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La deuda de Celsa y de Matilde: la puerta falsa

Ramon-Jordi Moles

No es la deuda de dos vecinas llamadas Celsa y Matilde. Es la deuda de unas empresas que recientemente han copado las páginas de la prensa económica por razones similares, aunque distintas. Celsa es una empresa industrial objeto de una reciente sentencia que ordena que sea adjudicada a sus acreedores, que no son otros que determinados fondos de inversión extranjeros que compraron en su momento la deuda a los originales acreedores españoles. Matilde es Telefónica, la de “¡Matilde, Matilde, que he comprado telefónicas!”. Matilde es el nombre por el que se conocían las acciones de Telefónica a finales de los años 60, gracias a una campaña publicitaria protagonizada por José Luis López Vázquez.

Celsa es Celsa-Group, uno de los principales productores de acero de Europa. Una empresa hasta ahora familiar con 120 centros de trabajo en distintos países que emplean a más de 70.000 trabajadores directos e indirectos, que es uno de los mayores consumidores de electricidad del país y que se ocupa en la producción de una materia prima (el acero) de carácter estratégico.

Matilde-Telefónica es una multinacional española de telecomunicaciones, la cuarta más importante de Europa y la decimotercera a nivel mundial. Fue empresa pública bajo el franquismo y se privatizó con los gobiernos de Felipe González y Aznar. Se vinculan a ella alrededor de 1,2 millones de puestos de trabajo, y da servicio a 315,7 millones de usuarios en los países donde está presente. Su relevancia se extiende a los entornos tecnológicos de ciberseguridad y defensa.

Esta compra no se podrá hacer efectiva en su totalidad sin la autorización previa del Gobierno, a la que el Ministerio de Defensa español se opone por razones de seguridad

Es obvio que se trata de dos empresas estratégicas para la soberanía económica del país, lo que se traduce normalmente en una serie de controles por parte del Estado para evitar que su control (su propiedad total o parcial) pueda recaer en actores económicos que puedan resultar como mínimo “inconvenientes” para los intereses económicos del país. Este tipo de operaciones de “toma de control”, más o menos hostiles, tradicionalmente se han materializado mediante compras, más o menos discretas, de acciones de la sociedad que eventualmente se pretende controlar. Frente a ello los Estados han organizado con mayor o menor éxito distintas trabas (como las autorizaciones de las ventas de acciones, por ejemplo) a estas operaciones para evitar poner en riesgo su soberanía económica. La pandemia de COVID19 mostró al mundo la importancia de disponer de tecnologías y recursos propios, por ejemplo, mascarillas o respiradores. Véase en este sentido el caso reciente de la compañía saudí de telecomunicaciones STC (propiedad del gobierno saudí), que ha comprado con gran sigilo el 9,9% de Telefónica a través de una compañía luxemburguesa. Esta compra no se podrá hacer efectiva en su totalidad sin la autorización previa del Gobierno, a la que el Ministerio de Defensa español se opone por razones de seguridad. 

Es un ejemplo clásico de protección de la soberanía económica que se ve cuestionado por lo acontecido en Celsa. La reciente sentencia que aplica la nueva ley concursal adjudica la empresa a sus acreedores, lo que implica que a partir de ahora cuando un acreedor estime que su deudor no puede afrontar la deuda se le permitirá convertir el derecho de crédito en acciones de la deudora y devenir accionista, esto es, dueño o codueño de la empresa. Algo que los acreedores de Celsa han jugado con gran habilidad y que abre la puerta a un nuevo formato de la toma de control de compañías estratégicas.

Es obvio que en el futuro habrá que adaptar las medidas de control sobre compañías estratégicas a este nuevo contexto: no sólo será preciso supervisar y limitar, si procede, las compras de sus acciones, sino que habrá que intervenir sobre el control de su endeudamiento, que se ha convertido en el coladero de inversores hostiles o no deseados. Es la puerta falsa de Celsa (hoy) y de Matilde (mañana).

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Ramon-Jordi Moles Plaza es jurista y analista.

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