Maleta de libros
'Trump. Ensayo sobre la imbecilidad'
"Nadie se ha arruinado nunca por subestimar la inteligencia del pueblo estadounidense". Lo dijo el empresario P. T. Barnum y lo recoge el filósofo Aaron James en su nuevo ensayo. ¿El objeto de sus desvelos? Donald Trump, candidato a la Presidencia de Estados Unidos. No es casualidad que el profesor de la Universidad de California sea también autor de Assholes: A Theory (2015), y ahora enriquece sus estudios sobre la imbecilidad que él mismo ha fundado con la figura del republicano. De hecho, el título original de Trump. Ensayo sobre la imbecilidad, que ahora publica Malpaso, es Assholes: A Theory of Donald Trump.
Pero, además de dedicar lindezas al posible próximo presidente estadounidense, analiza cómo un "imbécil" ha podido llegar donde está, qué mecanismos operan en el público para apoyarle y por qué tiene adeptos incluso paraciendo un "imbécil" para la mayoría. Un ensayo de plena actualidad (se publicó en mayo en su país natal) que trata de aclarar la opaca y desconcertante personalidad del millonario, y su éxito.
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1. El payaso bobo y el imbécil
Los hombres en busca de mujer suelen consagrarse a devorar artículos sobre cómo atraer a chicas guapas. Uno de los consejos que ofrecen éstos —y de hecho algunas mujeres— es que conviene mantenerlas intrigadas, fomentar el misterio, mostrarse divertido; luego, un poco más arrogante de la cuenta, y a continuación, amable, aunque no demasiado. Por encima de todo, hay que evitar que lo etiqueten a uno, que tengan la sensación de haber descubierto de qué pie cojea («le gusta el juego»; «es un cerebrito»; «sólo piensa en su trabajo»...), pues una vez que lo ha hecho podría decidir que no le interesa averiguar nada más de su persona (durante otra cita, por ejemplo, o en otro mensaje).
El donjuán consumado corre el riesgo de parecer demasiado avezado y de que las mujeres, por lo mismo, no se sientan especialmente halagadas por sus coqueteos. Además, tal vez sea demasiado fácil clasificarlo: sólo busca sexo rápido —cosa que está habituado a conseguir—, cuando ella preferiría un cortejo que se prolongara al menos durante tres citas. Puede ser que lo delate la labia, que dé la sensación de tener demasiada pericia en dichas lides, y que ella, una vez entendido a qué tipo pertenece, pierda todo su interés. Por lo tanto, en cierto modo, al aspirante le resulta ventajoso ser un tanto bravucón, tosco y no demasiado experto siempre que sea también divertido y no muy descuidado ni esté arruinado. El que tiene este carácter, como el desvalido, nos despierta compasión y parece inocente y hasta simpático, por más que a menudo no se dé cuenta.
El donjuán busca diversión o sexo, claro está; pero también el placer que le produce el hecho de ser capaz de captar el interés de una mujer. Ve su valía reflejada en los ojos de ella (quizás aunque no la respete más allá de la adoración que ella le profesa). Saber lo que podrían pensar de él los demás —en caso, por ejemplo, de verlos juntos en público— acrecienta su autoestima.
Como cualquier político, Donald Trump tiene la mira puesta en el electorado, y busca lo mismo que los que quieren atraer a chicas guapas: afirmar su valía haciendo que lo vean como un ser poderoso, convertirse en el centro de atención, en el hombre al que hay que caer en gracia si se pretende conseguir algo, a fin de sostener la imagen de «pez gordo», de «triunfador», de «éxito rotundo» que tiene de él mismo. Tiene suerte de no poseer las tácticas de experto de un donjuán, pues los votantes, habituados ya al estilo de Rubio (untuoso, falso y simpático, pero sin sustancia), se encariñarán con cualquier empeño bravucón y olvidarán el resto, siempre que se les dé motivo suficiente para mantener su interés. Y Trump no necesita esforzarse para ganarse la atención de los votantes y hacer que se sientan intrigados, estupefactos, incrédulos y entretenidos.
