Úrsula von Der Leyen no representa a nadie

Antonio Sánchez Domínguez

La Comisión Europea es el poder ejecutivo de la Unión Europea, y ha ido acumulando, década tras década, más y más potestades; potestades que, al acumularse ahí, en la Comisión, se restan a otros órganos intermedios y a otros poderes de la Unión. Ursula von der Leyen es la presidenta de la Comisión Europea, pero “nadie” ha elegido a Von der Leyen para ese cargo.

A diferencia de cómo se eligen los presidentes en sistemas parlamentarios como el español, también por delegación al Parlamento –imprimiendo así una muy determinada distancia entre el presidente y el pueblo, distancia que podemos nombrar como Parlamento–, la distancia entre el electorado y la presidenta de la Comisión es demasiado grande. Algunos todavía tienen problemas para saber qué es el Parlamento en España, quien constitucionalmente elige al presidente del Gobierno. En el caso de las instituciones europeas, la distancia entre el electorado y el ejecutivo es tan grande que la representación del electorado queda, en fin, demasiado en entredicho, demasiado lejos, con demasiado abismo de por medio.

El problema de la representación, en sentido estricto, es que el representante pone en juego aquello que representa, vuelve presente, hace presente, de nuevo, re-presenta, lo pone ahí, aquello que está en régimen de ausencia. Lo hayamos votado o no, el presidente de nuestro país, en viaje oficial a Washington, hace presente nuestro país cuando está allí, por eso nos molesta o nos perturba cuando, en una final de un mundial o en una celebración, un re-presentante del Estado, alguien que pone en juego al país, lo haga de una manera estructuralmente insuficiente, lo haga con malos modales, lo haga, simple y llanamente, mal.

El problema del re-presentante es que habla por ti, el problema del re-presentante es que habla por todos, el problema del re-presentante es que hace aparecer el país donde el país no está. Es decir, que cuando un presidente, Rajoy o Aznar, Pedro Sánchez o Zapatero, se presentan en el despacho oval, la entera España –desde mi pueblo, Torreperogil, Jaén, hasta la Mezquita de Córdoba pasando por el bar de Madrid en el que desayuno– está, de alguna manera, en el despacho oval.

Ese es el misterio –como todo gran misterio, teológico– de la representación moderna. Jesucristo estuvo en alguna tierra muy concreta sangrando y sudando, re-presentando, poniendo en acción, haciendo hablar, a esa nación infinita –como infinitos son los bares de España– que es Dios. Pues bien, esa infinitud aparece un buen día, concretada, en forma de presidente, en el despacho oval. Y lo que ocurre con la re-presentación es que siempre es tensión, siempre es insuficiente, siempre es, en fin, una cierta forma de fracaso; pues ni Torreperogil, Jaén, está en el despacho oval; ni las tostadas del bar están, tampoco, en el despacho oval.

Ese fracaso, esa impotencia constitutiva de poder poner, España, en el despacho oval, es lo que se conoce como filosofía política moderna. Es una filosofía, esa de la modernidad, del fracaso, de la impotencia, de la imposibilidad de poner, en el despacho oval, los huevos con patatas. Pero es nuestra filosofía, y por eso, de alguna manera seguramente también condenada al fracaso, la defendemos. Como no podemos concretar España entera en un lugar como el despacho oval, a gentes más listas que nosotros –un Rousseau, un Kant o un Hegel– se les ocurrió que, al menos, podríamos colocar ahí una persona, un presidente, un representante. También lo había pensado, con bastante tino, el cristianismo, y como no podían colocar ahí a Dios, su ciudad de arcángeles y querubines, colocaron, en fin, a Cristo como representante suyo.

