Maro, la alianza del mar y la montaña contra el ladrillo

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"Colgada del imponente monte, apenas detenida / en tu vertical caída a las ondas azules", recitaba el poeta Vicente Aleixandre a Málaga, flor de la Costa del Sol. Quizá la ciudad –aún espléndida, mediterránea, llena de luz— ya no sea como la recordaba el premio Nobel, aquella "donde los jóvenes resbalan sobre la piedra amable". Con el centro convertido en un parque de atracciones para los cruceristas (¿se acuerdan de la vieja normalidad?), con una terraza en cada esquina, con el desprecio institucional y cosmopaleto hacia la casa vieja. No es una afección exclusiva de la capital: el dinero ha ganado la partida en buena parte del litoral malaguita y la ha llenado de apartamentos, chiringuitos, paseos marítimos que no saben a salmalaguita, arena amontonada y aguas turbias. La tentación del ladrillo fue difícil de evitar. Pero en un enclave, a caballo entre lo mágico y lo abrupto, el mar y la montaña se han aliado para cerrar el camino al constructor, al arquitecto y al concejal de Urbanismo. Tan vertical es la caída del monte a las ondas azules que no hay espacio para el taladro. Maro resiste, aunque no sabe por cuánto más lo hará.

La ruta que proponemos a lo largo de la costa de Maro, perteneciente al municipio de Nerja y al paraje natural Acantilados de Maro-Cerro Gordo, arranca en la playa del Cañuelo. Aproximadamente a una hora en coche de Málaga capital, no se puede acceder a la playa directamente: es necesario dejar el automóvil arriba, en unos aparcamientos habilitados en pleno monte. Es la principal característica del entorno en la zona: las montañas apenas dejan espacio al litoral. Es por eso, y no por providencia divina ni por la generosidad de las administraciones, que aquí no hay urbanizaciones, ni restaurantes con las mesas en la arena, ni ocio nocturno: no hay sitio. Y la ausencia de la mano del hombre ha mantenido el ecosistema inalterado. Tras una bajada de unos 20 minutos caminando desde el parking, rodeados de pinos y chicharras, se accede a la playa, amplia y de arena oscura. Aquí ya es posible pasar una estupenda jornada estival, de sombrilla, nevera con filetes empanados y flotador. Pero en la sección Joyas del interior hemos venido a ser ambiciosos. 

El litoral de Maro es un mano a mano constante entre el monte y el mar que no deja espacio al ladrillo. La montaña, en determinadas zonas, se mete hasta el fondo, dejando al bañista únicamente afiladas rocas que solo puede contemplar de lejos, pero no disfrutar. Pero a veces cede, se retira, y deja pequeñas calas de arena dura rodeadas de naturaleza. Una vez llegamos a la playa del Cañuelo, avanzando hasta el final (a la izquierda, mirando hacia el mar) empieza un pequeño camino monte arriba. Nos alejamos de la línea de costa mediante un sendero angosto y empinado, con el que hay que tener cuidado para no resbalar. Una vez conquistado el montículo, al fondo se podrá divisar la cala de la Doncella, un bellísimo pero pequeño paraje, donde la tierra renuncia brevemente a la vertical caída a las ondas azules. 

Bajando con mucho cuidado para no resbalar –preferiblemente por el lado derecho, más accesible–, el visitante quedará en primer lugar sorprendido por lo espectacular del paraje, escondido entre las montañas, con aguas cristalinas. Pero al llegar, extender los bártulos y darse el primer chapuzón, pronto descubrirá el verdadero atractivo de la cala: su vida submarina. Recomendamos el uso de cualquier tipo de gafas de buceo para poder contemplar lo que esconde el mar bajo la superficie: erizos de mar escondidos entre las rocas –¡cuidado con pisarlos!–, peces de todas las formas y colores, cada uno a su bola o en pequeños bancos que patrullan la zona, vida vegetal que sustituye lo que en otras playas es fina arena. Un panorama muy distinto al de otras playas de la provincia, donde apenas se puede identificar algún pececillo distraído. El resto huyó hace tiempo por la intensa actividad humana y las máquinas rellenando de tierra la costa cada mayo. 

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En Maro no hay nada de artificial, la naturaleza no lo permitió. Tras recorrer con cuidado el camino andado, se puede subir desde la playa del Cañuelo al aparcamiento en un autobús habilitado por la administración regional. Muy recomendado, sobre todo en días –u horas– de intenso calor. Si nos quedamos con ganas de más, el paraje natural ofrece un buen número de calas escondidas y otros atractivos fruto de ese mano a mano entre las montañas y el mar. Entre la caleta de Maro y la playa propia del municipio se encuentra la llamada Cascada Grande, fruto de dos arroyos que parten de la Cueva de Nerja –icono arqueológico– y dan a parar al mar mediante una caída impresionante, que se contempla mejor desde el agua. Varias empresas proponen recorrer el litoral más salvaje e inalterado de la provincia mediante kayak u otro tipo de embarcaciones. Si se está en buena forma, permiten, sin prisa, visitar uno a uno cada uno de los hitos, pararse a descansar en las pequeñas playas y, en definitiva, disfrutar de un día de mar muy alejado del convencionalismo dominguero, pero igualmente gratificante. O más. 

Cascada Grande de Maro.

Maro está en los titulares de la prensa malagueña y nacional desde hace unas semanas: en la cima de los acantilados, un grupo inmobiliario planea la recalificación de cientos de hectáreas de suelo agrícola para la construcción de un hotel, 680 viviendas y un campo de golf. La obra ha sido impulsada por las reformas legislativas del Gobierno andaluz para favorecer al sector de la construcción. Como en otros parajes hasta ahora vírgenes de la costa andaluza, sus opositores temen que sea una puerta abierta para impactar en las zonas que hasta ahora se habían mantenido libres de ladrillo. Así, la alianza del mar y la montaña para no dejar hueco al hombre podría no ser suficiente, tampoco en este enclave del litoral malagueño. El covid-19 azuza al turismo para seguir exprimiendo el modelo caduco de las últimas décadas, caiga lo que caiga. Poco sigue siendo como lo contempló Aleixandre, pero, por ahora, Maro resiste. 

"Colgada del imponente monte, apenas detenida / en tu vertical caída a las ondas azules", recitaba el poeta Vicente Aleixandre a Málaga, flor de la Costa del Sol. Quizá la ciudad –aún espléndida, mediterránea, llena de luz— ya no sea como la recordaba el premio Nobel, aquella "donde los jóvenes resbalan sobre la piedra amable". Con el centro convertido en un parque de atracciones para los cruceristas (¿se acuerdan de la vieja normalidad?), con una terraza en cada esquina, con el desprecio institucional y cosmopaleto hacia la casa vieja. No es una afección exclusiva de la capital: el dinero ha ganado la partida en buena parte del litoral malaguita y la ha llenado de apartamentos, chiringuitos, paseos marítimos que no saben a salmalaguita, arena amontonada y aguas turbias. La tentación del ladrillo fue difícil de evitar. Pero en un enclave, a caballo entre lo mágico y lo abrupto, el mar y la montaña se han aliado para cerrar el camino al constructor, al arquitecto y al concejal de Urbanismo. Tan vertical es la caída del monte a las ondas azules que no hay espacio para el taladro. Maro resiste, aunque no sabe por cuánto más lo hará.

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