No es fácil ser un imbécil en nuestra vida diaria. Para destacar en este arte hay que poseer dosis considerables de habilidad e inteligencia social.El imbécil eficaz aprende a menudo a moverse en las zonas grises de la cooperación. Si los demás sienten que se les está faltando al respeto y deciden decirlo, quizá no les resulte fácil concretar sus objeciones, y el imbécil, que se resiste a cualquier conversación sincera sobre por qué es (o no) aceptable su conducta, eludirá el desafío y se demostrará a sí mismo, una vez más, que no tiene motivo alguno de peso para escucharlos. No obstante, dado que para hacer algo así necesitaría vivir en total aislamiento, el imbécil de éxito suele tener a su disposición otros métodos adicionales, y así 1) los tendrá intrigados e inseguros acerca del tipo de persona al que pertenece, y 2) ofrecerá algún rasgo redentor: carácter divertido, inteligencia, belleza o riqueza. Con ello conseguirá que la persona que ha sufrido la ofensa no se rebele de forma contundente y hasta consienta en perdonarla o, cuando menos, en olvidarla de inmediato.
Si no existe un «Trump real» bajo las apariencias es, en parte, porque sabe tenernos en ascuas mediante las tácticas descritas, alternando con liberalidad entre diversos modos de presentarse a su auditorio, en ocasiones con mucha rapidez, a media frase incluso. Esto nos deja sin una idea clara de su personalidad y, por lo tanto, incapaces de reaccionar de forma clara. Desconcertados e indecisos, nos vemos, pues, desestabilizados, y él puede así hacer cuanto le plazca.
El hombre espectáculo
El éxito obtenido como imbécil o donjuán no tiene por qué ofrecer rentabilidad en el ámbito político. Éste requiere otra clase particular de espectáculo. El político imbécil puede ser un actor mediocre, incapaz, por ejemplo, de ofrecer otra interpretación que la adulona de Ted Cruz. Porque el teatro es un arte y tiene sus reglas.
El hombre espectáculo, por otra parte, sabe cómo hacer una buena función para regocijo de su auditorio. P. T. Barnum lo sabía bien («se puede engañar todo el tiempo a un público o un tiempo a todo el público»), era muy consciente del recibimiento que tenían sus montajes («cuanto mayor sea la patraña, más gustará al público») y supo sacar el máximo rendimiento posible al espectáculo mediante la exposición de pasiones sencillas («nadie se ha arruinado nunca por subestimar la inteligencia del pueblo estadounidense»).
Trump es un hombre espectáculo, como Barnum, pero, a diferencia de él, ejerce de payaso bobo, de todo un profesional de esta disciplina, bravucón y a menudo inconsciente, que no la practica por mero amor al arte, como el bailarín o el comediante, sino que, como el donjuán, tiene que atraer la atención de su presa por la feroz necesidad de parecer superior a ojos del prójimo. Tal cosa puede (o quizá debe) lograrse sin que el sujeto tenga conciencia propia. Dolly Parton decía de sí misma: «Tener un aspecto tan ordinario exige un esfuerzo extraordinario». Trump no habría hecho jamás un comentario así, porque nunca ha demostrado conocerse con tanta lucidez.
El bobo es una clase de persona lenta de entendimiento. Tal vez sea sosa, tozuda, inflexible... o estúpida sin más. El payaso, por contraste, pretende divertir a su auditorio con engaños juguetones o exageraciones cómicas, con una marcada sensibilidad respecto de lo que otros encuentran entretenido, encantador o escandaloso.
La unión de estos dos tipos da origen al payaso bobo, que entretiene a su público sin acabar de darse cuenta de la imagen que proyecta. Tal como lo expresa cierta definición, se trata de una persona «inepta o revoltosa hasta el punto de ser considerada risible por otras» o «que usa su naturaleza de bobo para hacer reír a otros y acaba por ser el blanco de todas las bromas».