La filosofía moderna ha podido depurarse como para que, al menos, elijamos quién aparece en el despacho oval. A eso se le llama, aunque alguien le pueda poner algunas comillas, democracia. Y por eso, incluso cuando no lo hemos votado, incluso aunque no hayamos votado a Pedro Sánchez, como este ha ganado unas elecciones, asumimos que ahí, de alguna manera, está nuestra voluntad, una voluntad que sin duda nos excede, un plus de sentido que nos sorpassa, una cosa llamada España. Hay quien opina que la tortilla es mejor con cebolla que sin cebolla, y cuando el Presidente está en el despacho oval, aunque él la prefiera con cebolla, representa también a quien la prefiere sin cebolla. Es decir, el presidente no representa una única opción, representa la sana contradicción al completo, representa todas las elecciones en materia de tortillas de su país. Es suficientemente lejano a la nación como para que la nación asuma que el presidente la representa en la distancia, pero suficientemente cercano a la nación como para que la nación asuma esa distancia con el Presidente como lo propio de sí misma.

Si algo demuestra Úrsula Von der Leyen es, solo y simplemente, que la Unión Europea tiene un problema sin resolver en el poder ejecutivo y en la elección del mismo

Pues bien, de entre los re-presentantes posibles de los muchos países hay también re-presentantes de uniones de países. Biden u Obama, Bush o Kennedy, lo han sido, y así, y por ejemplo, en su federación de Estados, ellos, entre todos los posibles, representan a todos los Estados.

No es así en el caso de la Unión Europea, no. Ursula von der Leyen no es sentida como suya por electorado alguno. Su distancia es tal que se olvida que representa una contradicción –similar a la de las tortillas– llamada Unión Europea. Ese carácter de contradicción se resuelve cuando Ursula von der Leyen elige una tortilla muy concreta y elige, por ejemplo, hacer declaraciones como las del viernes pasado, esas que apuntalaban un determinado tipo de visión sobre lo que estaba ocurriendo en Israel y Palestina. El electorado europeo puede, y hace muy bien, revolverse contra ese exceso de potestades que asume la presidenta de la Comisión al decantar así la balanza en favor de Israel y de un genocidio que lleva en marcha demasiado tiempo.

Ursula von der Leyen proviene del partido demócrata cristiano alemán, de la CDU, pero cuando asume el cargo de presidenta de la Comisión Europea pasa a representar algo mucho mayor, pasa a representar muchas más contradicciones, tensiones y problemas, pasa a, presuntamente, representar, la Unión Europea, y ese cargo requiere mucha más prudencia que esa que ha mostrado en sus últimas afirmaciones.

En una nota al pie –que, como todas las notas al pie en Kant, las carga el diablo– de un libro titulado Hacia la Paz perpetua, Kant nos decía que no debíamos burlarnos de los grandes títulos que se le ponen a quienes se ocupan del derecho. Se refiere a eso que hacemos cuando decimos, de un diputado, “ilustrísimo”, y pone varios ejemplos de eso que el pueblo puede considerar “vulgares adulaciones”; menciona, pues, “ungido de Dios, administrador de la voluntad divina en la tierra, representante suyo”. Dice Kant que estos tratamientos no deben envanecer al príncipe, al gobernante –al Comisario en este caso–, sino que deben, más bien, entristecerlo.

Esos tratamientos le recuerdan que tiene que administrar una tarea “demasiado grande”, “demasiado infinita”, en este caso, toda Europa y su derecho al completo. Si el presidente es honesto, Kant diría –y dijo– que debe de darle miedo la tarea que tiene entre manos. Y si Ursula von der Leyen demostró algo con sus afirmaciones, animando a un genocidio, es que, kantianamente, no tiene miedo a nada, y que, kantianamente, es un peligro para Europa.

Al hacer esto la presidenta de la Comisión demuestra que no representa a nadie, y que se ha envanecido a sí misma mediante esos “tratamientos”. Si algo demuestra Von der Leyen es, solo y simplemente, que la Unión Europea tiene un problema sin resolver en el poder ejecutivo y en la elección del mismo.

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Antonio Sánchez Domínguez es diputado de Más Madrid y Profesor Asociado de Filosofía en la Universidad Complutense.

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