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¡No a la memoria democrática! ¿Qué les pasa a las derechas de este país con el pasado?

Carlos Fuertes Muñoz y Javier Tébar Hurtado

¡No a la memoria democrática! Ese podría ser el lema de las derechas españolas que resumiese su postura respecto a la gestión del pasado incómodo que supone para ellas la dictadura franquista. El pasado jueves 14 de julio se aprobó en el Congreso la Ley de Memoria Democrática, con la frontal oposición y voto en contra de PP, Vox y Ciudadanos. Este es un nuevo instrumento que, pese a sus insuficiencias, supone un paso más para fortalecer la democracia española, ampliando y revisando la conocida como Ley de Memoria Histórica aprobada en 2007 por el gobierno de Rodríguez Zapatero, a la que también se opuso activamente la entonces derecha existente, el PP.

El nuevo líder de la oposición, Núñez Feijóo, inmediatamente se afanó en fijar el terreno, declarando que la nueva ley era un canto a la “desmemoria democrática” y comprometiéndose a derogarla en cuanto llegue al gobierno con la complicidad de su socio Vox –que la consideró un "revisionismo histórico más propio de regímenes totalitarios". Asimismo, el líder popular utilizó obscenamente a las víctimas del terrorismo etarra, convocándolas en una sala del Congreso y enfatizando que esta nueva ley les olvidaba, olvidando Feijóo que estas otras víctimas, únicas que parecen preocupar a la derecha española, tienen su propia ley, y que no hay contradicción entre el reconocimiento de éstas y el de las víctimas de la dictadura franquista. Para acabar de aderezar este argumentario conservador de rechazo a la nueva ley, se apela, igualmente, a la implicación de Bildu en su negociación, afirmando Aznar que se trata de un "disparate pactado con terroristas".

Pero más allá de estos argumentos vinculados a la tan frecuente utilización política del terrorismo de ETA, lo cierto es que hay razones más profundas y claves más preocupantes que explican y contextualizan este rechazo. Ante esto cabe preguntarse: ¿Qué les pasa a las derechas de este país con la memoria democrática? ¿Qué explica la pervivencia de una especie de hilo umbilical, de una forma de sentimentalismo, que impide romper de manera definitiva, nítida, sin ambigüedades con el pasado dictatorial?

Un primer elemento para entender esta actitud es el arraigo entre sectores de la derecha española de una memoria, cuando no directamente una “nostalgia” o visión positiva respecto al franquismo, asociada a una lectura muy benevolente de su última etapa. Al efecto, conviene recordar que el Partido Popular se fundó en 1976 como Alianza Popular por parte de siete exministros de Franco, entre ellos Laureano López Rodó, Gonzalo Fernández de la Mora o, a la cabeza, Manuel Fraga Iribarne . Todos ellos figuras clave en la propaganda tardofranquista que presentó a la dictadura como un régimen “modernizador”,  “desarrollista” y “aperturista”, que habría preparado el terreno para la «transición» a la democracia, imposible de consolidar en la mísera y radicalizada España de los años treinta, pero factible en la próspera y moderada que dejaron Franco y sus ministros. Una narrativa que se difundió con éxito –vía aparato mediático y escolar- y parece pervivir entre las derechas y amplios sectores sociales, el llamado “franquismo sociológico” y que más bien debería ya calificarse como “post-memoria franquista”.

Esta narrativa favoreció la construcción de una memoria ambivalente y reduccionista socialmente aún hoy muy extendida que diferencia entre una primera etapa del franquismo (1936-1959), violenta y errática, que se asocia en cualquier caso a los males de una guerra fratricida de la que “todos fuimos culpables” y que merece ser olvidada a fin de evitar “reabrir heridas”. Y otra posterior, ya madura, templada y burocrática (1959-1977), que obvia la continuidad de las desigualdades y la represión o el papel fundamental de la sociedad en la conquista de la democracia, siendo enfatizada con una visión edulcorada que subraya el “progreso” y el papel de las élites franquistas en una transición idealizada de la que las derechas pretenden apropiarse. Una versión resumida irónicamente por el escritor Manuel Vázquez Montalbán en su peculiar autobiografía del dictador que publicó en 1992:

“Francisco Franco Bahamonde, El Ferrol 1892-Madrid 1975. Militar y político español. Destacó en las campañas africanistas de comienzos de siglo y comandó el bando nacionalista durante la guerra civil (1936-1939) frente al bando republicano. Jefe del Estado hasta su muerte en 1975, gobernó con autoridad no exenta de dureza, pero bajo su mando se sentaron las bases del desarrollismo neocapitalista que hizo de España una mediana potencia industrial en el último cuarto del siglo XX”.

Este argumento, que es ficcional en el caso de Vázquez Montalbán, desde los años ochenta podría decirse que ha sido una efectiva guia en numerosas ocasiones para las declaraciones de importantes representantes de la derecha española, contribuyendo con ello a normalizar o blanquear el franquismo, difuminando así la frontera entre dictadura y democracia, debilitando, en suma, la democracia española. Por ejemplo, el propio Manuel Fraga, quién en 1984 señalaba en una entrevista que “si Franco duró tanto fue porque la gente quiso”, recalcando que “el franquismo ha sido una cosa muy diferente en España en los cuarenta, cincuenta o sesenta”. O, en una línea muy similar, en 2007, Jaime Mayor Oreja, dirigente del PP y ministro del Interior con Aznar, quién en declaraciones a La Voz de Galicia se oponía con dureza a la Ley de Memoria Histórica y se preguntaba: “¿Por qué voy a tener que condenar yo el franquismo si hubo muchas familias que lo vivieron con naturalidad y normalidad? ¿Cómo voy a condenar lo que, sin duda, representaba a un sector muy amplio de españoles?”