El público asistente al discurso de agradecimiento que pronunció Trump tras vencer en las primarias de Michigan pudo verlo poner toda la carne en el asador (en sentido literal). Por primera vez en la historia del planeta se reconoció una victoria con un publirreportaje en el que se presentó al auditorio un surtido tan espectacular como delicioso de Trump Steaks, la marca de bistecs que comercializó en otro tiempo mediante The Sharper Image; agua embotellada Trump; vino Trump, y hasta la revista Trump (en realidad, una publicación diferente con un nombre distinto que gustará de hojear el lector aficionado a contemplar cómo viven los ricos). Olvidó mencionar, claro, que algunos de aquellos productos no fueron precisamente un éxito (por algún motivo, su carne no llegó a venderse en The Sharper Image). De cualquier modo, dado que se había puesto en duda su visión comercial, y por ser éste un tema espinoso —como el de sus dedos—, tenía que dejar clara ante todos su condición de hombre de negocios que sabía con certeza lo que hacía.
Aunque todo lo expuesto resulta divertido, Trump no lo ve así. ¿Entiende acaso que al reafirmar su condición de hombre de negocios puede estar suscitando la pregunta de si la de vender bistecs por algo más de cien dólares el kilo (precio que no dudó en pregonar) constituye una propuesta comercial prudente, y que muchos podrían considerar que las perspectivas del negocio distan —digámoslo así— de ser prometedoras? Además, él lo planteaba con seriedad; inconsciente y con gran seriedad. No se pierdan al payaso bobo, que cuenta el chiste y no lo entiende.
No estamos hablando, claro está, del humor astuto del comediante, que va por delante de su público y sabe antes que nosotros adónde va a ir a parar nuestro razonamiento, hace que nos creemos ciertas expectativas y a continuación les da la vuelta o las trastoca para dejarnos sorprendidos y encantados, sino más bien de algo semejante al vodevil bufonesco del hombre que resbala con una banana y al que se le caen los pantalones holgados en el momento en que pasa un vehículo y lo empapa: un momento sencillo y muy cercano, a la manera de los que vive Homer Simpson. A Homer le gusta la cerveza. Al personaje le gusta la cerveza. A mí me gusta la cerveza. Entiendo a Homer. Es como yo. Me gusta Homer. La conexión es sencilla, y eso lo hace divertido.
Trump es de veras entretenido, y a todos nos resulta fácil identificarnos con una situación en la que nos sentimos como bobos. Esto le da mucha más libertad de acción que a —pongamos por caso— Ted Cruz, que inspira una intensa aversión. Hasta sus congéneres conservadores despliegan una creatividad notable a la hora de dar expresión a su odio:
• Bob Dole: «No le gusta a nadie».
• John Mccain (refiriéndose a Cruz y a dos de sus colegas): «Una panda de chiflados».
• Asesor de Mccain: «[McCain] odia a muerte a Cruz. Le desagrada su estilo; así de sencillo».
• George W. Bush: «No me gusta ese tipo».
• John Boehner: «Idiota»; «falso profeta»; «Lucifer».
• Compañeros suyos de la Harvard Law School: «Un imbécil con pretensiones»; «todavía no habíamos salido de Manhattan [en un vehículo compartido] cuando me preguntó por mi coeficiente intelectual».
• Compañero de habitación de Princeton: «Un Backpfeifengesicht [“cara que hay que abofetear”]»; «una pesadilla de persona»; «todos lo odian: ése es su superpoder».
• Donald Trump: «Es un fulano desagradable. No le cae bien a nadie. No le gusta a nadie del Congreso. Le cae mal a todo el que lo conoce».
• Ted Cruz: «Si lo que buscas es a alguien con quien tomar unas cervezas, quizá yo no sea la mejor opción».
