El retroceso del revólver contra el feminismo Cristina Monge
El pasado nos persigue
Sí, el pasado nos persigue para bien y para mal. El tiempo va con nosotros, vive todo entero en nosotros. Es una realidad que se impone en la conciencia cuando el futuro queda a la espalda y el pasado aparece delante de los ojos.
Esta semana, mientras el Zar Putin agrede de forma imperial al sueño del siglo XXI, tuve la suerte de presentar una novela de Miguel Pasquau, Aunque todo se acabe (Ediciones Miguel Sánchez, 2021). Mi amigo novelista recordó una imagen de 1986, la noche en la que perdimos el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN. Estábamos en el Palacio de los Condes de Gabia, sede granadina en aquella ocasión de los que nos oponíamos a la dinámica militarista de los viejos bloques de la Guerra Fría. Camino del baño, al abrir la puerta de una sala de reuniones en penumbra, Miguel me sorprendió solo, con una copa de champán y llorando.
El deseo de que la ONU sea una institución fuerte, antimilitarista y con papel en la historia del mundo parece imposible. Ya lo demostró poco después la guerra de Irak, cuando los EE.UU se inventaron que había en Bagdad un peligro de armas de destrucción masiva para justificar así una matanza especulativa que envenenó las relaciones de Occidente con el mundo árabe. Nuestro José María Aznar se sumó a la matanza y cruzó por añadidura las líneas rojas de la neoinfamia periodística. En pleno proceso electoral, el terrorismo yihadista castigó la participación de España en la mentira de Bush y sembró Madrid de barbarie y muerte. Todavía con los cadáveres en el suelo, Aznar se inventó que había sido ETA la culpable del horror y encontró medios de comunicación capaces de acompañarlo en aquella blasfemia cívica. Alguno de esos medios sigue hoy envolviendo bulos en papel y en las redes contra Pedro Sánchez y el Gobierno de coalición.
El deseo de que la ONU sea una institución fuerte, antimilitarista y con papel en la historia del mundo parece imposible. Ya lo demostró la guerra de Irak, cuando los EE.UU se inventaron que había en Bagdad armas de destrucción masiva
Pero hasta las guerras tienen huecos para la alegría en la vida privada. Las noticias de la agresión a Ucrania me movieron a buscar la huella de un 13 de febrero de 1991. En el cuarto de trabajo de Almudena hay enmarcada una página de El País en la que se da noticia de una reunión de escritores celebrada en el Ateneo de Madrid. Protestábamos por los bombardeos sobre Bagdad. Nos había convocado Juan García Hortelano y yo leí un mensaje de Rafael Alberti. Como todos los que aparecen en los extremos de la foto, me veo con 30 años menos, pero gordito de más y no muy bien vestido. A mi lado está Eduardo Mendicutti, luego José Luis Sampedro, luego Javier Alfaya y luego Almudena Grandes. Fue la primera vez que nos vimos. Desde entonces muchas batallas nos reunieron en nombre de la paz.
Las meditaciones teóricas sólo se asumen en carne y hueso cuando las experimentamos en la propia vida. La derrota en el referéndum de la OTAN tuvo para mí una significación especial. Unos años antes había viajado a Praga para participar en un congreso de intelectuales comunistas junto a personas tan importantes en mi educación como Rafael Alberti, Juan Genovés, Marcos Ana y Juan Antonio Bardem. Yo me había identificado con el PCE al llegar a la Universidad en 1976, porque era el partido que luchaba contra el franquismo por la justicia social y por la libertad. Mi conocimiento de las dictaduras del Este me dejó en la intemperie, consciente de que la igualdad deriva en mentira cuando las sociedades pierden su libertad. Con la manipulada campaña sobre la OTAN, en la que el cinismo entró de golpe en la recién conquistada democracia española, tomé conciencia de hasta qué punto el poder encuentra también formas de dominio y mentira al amparo de una libertad mediática. Condenado por partida doble a la intemperie, he querido siempre sentirme acompañado por gente en la que confiar a la hora de defender una democracia social.
Ha sido otro de los recuerdos del pasado que se han puesto delante de mis ojos estos días. Los amigos. Paco Portillo se llamaba un admirado dirigente del PCE de Granada que fue capaz de soportar palizas y torturas sin dar en comisaría el nombre de ningún camarada. Jorge Semprún se llamaba el admirado escritor que volvió del exilio a España para montar la red clandestina del PCE en la lucha antifranquista. Como había soportado torturas en los campos nazis, sabía bien que su vida dependía de la voluntad de guardar silencio de otros camaradas. No se trataba sólo de ser fiel a un partido, sino a la propia conciencia y a los compañeros de vida. Paco y Jorge dejaron el PCE y se integraron en el PSOE cuando lo consideraron oportuno. Pero nadie pudo o nadie debió tratarlos de traidores, porque se habían jugado la vida por sus camaradas en los momentos más difíciles. Su lucha, según su conciencia, estaba ya en otro sitio.
He recordado también este pasado al ver de qué manera las ratas abandonaban el barco de Pablo Casado para seguir flotando en el mar de la corrupción. Tengo poco que ver ideológicamente con Casado, o con Pablo Montesinos, por ejemplo. Pero deseo que encuentren algo del calor que a mí, al cabo de los años, me sigue dando la palabra camarada.
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