, Fonda fue también muy reticente a etiquetarse como feminista. Lo haría más tarde, pero en aquellos años sus aventuras políticas, profesionales y sexuales reflejan una evolución personal. Como muchas mujeres después de ella, declararía que es la lucha de cada mujer, como reflejan sus personajes, la que permite la liberación. Comprendió tarde que no era así, que ciertas ideas sobre la mujer son una jaula que atrapa, y entonces pudo recordar su experiencia con Vadim, con Cavett, con Godard, para explicar que, sí, que los hombres, por sí solos, no van a abandonar su perspectiva sobre las mujeres, y que el feminismo era más efectivo para la liberación de más mujeres al construir un discurso colectivo que la lucha individual.

En este sentido, el papel clave de su carrera fue la mencionada Klute, por el que ganó su primer óscar. Sigue siendo una de las interpretaciones más relevantes de aquella década. Fue un papel que investigó con dedicación, conviviendo con prostitutas neoyorquinas, aprendiendo la realidad del oficio, y en esta investigación aprendió, sus ideas cambiaron, desarrolló una conciencia social sobre la profesión más antigua del mundo. Al integrar la realidad en su trabajo, se alejaba de la fantasía masculina que era su personaje en La gata negra. Su Bree, es como toda interpretación, al menos dos cosas. Por una parte, está ese personaje que utiliza su cuerpo para tener la última palabra y conseguir su independencia; pero también es Jane Fonda, la actriz, comunicando una experiencia personal sobre las relaciones entre los hombres y los cuerpos de las mujeres, y recordándonos que a veces la frontera entre obsesión sexual y violencia es porosa. Bree es un gesto de activismo dentro de las dinámicas del cine de Hollywood. Aquel óscar sirve de recordatorio sobre el papel del cine en el diálogo social y, quizá, sobre las diferencias entre el Hollywood de los setenta y la situación actual.

Fonda se pasó los años setenta haciendo cine con mensaje. En casi cada película de aquellos años interpreta a mujeres que pasan del error a la concienciación: emocional en el caso de El regreso (1978), política en el caso de Julia (1977), ecológica en el caso de El síndrome de China (1979), laboral en el caso de Cómo eliminar a su jefe (1980). Y la sexualidad era una buena metáfora de esa liberación. En El regreso, una película que produjo como protesta contra la actitud del gobierno ante los soldados que volvían con heridas físicas o psicológicas de Vietnam. La concienciación en este caso se manifiesta en una escena sexual. Fonda interpreta a Sally, esposa de un militar, una mujer convencional a la que la ausencia de su marido permitirá explorar las consecuencias de la guerra y conducirá a un despertar emocional a través de su relación con un joven activista parapléjico (interpretado por John Voight). Dramáticamente, esto se expresa a través de una de las escenas de sexo cruciales de la historia del cine. Es importante porque el cuerpo de Fonda pierde su carácter de objeto deseable y pone ante nuestros ojos una intimidad que no se basa en el falo ni en la mirada voyeurista. De nuevo, con esta escena, Fonda quería decir algo sobre el sexo, pero también sobre la necesidad de cambiar actitudes individuales.

Aunque antes de apartarse de la profesión le quedaban algunas buenas interpretaciones (está maravillosa en Agnes de Dios y A la mañana siguiente), la llegada de los años ochenta rompe la consistencia de sus papeles. Su fulgurante ascenso en el mundo de los programas de ejercicios cambió una vez más la percepción de su imagen. Parecía retroceder a su fase Barbie y sus críticos se ensañaron con ella. Pocos recuerdan que los beneficios de aquellos videos iban directamente a la campaña política de su marido, por entonces una de las esperanzas de la izquierda americana frente al afianzamiento de Ronald Reagan.