Trump, por el contrario, cae bien en parte porque ama a su nación, lisa y llanamente, del mismo modo que ama su negocio de agua mineral, su espectáculo televisivo y su revista, que, por el simple hecho de estar asociados a él, son los mejores del mundo. La suya es una forma de amar como cualquier otra, y sin duda resulta por sí misma entrañable. Además, amará a quien lo ame, y lo invitará a disfrutar de su exquisito estilo de vida; como si de pronto tuviésemos un amigo rico que conoce a gente famosa y está casado con una supermodelo. A él esto le parece «hermoso», y lo dice de corazón: se trata, al cabo, de una clase hermosa de reciprocidad. No en vano los humanos somos dados al amor. Todo ello permite a la pasión ocupar el vacío dejado por la razón, y hace que las cosas puedan ser tan sencillas; lo que lo convierte en un ser humano con el cual poder identificarse e incluso a quien tener simpatía, por el momento. Pero basta ese instante para aplacar la repulsión de quienes se sienten insultados por su imbecilidad.
Hasta un payaso bobo podría poseer la agudeza y la rapidez mental del comediante, aunque con determinados puntos ciegos. A diferencia del genio cómico, y a semejanza del que es bobo sin más, sufre una clara falta de conciencia respecto de la imagen que ofrece a los otros. La ve a la perfección —lo bastante bien para hacer bufonadas y captar nuestra atención con sorprendentes ejercicios de ostentación—, pero no acaba de enterarse de lo que todos sabemos sobre dicha imagen percibida. Una de las circunstancias que lo hacen gracioso es que son demasiadas las cosas de las que no se da cuenta.
Por lo tanto, no es extraño que apoye de forma sincera un razonamiento tan esplendoroso como éste:
• Problema: Estados Unidos está perdiendo su esplendor.
• Responsable: Nuestros políticos, que son estúpidos.
• Resolución: Empezar a triunfar otra vez.
• Héroe: Trump, porque soy un triunfador colosal y
voy a hacer que todos ganemos juntos.
Cabe preguntarse cómo vamos a «empezar a triunfar otra vez». ¿Haciendo «tratos formidables»? (¿Con Putin?) ¿Qué me he perdido? Sin embargo, para el hombre espectáculo, un razonamiento así no necesita más detalles si parece sensato: basta con que suene a gloria a su público.
En realidad, éste no tiene por qué ser un argumento cínico. Mark McKinnon, director de comunicación de las dos victorias de George W. Bush, asevera haberlo empleado en ambas ocasiones.¿Podemos calificarlo de manipulador insolente, de creador maquiavélico de sueños? No, porque él mismo creía en su razonamiento. Tras ayudar a John McCain a ganar la candidatura del Partido Republicano para los comicios que se celebraron a continuación, decidió que no iba a apoyarlo en su enfrentamiento contra Obama, y no porque compartiera la postura política de éste (pues no es así), sino simplemente, a su decir, porque contaba con una historia mejor.
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En Jerry Useem, «Why It Pays to Be a Jerk», se expone el funcionamiento de esto último.
Aunque todo apunta a que el término ass-clown [aquí, «payaso bobo»] se emplea también como despectivo para denominar al hombre homosexual, lo cierto es que se trata de un uso erróneo, con un significado diferente.
Jerry Levin, director ejecutivo de esta última compañía, explicó al respecto: «No vendimos casi ningún bistec»; fue una «idea empresarial muy poco acertada», un mero «ejercicio de posicionamiento de marca». The Sharper Image, no obstante, se benefició de forma considerable por el simple hecho de que el público entraba en sus establecimientos después de ver la fotografía de Trump (cosa en la que había insistido éste) y compraba otros productos una vez allí.
«Is Ted Cruz Really an Awful, Terrible Jerk?».
«How to Win an Election».
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Aaron JamesMalpaso29 de agosto16,50 euros
La editorial
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