Amnistía, 'lawfare' y la revuelta de las togas

Juan Manuel Alcoceba Gil, Amaya Arnáiz Serrano y Javier Truchero Cuevas

Si las togas ya estaban en alto a cuenta de la “presunta” ley de amnistía, que aún no es ley, lo del lawfare en el acuerdo PSOE–Junts ha desatado las puñetas. 

Lawfare es un anglicismo relativamente reciente. Lo acuñó Charles Dunlap, juez y abogado general de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, por contracción de law (derecho/ley) y warfare (guerra). “Lawfare describe un método de guerra donde la ley es usada como un medio para la realización de un objetivo militar” decía Dunlap en 2001, con motivo de la guerra de Afganistán.

El término hizo fortuna y evolucionó de su connotación bélica inicial hacia un sentido más amplio. Lawfare en los últimos años describe la utilización del derecho o del sistema judicial para lograr objetivos políticos o económicos. La connotación negativa con que ha llegado a España, sin embargo, proviene de su desarrollo teórico y político en Latinoamérica, donde se ha popularizado para aludir al abuso del sistema judicial para fines políticos. Así, en nuestro contexto, lawfare sería una suerte de guerra jurídica donde se instrumentalizan el derecho y los tribunales para la desestabilización o el desprestigio del enemigo político.

Los episodios con los que se ilustran las crónicas de lawfare son múltiples y conocidos: Dilma Rousseff y Lula da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Fernández Kirchner en Argentina. Baltasar Garzón incluye también el de Julian Assange entre los casos paradigmáticos de guerra judicial. 

En España, el término saltó al debate público de la mano de Podemos, para referirse a la veintena de procedimientos judiciales abiertos en su contra, todos ellos, hasta la fecha, archivados. El independentismo catalán también ha echado mano del anglicismo para propósitos tan heterogéneos como descalificar la vertiente judicial del procés o referirse a la condena de Laura Borràs. 

Ahora Junts ha colado el “palabro”, lawfare, en el acuerdo de investidura y la polémica está servida. El documento, de apenas 4 páginas, alude a este concepto en el intento de conectar la aplicación de la futura ley de amnistía con las conclusiones que puedan arrojar las comisiones de investigación parlamentarias. Como respuesta, todas las asociaciones de jueces y fiscales han salido en tromba. Interpretan que sus decisiones podrán ser auditadas por la Cortes. El CGPJ no se ha quedado a la zaga, y a la hiperbólica bola de nieve se han sumado también el Colegio de Abogados de Madrid junto con algunos grandes despachos como Pérez-Llorca o Garrigues. 

El acuerdo PSOE-Junts está redactado en este punto y en otros con deliberada oscuridad, propia de textos escritos para varias lecturas. Pero el ruido parece innecesario y la alarma infundada, puesto que el acuerdo no cambia nada: el legislador, como representante de la soberanía popular, ya puede y continuará pudiendo extender el ámbito de cualquier texto legal si así lo aprueba a través del debido procedimiento. Y no puede ni podrá revisar decisiones judiciales

No obstante, este enredo de comunicados no puede ocultar la realidad de que, en nuestro país, como en muchos otros, se producen casos de instrumentalización espuria de procedimientos judiciales con finalidad política. Aquí, el lawfare es habitualmente “de baja intensidad”. Se limita al uso del timming procesal y sus efectos no traen causa tanto de actuaciones propiamente judiciales como del concertado y estratosférico eco mediático que propician. No obstante, en ocasiones, asistimos a espectáculos surrealistas de utilización torticera de la justicia, como las recientes decisiones del juez García Castellón sobre Tsunami Democratic, o la del Juzgado de Primera Instancia 104 de Madrid admitiendo a trámite unas disparatadas medidas cautelares contra la ley de amnistía.

El debate, por tanto, hay que situarlo en la respuesta que el Estado de Derecho debe dar a las desviaciones que se producen en el uso del sistema de justicia, llamémosle lawfare o judicialización de la política. Qué hacemos con los comportamientos de los operadores jurídicos situados en el grisáceo espacio entre la aplicación razonable del derecho y la prevaricación. Las medidas de gracia, como la amnistía o el indulto, no son la solución ni lo pueden ser, por mucho que Junts se empeñe en esa narrativa. 

Una respuesta puede partir de un viejo concepto aparentemente olvidado por casi todos: la responsabilidad judicial. Quienes utilizan la justicia para perseguir al adversario ideológico incurren en una grave responsabilidad jurídica y también política. Esta responsabilidad, en lo tocante a los jueces, puede y debe exigirse tanto desde dentro como desde fuera del poder judicial. Si los actos de alguno de sus integrantes van en contra de la imagen y decoro del propio poder o directamente conculcan la legislación, como en algunos casos está ocurriendo, los primeros que tienen en su mano reconducir la situación son los propios jueces. Para eso precisamente existe el CGPJ —y no para hacer comunicados— o, en última instancia, la jurisdicción penal.

Si los tribunales y, sobre todo, la institucionalidad del poder judicial, no se comportan con apariencia de imparcialidad, la Justicia perderá su legitimidad. Y sin legitimidad no hay sistema de justicia que funcione

Pero la realidad es que, durante décadas, esa responsabilidad se ha ido diluyendo tras el opaco manto de la independencia. Pocos jueces u otros operadores son sancionados por prácticas que podrían encajar en el lawfare. El juez Alba, por el caso de Victoria Rosell, es quizá la única excepción reciente. Y tuvo que ser a iniciativa de la afectada. Los mecanismos de autodisciplina, especialmente en la judicatura, languidecen ante la sucesión de decisiones con grave afectación al sistema democrático. Con independencia de que, en muchos casos, el sistema funciona y la revisión jurisdiccional suele encauzar los despropósitos. 

Además, a esta percepción de irresponsabilidad de la judicatura se suma su creciente activismo político. Un activismo que, si bien puede ser legítimo, embarra su imagen como poder imparcial. Y es que, simplificando, se ha consolidado la idea de que “la justicia es de derechas”. Será más o menos real, pero se la han ganado a pulso. Autos del Tribunal Supremo descalificando decisiones del Gobierno, reuniones de fiscales con candidatos populares para concertar estrategias, acumulación de comunicados de colectivos judiciales, siempre disparando para el mismo lado. Y encabezando ese activismo, el CGPJ, la institución que debiera velar por la independencia y la imparcialidad judicial, secuestrada desde hace años por los vocales conservadores. El Consejo ha mutado en principal activo político de la derecha patria. Y al caducar no sólo perdió la legitimidad, sino también la vergüenza, como demuestra su reciente comunicado (otro, y otro comunicado) sobre la aún inexistente ley de amnistía. 

Seguramente haya miembros de la judicatura progresistas, demócratas y comprometidos con el Estado de Derecho que vean una amenaza en el discurso del lawfare. Pero también deben entender que la responsabilidad de la situación es compartida. El poder judicial tiene que desarrollar una responsabilidad colectiva sobre sus actos como parte fundamental del Estado democrático y de Derecho. Si los tribunales y, sobre todo, la institucionalidad del poder judicial, no se comportan con apariencia de imparcialidad, la Justicia perderá su legitimidad. Y sin legitimidad no hay sistema de justicia que funcione.

 

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Juan Manuel Alcoceba Gil Amaya Arnáiz Serrano son profesores de Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid y Javier Truchero Cuevas es abogado y socio de Iuslab.

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