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Otoño en Madrid hacia 2015

Manuel Rico Rego

Juan Benet publicó en 1987 un breve volumen de memorias en el que situaba en 1950 el comienzo de la recuperación de la cultura democrática de la Segunda República. El título: Otoño en Madrid hacia 1950. En las últimas semanas, pensando en el período en que se dieron los primeros pasos hacia el Estatuto del artista, he recordado ese título lleno de resonancias y evocaciones: fue en octubre de 2015 cuando comenzaron a llegar a los servicios jurídicos de algunas asociaciones autorales con sede en Madrid notificaciones de la Seguridad Social exigiendo a determinados creadores jubilados la devolución de varios años de pensión por haber contado, en ese período, con ingresos derivados de la propiedad intelectual por encima del salario mínimo anual. Es decir, por seguir creando, generando cultura, después de haberse jubilado a la edad legal tras largos períodos de cotización. Los nombres de Javier Reverte o de Antonio Fraguas ocuparon buena parte de las páginas de cultura de los diarios en aquellas fechas. Fue un otoño duro porque junto a esos autores se vieron afectados otros escritores apenas conocidos, con edades superiores a los setenta años, a quienes no solo se les suspendía el cobro de la pensión, sino que esta se sustituía por una mensualidad a pagar por el autor, durante varios años, en concepto de devolución de la “deuda”, una deuda que en los casos de fallecimiento han pagado, hasta el último euro, los herederos. Aquel otoño se prolongó a lo largo de muchos meses. Supimos del suicidio de la esposa de un autor casi octogenario apremiado a devolver el importe correspondiente a dos años de pensión, de un creador musical con una sanción similar, de un traductor al que un exceso sobre el SMI en ingresos por derechos de propiedad intelectual, en un bienio, de poco más de tres mil euros, le supuso hacer frente a una “deuda” por encima de los setenta mil, y de poetas que, contando con los más altos galardones literarios, suspendieron presencias, renunciaron a colaboraciones y pasaron de la búsqueda de buenos poemas o de textos a leer en las bibliotecas y librerías, a pedir asesoramiento a juristas. 

Los nombres de Antonio Colinas, Antonio Gamoneda, José Manuel Caballero Bonald, entre otros, ocuparon espacio en los medios no por sus obras sino por su condición de posibles “damnificados” en aquel proceso sin precedentes. Recuerdo que, en los dos años posteriores, los autores y, en general, los trabajadores de la cultura, encontraron, en las entidades que los representaban y en las entidades de gestión, un compromiso elemental con sus demandas. Nació así la plataforma “Seguir creando”. En ella estuvieron representados, junto a los escritores y traductores, los ilustradores y fotógrafos, los artistas plásticos, los trabajadores de las artes escénicas y de la música, los guionistas… Ya no era un asunto que afectara solo a los autores literarios, y no era solo el problema de la compatibilidad para los jubilados: en aquellas reuniones se fueron catalogando las carencias que afectaban a los profesionales de la cultura y se planteó la necesidad de una regulación laboral, fiscal y de seguridad social que atendiera la especificidad de un sector básico en la conformación del patrimonio cultural del país. El Estatuto del artista comenzó a apuntarse como el instrumento normativo fundamental para esa regulación. Recogida de firmas, decenas de reuniones, diálogos con ministros, secretarios de Estado, con grupos parlamentarios, con la Defensora del Pueblo de entonces, con el presidente del Congreso de los Diputados, fueron perfilando un consenso que contrastaba con el clima de confrontación que se vivía en el ámbito puro y duro de la política. Hubo diálogo, hubo intercambio de experiencias, hubo duras polémicas y se produjo un hecho histórico: la creación en el Congreso de una subcomisión encargada de redactar el informe que, con un respaldo unánime, habría de servir de base al citado Estatuto.

Decir que el radical individualismo en que se basa toda labor artística precisa el contrapunto de la acción colectiva y de la organización parecería un lugar común: la realidad nos ha demostrado que no es así

Un informe interdisciplinar, que interpelaba a varios ministerios y que abordaba asuntos clave en la vida profesional de autores y artistas: además de la compatibilidad, ahí estaban la protección social, la caracterización de las distintas disciplinas laborales del sector, la intermitencia, la precariedad, la inexistencia de prestación por desempleo, las pensiones no contributivas, las dificultades de cotización de los artistas en régimen de autónomos, las retenciones excesivas en el IRPF en los casos de ingresos mínimos, la falta de singularización de los ingresos derivados de la propiedad intelectual y un largo etcétera. A ello ha dado satisfacción, en cierta medida, el Real Decreto aprobado por el Gobierno y convalidado por el Congreso de los Diputados ocho años después de aquel otoño. La cultura, en el último lustro, ha entrado en el parlamento. Es un hito en un proceso positivo, aunque no acabado, sobre el que cabe hacerse algunas preguntas: ¿estaríamos hablando de esa conquista colectiva sin la reacción inmediata de las organizaciones profesionales del sector ante las sanciones de aquel otoño? ¿Sin la constitución de “Seguir creando”, sin las reuniones de aquellos días, sin la labor que impulsaron grupos reducidos de creadores, muchos de ellos desconocidos, o casi, aunque empeñando parte de su tiempo en el trabajo colectivo? Hoy, el mundo de la cultura de nuestro país está algo más cerca del de Francia, o Noruega, o Dinamarca o Alemania de lo que estaba en aquel otoño de 2015 que hoy nos parece remoto. Decir que el radical individualismo en que se basa toda labor artística precisa el contrapunto de la acción colectiva y de la organización parecería un lugar común: la realidad nos ha demostrado que no es así. Más bien todo lo contrario. Parafraseando a Juan Benet: Fue en otoño, en Madrid, hacia 2015, y la marea se extendió, al poco tiempo, a todo el país. Queda todavía mucho camino por recorrer. Perseverar en ese empeño conlleva no olvidar a los sancionados en aquel otoño y a sus familias, buscar solución a los problemas pendientes y, sobre todo, tenacidad en la hermosa tarea de generar y difundir cultura.  

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Manuel Rico Rego es escritor y crítico literario. Su último libro es Diarios completos (2022). Preside la Asociación Colegial de Escritores desde 2015.

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