El retroceso del revólver contra el feminismo Cristina Monge
La derecha antisistema
Los procesos electorales son capítulos importantes en el calendario de la política. Capítulos decisivos en varios sentidos de la palabra decisivo, porque se deciden cosas a corto, medio y largo plazo, dinámicas que afectan a los resultados, a las instituciones y a la imagen de lo que supone la política en una sociedad. Por eso es inevitable, en medio de los debates y los mítines, no sólo valorar los programas, sino también pensar la política, repensarla, observar su estado de ánimo y de salud.
El paisaje no es bueno. Quizá no sea conveniente dejarse arrastrar por una inquietud catastrofista, tal vez se pueda confiar todavía en los cimientos institucionales de la democracia, pero algunos síntomas merecen ser analizados, porque son preguntas abiertas que exigen atención, aunque resulte difícil encontrar respuestas claras.
Por ejemplo: Donald Trump es condenado por abusos sexuales y difamación en los EE.UU. Sus declaraciones inmediatas insisten sin ningún pudor en el hecho de que la condena refuerza sus expectativas y le hacen subir en las encuestas. Por ejemplo: la presidenta de la Comunidad de Madrid se acerca a la mayoría absoluta con declaraciones que tienen poco que ver con la seriedad de un debate político. Sus palabras se parecen una y otra vez a chistes callejeros, malos y subidos de tono, chistes propios de una despedida de soltera. Que eso suponga una estrategia comunicativa de éxito da mucho que pensar. O, por ejemplo: la extrema derecha utiliza con éxito los marcos de la libertad para afianzar el autoritarismo antidemocrático como solución y disolución de la democracia.
Una parte notable del pensamiento reaccionario ha dejado las formas tradicionales del conservadurismo democrático para ocupar espacios y comportamientos antisistema.
No deja de ser inquietante asumir que la actitud antisistema se ha convertido en un factor protagonista en la defensa de los privilegios y la desigualdad social. Los sucesos históricos están llenos de detalles, rincones y particularidades en cada tiempo. Siempre pueden encontrarse ricos que se solidarizan con la pobreza y pobres que se alían con los explotadores. Pero rara vez se ha dado en la democracia una situación como la actual. El antisistema que trabaja contra las instituciones en favor de los ricos tiene hoy más fuerza sentimental en la sociedad que el disidente que pone en duda las normas para cuestionar las desigualdades y la explotación.
El antisistema que trabaja contra las instituciones en favor de los ricos tiene hoy más fuerza sentimental en la sociedad que el disidente que pone en duda las normas para cuestionar las desigualdades y la explotación
Pier Paolo Pasolini valoró la dignidad del suicidio cuando un personaje público era descubierto en un asunto deshonroso. Ese tipo de pudor ha dejado de tener sentido en una realidad social que no conoce la vergüenza. Puedes abusar sexualmente de una escritora o favorecer a la propia familia en negocios sucios durante una pandemia sin que ocurra nada, si no es un aumento de la popularidad entre los votantes. Una burbuja sin ley, un entretenimiento, la política que no llega a la vida de la gente abre las puertas para que la zafiedad de la gente sustituya a la política.
¿Causas? El recuento nos hace mirar a las tendencias sociales, las noticias y los grandes éxitos del populismo. No sólo personajes como Trump han perdido el pudor institucional. Muchos medios de comunicación son impudorosos a la hora de contar el mundo en favor de los mandatarios que les aseguran subvenciones y publicidad. Muchos jueces han perdido el pudor a la hora de judicializar la política con sus sentencias. Muchos votantes viven en una realidad en la que el entretenimiento barato y la dinámica del sálvese quien pueda han sustituido a la formación de una conciencia colectiva. Sólo resulta atractiva la ley del más fuerte.
Estas tendencias, plasmadas de forma diaria en las noticias, dependen en su raíz de un asunto principal: el descrédito de la autoridad política. Las élites económicas, esas que no necesitan ser votadas para gobernar, han trabajado para desacreditar la autoridad política de los gobernantes que pueden limitar socialmente su avaricia. Pero la responsabilidad cae también sobre las formas democráticas que no han sabido darle crédito a su autoridad, trabajando en favor de la ciudadanía. El desamparo hace que los sentimientos sociales se separen de las razones democráticas.
Confiar en la democracia, no renunciar a ella, supone analizar con seriedad su situación, aceptar sus fisuras y trabajar para devolverle el crédito a la autoridad de la política. La mejor manera de contestar a las élites que trabajan para desacreditar el ejercicio público es emplear la autoridad para hacer más justa la convivencia, defendiendo la salud y la educación, la dignidad en las relaciones laborales, las pensiones y los salarios. Sólo así llega a conseguirse que el sector menos fanático de la economía se aleje de actitudes panfletarias y asuma los beneficios del acuerdo sindical y la convivencia.
Aunque hay mil factores en juego, la justicia social es un eje decisivo para que la política deje de parecerse a un circo, una merienda de mentirosos o una despedida de soltera.
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