Pero centrarnos en los videos, hoy ciertamente extraños y ocasionalmente terroríficos, no debe hacernos olvidar el cambio que se estaba produciendo en el cine de aquellos años: los setenta habían dado paso a una generación de actrices modernas, feministas, inteligentes, que tenían algo que decir (Meryl Streep, Sissy Spaceck, Ellen Burstyn, Jill Clayburgh, Diane Keaton), pero en cuanto llegaron a la madurez, empezaron a recibir menos llamadas (no había proyectos para mujeres maduras a menos que quisieran hacer de madres amargadas), fueron marginalizadas por el sistema y sustituidas por bellezas pasivas en sincronía con los nuevos tiempos. A principios de los noventa se aparta del cine, se casa con un millonario de derechas y asume con cierto estoicismo su papel como mujer florero. Son los años en que creyó oportuno pasar por el quirófano (“Gané diez años”, diría en una entrevista hace unos años, reconociendo que no tendría que haberlo hecho), y quizá si todo hubiera terminado ahí su legado habría quedado cuestionado: al fin y al cabo no importa lo que uno haga, lo que cuenta son los finales, y desde una perspectiva feminista aquel final parecía triste en más de un sentido. Tanta conciencia, tanto sermón. Por extensión se trataba de negar la posibilidad de un cine centrado en la experiencia femenina. Los ochenta y los noventa son la era en que el cine se hace más adolescentes, los hombres más violentos, las mujeres más marginales.

Su regreso a las pantallas tras su divorcio fue poco esperanzador: su papel en La madre del novio (2005) seguía al dedillo el estereotipo que condenaba a las mujeres de cierta edad a papeles de madre, caricaturas grotescas, excesivas. Parecía la confirmación de una derrota: el mundo había ganado. No ayudaba que Viola, su personaje en esta película tuviera ecos de la vida y carrera de la propia Fonda. Por otra parte, su activismo por diversas causas políticas, pero sobre todo en relación a violencia contra las mujeres, volvió a ganar fuerza: su discurso deviene más específico, más informado. De hecho, el divorcio de Ted Turner la convirtió en una mujer muy rica, y su regreso fue motivado por la necesidad de destinar fondos (y dar visibilidad) a sus causas. La muñeca Barbie ha salido respondona, y Fonda sigue siendo objetivo del odio de la derecha estadounidense, un símbolo de un país diferente, progresista que resiste el ascenso del trumpismo. Y sigue siendo detenida y esposada por su participación en manifestaciones a favor de la igualdad, de la inclusividad, contra la catástrofe ecológica. Pero quizá el principal legado de Fonda no sea su participación en estas causas. Otras mujeres dedican más atención, más trabajo, incluso más conocimiento o efectividad a causas como el cambio climático o el apoyo a mujeres adolescentes.

Lo que hace a Jane Fonda irremplazable es su narrativa, su historia, y el hecho de que la haya contado a través de personajes y ficciones y haya utilizado su experiencia, también convertida en una narrativa en cinco actos (como reza el título del documental sobre su vida) para establecer un poderoso diálogo sobre la experiencia femenina. Que quien fue un icono de la mirada sexista haya devuelto la mirada, haya dado signos de vida, nos haya hecho conscientes de que hay que cuestionar discursos que impiden a cada uno de nosotros desarrollarnos y nos haya dado ejemplos de resiliencia va más allá de una vida individual.

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Es un proceso que no ha terminado. Sus papeles siguen hablando de ella, del mundo. Ha visto la oportunidad de dirigirse a mujeres postmenopáusicas cuya experiencia en las narrativas es simplificada o incluso silenciada. En papeles como el de la madre de Ahí os quedáis (2014) sexualiza el estereotipo en un contexto familiar, y en Nosotros en la noche (2017), que coprotagonizó con Robert Redford, se tematiza el sexo y el amor en la tercera edad. Y por supuesto está la serie Grace and Frankie, pronto en su séptima temporada, en la que interpreta de nuevo a un personaje con ecos de su vida que acabará poniendo por delante de todo su amistad con su amiga, interpretada por Lily Tomlin. Existía el riesgo de convertirse en la nueva Las chicas de oro, pero aquí los temas y las dificultades que los personajes atraviesan son relevantes, algo que muchas mujeres viven: desde el invento de un consolador para los años de la artritis hasta un váter que se ayuda a las mujeres mayores a levantarse. En manos de otras actrices, serían papeles interesantes, ciertamente poco convencionales, que mostrarían cosas que el cine no quiere mostrar, que presentan experiencias que el cine comercial no considera útil mostrar. Pero cuando es Fonda quien da vida a estas historias, trae a ellas su propia historia, una vida que ha activado para que estas historias tengan un sentido urgente, relevante, necesario. Fonda ha vencido a Barbie.

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Alberto Mira es escritor y profesor en la Oxford Brookes University.

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