Junto a esta ambivalencia, cuando no directamente “nostalgia” o visión positiva respecto al franquismo, un segundo elemento fundamental que nos ayuda a entender el rechazo de las derechas españolas a la memoria democrática y su poca empatía hacia las víctimas de una represión franquista que prefieren olvidar, es el arraigo entre las mismas de una visión negativa de los “vencidos” en la Guerra Civil, en suma, de quienes lucharon en defensa del gobierno legítimo frente a quienes apoyaron la sublevación militar e impulsaron una represión sistemática.

Una visión negativa de los vencidos consecuencia de una consciente y muy activa política de memoria franquista que durante cuarenta años se encargó de amplificar exclusivamente la violencia revolucionaria, que, sin duda, existió, aunque laa dictadura la deformó y exageró, obviando las notables diferencias de fondo y forma con la violencia franquista que han sido puestas de manifiesto por la historiografía académica. Una política de memoria que se encargó de honrar únicamente a las víctimas de los “vencedores”, exhumados, enterrados con dignididad y recordados –en muchos casos aún hoy- en la esfera pública. Y una política de memoria que, en relación con todo ello, legitimó la persecución de un “enemigo” deshumanizado, hasta el punto de “desnacionalizarlo”, presentándolo como la Anti-España en una línea que conectaba, y tristemente parece conectar aún hoy como arma política, con el nacionalismo español excluyente conservador y ultracatólico promovido por Menéndez y Pelayo a finales del siglo XIX. Precisamente frente a esta visión argumentaba, en la sesión parlamentaria celebrada el 14 octubre de 1977 en la que se aprobó la Ley de Amnistía, el dirigente obrero Marcelino Camacho, quién defendió desde la tribuna del Congreso su aprobación, expre­sando el deseo de conseguir entre todos “de una vez que los trabajadores dejemos de ser extranjeros en nuestra propia patria”.

Son muy llamativas situaciones en las que en el marco de la Unión Europea se ha evidenciado el escaso compromiso con la memoria democrática de la derecha española, en contraposición con la mayoría del resto de partidos europeos de su mismo signo ideológico

Dejando a un lado esta dimensión nacional(ista), un tercer y último elemento que nos ayuda a contextualizar y entender mejor lo que supone el rechazo de las derechas españolas a la memoria democrática, es  la atención a la esfera internacional y, en definitiva, la perspectiva comparada. Al efecto, son muy llamativas situaciones en las que en el marco de las instituciones de la Unión Europea se ha evidenciado el escaso compromiso con la memoria democrática de la derecha española, en contraposición con la mayoría del resto de partidos europeos de su mismo signo ideológico. Así, por ejemplo, en marzo de 2006 la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa denunció “las múltiples y graves violaciones de los Derechos Humanos cometidas en España por el régimen franquista desde 1939 a 1975”. Meses después, a principios de julio, coincidiendo con el 70º aniversario del golpe de estado de 1936, una declaración institucional del Parlamento Europeo reprobaba la dictadura. No obstante, aun recibiendo el apoyo de la mayoría de los grupos parlamentarios, no tuvo lugar una votación formal. El Partido Popular Europeo decidió que fuera precisamente el mencionado Jaime Mayor Oreja, entonces eurodiputado del Partido Popular español, el que interviniera en la Eurocámara, evitando en su intervención cualquier alusión a la dictadura y ensalzando el proceso de transición a la democracia en España. De este modo, el europarlamentario español presentaba implícitamente la dictadura como un paréntesis en la historia de España y la democracia posterior como fruto de aquella, obviando por completo cualquier condena de la sistemática vulneración de los Derechos Humanos producida durante el franquismo.

Más allá de las instituciones europeas, el contraste es evidente con otras derechas europeas (y de otras latitudes), que, frente a la ambivalencia y el rechazo a la memoria democrática entre las derechas españolas, aceptan que en sus países se construyan unos consensos básicos en torno a las políticas públicas de memoria, de una “memoria democrática” compartida, transversal a izquierda y derecha. Que se construya, en definitiva, un relato crítico con sus pasados dictatoriales, entendido como fundamento cultural esencial de la democracia. Para lo cual resulta básico, entre otras dimensiones y paralelamente a una Ley de Memoria, un sistema educativo que, siguiendo el ejemplo de otros como el argentino o el francés, promueva el estudio en profundidad del pasado “incómodo” español, algo que la izquierda solo tímidamente se ha atrevido a promover en la reciente LOMLOE, sin priorizar su tratamiento en la enseñanza obligatoria y limitándose a acabar en el post-obligatorio 2º de Bachillerato con un programa enciclopédico “de Atapuerca al Euro” que, impulsado por los gobiernos de Aznar, reducía a la mínima expresión el estudio de la dictadura entre las nuevas generaciones. Esto es algo, entendemos, absolutamente fundamental si pretendemos construir una memoria democrática digna de tal nombre, que, entre otras cosas, ayude a la tan necesaria transformación en la relación de las derechas españolas –y de la sociedad en su conjunto- con el incómodo pasado de la dictadura franquista. No cabría descartar que, como afirmara en el transcurso de una conferencia pública José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo, en este país no se logrará aprobar una ley de memoria con el máximo consenso hasta que no lo haga un gobierno de la derecha democrática. La espera ya es larga y no se otea en el horizonte como una posibilidad.

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Carlos Fuertes Muñoz es profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales de la Universidad de Valencia.

Javier Tébar Hurtado es profesor de Historia de la Universidad de Barcelona.

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